La persecución contra Jesús y sus seguidores tiene cosas sorprendentes. En primer lugar, hace decir palabras a sus mismos perseguidores que pasan a formar parte del misterio de la revelación de Dios en cada uno de los acontecimientos que rodean la entrega de Cristo. Cuando Jesús es prendido e injustamente enjuiciado por las autoridades del Sanedrín, el sumo sacerdote Caifás, proféticamente afirma lo que sucederá: "Ustedes no entienden ni palabra; no comprenden que les conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera". Es exactamente lo que sucede en el sacrificio que ofrece Jesús de sí mismo. Él se ofrece a morir para rescatar a todo el pueblo de la muerte. Uno muere en vez de todos. Algo similar sucede con el Rabí Gamaliel. Cuando las autoridades se empeñan en impedir que los apóstoles anuncien la Buena Nueva a todos, el Espíritu lo hace decir una frase que explica totalmente lo que está sucediendo: "Israelitas, piensen bien lo que van a hacer con esos hombres. Hace algún tiempo se levantó Teudas, dándoselas de hombre importante, y se le juntaron unos cuatrocientos hombres. Fue ejecutado, se dispersaron todos sus secuaces y todo acabó en nada. Más tarde, en los días del censo, surgió Judas el Galileo, arrastrando detrás de sí gente del pueblo; también pereció, y se disgregaron todos sus secuaces. En el caso presente, les digo: no se metan con esos hombres; suéltenlos. Si su idea y su actividad son cosa de hombres, se disolverá; pero, si es cosa de Dios, no lograrán destruirlos, y se expondrían a luchar contra Dios". De nuevo, Dios se vale de los mismos perseguidores para echar claridad en su pretensión. Lo que sucede con los apóstoles no es un empeño de un iluminado que surge espontáneamente y se difuminará con el tiempo. Es algo que está viniendo del mismo Dios, por lo que es absurdo oponerse a ello. Sería luchar contra el mismo Dios. No habrá fuerza que pueda impedirlo. Gamaliel da en la diana de lo que hay que hacer. Lo prudente es dejar que la cosa se desarrolle y, si es de Dios, ni siquiera la fuerza más poderosa del mundo podrá contra eso. Evidentemente las palabras de Gamaliel fueron palabras proféticas. El anuncio del Evangelio ha perdurado hasta hoy. Es cosa de Dios. No depende de un hombre mortal. Y se ha hecho procurando la salvación de todos los hombres. El sacrificio de uno ha servido para evitar que todos hubieran de morir.
La segunda cosa que llama la atención sobremanera en la persecución contra los apóstoles por parte de las autoridades judías, es la actitud de aquellos cuando sufren torturas y malos tratos por lo que hacen. Después de escuchar las palabras de Gamaliel, los miembros del Sanedrín "le dieron la razón y, habiendo llamado a los apóstoles, los azotaron, les prohibieron hablar en nombre de Jesús, y los soltaron". No se atrevieron a dejarlos presos, pues el pueblo los escuchaba con satisfacción y, además, hicieron caso de la advertencia del Rabí. Temiendo estar enfrentándose a Dios les dieron un simple castigo ejemplar. El fin era amedrentarlos y poner a prueba su determinación de seguir o no dando testimonio del Resucitado. Si el castigo hacía efecto y lograba acallar su empeño de hablar de Él, se habría acabado el problema. Otra cosa sucedería si, a pesar del castigo, ellos seguían en esa tarea. Se estaría demostrando que no era simplemente cosa de hombres, sino que algo más estaba detrás de todo. Convenía actuar con pinzas. Los apóstoles, lejos de sentirse intimidados y de huir del compromiso por temor a los castigos, sorprendentemente "salieron del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el Nombre de Jesús". A nadie le gusta sufrir ultrajes. Pero los apóstoles, en este caso, estaban contentos. Sufrir por el Nombre de Jesús para ellos representaba algo que los llenaba de alegría. De esa manera, lejos de debilitarlos en su misión de anuncio de la Buena Nueva, el castigo los fortalecía. Se lograba exactamente lo contrario de lo que pretendían las autoridades religiosas. Sufrir