La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén es una explosión de alegría. La gente del pueblo que estaba ya en las celebraciones de la Pascua, se encontraba por cientos en la ciudad, preparándose para vivir los días intensos de las fiestas. Se había ido creando, además, una cierta expectativa por la presencia de aquel personaje del que se hablaba tanto y que iba dando discursos maravillosos y realizando obras prodigiosas en medio de ellos. Algunos sabían bien lo que estaba pasando con Él, pues habían escuchado de sus enfrentamientos con los fariseos y los maestros de la ley, en los cuales estos habían quedado muy mal parados, por lo cual habían decidido buscar la forma de echarlo a un lado para eliminar su estorbo y la incomodidad que les creaba. Por eso se habían preguntado: "¿Qué les parece? ¿Vendrá a la fiesta o no?" Sabían que si Jesús osaba acercarse a la fiesta corría el más grande riesgo, por cuanto ya prácticamente se había dictado sentencia contra Él. Por eso, su aparición en medio de tal expectativa, por encima de los riesgos que corría, despertaba en ese pueblo un aliento inusitado. Ellos estaban ya cansados de ese yugo que imponían las autoridades religiosas, que eran también civiles, y que cargaban sobre sus hombros. Ese Jesús se los había echado bien en cara, traduciendo muy bien el sentir general. Por ello, cuando lo ven aparecer en la ciudad, montando sobre ese borrico, que representaba la llegada de un rey en humildad, suscita un gozo indescriptible y un movimiento entre la gente que lo aclama feliz: "¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Viva el Altísimo!" Las aclamaciones que le hacen descubren lo que piensa la gente de Él. Jesús es el personaje anunciado por generaciones. Es el Hijo de David que viene en el nombre de Dios a cumplir la promesa antigua de liberación y de salvación. El pueblo ve en Él la luz que les alumbra el camino para salir de la oscuridad en la que se encontraba. La presencia de Jesús no es la presencia de un hombre cualquiera, sino la del que trae de su mano la presencia del Dios que no ha abandonado a su pueblo y que lo envía para cumplir su palabra empeñada. Esa recepción del pueblo de Israel, con palmas y ramas de árboles, es la demostración más clara de la alegría que sienten todos por el inicio del tiempo de la libertad.
Algunos aún no sabían de qué se trataba. Es natural que a algunos no les hayan llegado las noticias de ese personaje que había ido revolucionando a todo el pueblo. "Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: —¿Quién es éste? La gente que venía con él decía: —Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea". Era el que se había atrevido a enfrentarse a las autoridades, cosa que muchos de ellos hubieran deseado hacer, pero que no se habían atrevido por miedo a las represalias. Éste había asumido ser la voz de los que no tenían voz y se había atrevido a alzarla en contra del poder. Es evidente que Jesús corría un riesgo altísimo, por cuanto el poder que ejercían aquellos a los que se enfrentaban era un poder casi omnímodo, absoluto. La mezcla entre poder civil y poder religioso era un cóctel terrible con el cual lograban pisar el cuello de todos para mantenerlos sometidos. Su dominio no se reducía solo a lo cotidiano, a los trámites de intercambio social, sino que se extendía a lo espiritual, incluso a lo que se refería a las relaciones con Dios. En sus manos estaba realmente el ejercicio práctico de una tiranía. Por eso se explica el cambio tan radical que veremos que se dará en el transcurso de unos pocos días en referencia a su relación con Jesús. Ese mismo pueblo que hoy lo aclama gozoso como el Hijo de David, el enviado por Yahvé para la liberación del pueblo, azuzados por estas autoridades hegemónicas a las que Él se había enfrentado, reclamarán a las autoridades romanas su crucifixión. Aquellos que se habían alegrado por la llegada del tiempo de la liberación, quizás por temor a esas autoridades que lo dominaban todo, ante la pregunta de Poncio Pilato no darán otra solución que su muerte, prefiriendo liberar a un delincuente de marca mayor: "Los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. El gobernador preguntó: '¿A cuál de los dos quieren que les suelte?' Ellos dijeron: 'A Barrabás'. Pilato les preguntó: '¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?' Contestaron todos: 'Sea crucificado'. Pilato insistió: 'Pues, ¿qué mal ha hecho?' Pero ellos gritaban más fuerte: '¡Sea crucificado!'"
Jesús había asumido su misión y todo el sufrimiento que ello implicaba. Lo tenía muy claro desde que ante el Padre Dios se había ofrecido voluntario: "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad". La redención que venía a realizar no se iba a lograr sin dolor, sin sufrimiento, sin derramamiento de sangre: "El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos". Jesús tenía muy claro que redimir pasaba porque Él, Dios hecho hombre, asumiera sobre sus espaldas todo el mal que producía el pecado de los hombres. Siendo el único inocente, se interpuso entre el mal y Dios, entre el mal y el hombre, para ser escudo para toda la humanidad. Todo el mal que le correspondía sufrir a los hombres, lo tomó Él para sí. La gloria infinita del Dios que Él era, quedó oculta en los despojos de la humanidad que había asumido. Fue el movimiento de amor más claro que hizo Dios en favor de los hombres. Sufrir en vez de los que debían sufrir: "Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz". Era el camino de la liberación. La humillación extrema acabaría en la exaltación extrema. La aparente victoria del mal se trocó en su más humillante derrota. "El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado". El Padre Dios que lo había enviado a cumplir esa misión suprema jamás se apartó de su lado, aun cuando Él haya tenido esa sensación: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Nunca se apartó de su Hijo quien lo había enviado a cumplir esta tarea, la más alta de la Providencia amorosa. Era el estertor de la nueva creación que surgía, superior a la primera. Dolores de parto de la nueva vida que venía. Y alegría final por el rescate de toda la humanidad. El sacrificio de uno solo sirvió para el rescate de todos. La liberación era una realidad total, gracias al amor infinito y eterno con el que Dios nos ama y nos amará siempre. No nos ha dejado abandonado a nuestra suerte, sino que nos ha dado la suerte de su amor, haciéndonos de nuevo hijos suyos y rescatándonos de la muerte para llevarnos a la vida eterna junto a Él. Jesús es nuestro rescatador, elevado por el Padre y que tiene que ser reconocido por cada uno de nosotros: "Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre". Que todos aclamemos al Señor que viene a salvarnos, que entra triunfante en Jerusalén, y que ese reconocimiento lo mantengamos siempre, hasta que en la eternidad lo gocemos en plenitud.
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