por el Nombre de Jesús era un orgullo, y se convertía más bien casi en sello que certificaba la verdad de lo que estaban haciendo y por lo tanto, los convencía de que ese era el camino que se debía seguir y lo hacían con fuerzas renovadas. Esto explica el porqué de tantas vidas entregadas por la causa de Cristo. El absurdo mayor, considerado solo con la óptica horizontal, de entregar la vida por una causa, para quien lo hace, se convierte en su dignidad mayor. Se trata de hacer propias las palabras de Jesús: "Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará". El trueque es incomparablemente favorable para quien se ofrece. Perder la vida actual por el Nombre de Jesús, dando testimonio de su amor y de su salvación, queriendo agregar más hermanos a la lista de salvados, para quien lo hace es ganarla para siempre. No hay comparación posible. El martirio es ganancia total. Unos azotes, unos momentos de sufrimiento, unos dolores ocasionales, no son suficientes para dejar perder esa ganancia eternamente superior. Lo sabían muy bien los apóstoles y por ello salieron contentos luego del castigo. Y por eso todos sellaron luego su tarea con la entrega póstuma de sus vidas anunciando el amor y la salvación de Cristo.
No tenían ellos ya dudas de quién era Aquel que anunciaban, de la misión que había venido a cumplir al mundo, de la novedad de vida que cada uno de ellos había recibido y que debían procurar que recibieran todos los hombres. Por ello fueron realmente apóstoles, enviados a anunciar la Buena Nueva a toda la creación y dando la nueva vida que había ganado Jesús para todos. Ese Jesús, en sus días de presencia física entre ellos, ya les había demostrado quién era. A pesar de la torpeza que aún mostraban algunos para comprender su manifestación al mundo, seguían siendo testigos de esas maravillas que Él seguía realizando con el poder divino que poseía. Él era el Hijo de Dios, Dios en sí mismo, encarnado en el vientre de María para asumir la naturaleza humana y desde ella misma lograr la satisfacción por los pecados de la humanidad. En esa doble condición de hombre y Dios les demostró a todos el amor del Padre que los quería con Él y les llevó las demostraciones fehacientes de que esa obra iba a ser insuperable. Por ello pudieron presenciar también la maravilla de la multiplicación de los panes y los peces que los hacía entender que para Dios no había nada imposible y que estaba dispuesto a hacer las maravillas que los convencieran de que quería al hombre libre de toda atadura material y espiritual. Dios quiere que la humanidad sea promovida material y espiritualmente. Por eso calma el hambre y libera de la esclavitud del pecado. No se queda solo en uno de los dos aspectos, corporal o espiritual. Es la integralidad del hombre la que es sujeto de su amor y de su redención. Se entrega por el hombre total, no solo por su espíritu. Con ello condena tanto la miseria antievangélica y las heridas contra la vida como el yugo del pecado que azota al hombre. Con los cinco panes y los dos peces hizo la maravilla de su poder: "Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado". Y luego que quedaron todos satisfechos, en su favor exagerado en favor de los hombres, manda a recoger las sobras para que no se pierda nada, demostrando con eso que nada sobra del amor: "Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: 'Recojan los pedazos que han sobrado; que nada se pierda'. Los recogieron y llenaron doce canastos con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido". Ese es el Dios que anuncian los apóstoles, por el cual cobra sentido cualquier sufrimiento. Es el Dios del amor y de la providencia, el que está a favor del hombre y pone todo su poder a actuar. El que promete la vida eterna por encima de todo. Si se ocupa del hambre de los hombres, también se ocupará de su realidad de eternidad. No dejará de cumplir su palabra, que es palabra de amor y de esperanza.
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