Siendo toda la Semana Santa un canto de amor que Dios entona para todos los hombres, el Jueves Santo es realmente un resumen augusto de ella. Es el avizoramiento que hace Jesús de la culminación de su obra de amor y de entrega para la salvación de la humanidad. Es prácticamente el momento de la firma con la cual se da la culminación de esa obra inmensa que descubre en todos sus resquicios la infinitud del amor que Dios tiene a cada hombre y a cada mujer de la historia. La densidad que se vive en este encuentro final de Jesús con sus discípulos es indescriptible. La Última Cena es como un resumen de todo lo que sucederá y de lo que ha sucedido hasta ese momento. La sentencia sobre Jesús ya está dictada. Son los momentos finales del tránsito terrenal de Cristo, antes de su sacrificio. Por eso Jesús lo vive como el momento de la despedida. Su deseo es dejar a los hombres el mayor de sus regalos. No solo les regalará la recuperación de su dignidad como hijos de Dios y la posibilidad de entrar de nuevo en el cielo para habitar en él para siempre junto al Padre en el amor y la felicidad eternos, sino que quiere quedarse Él mismo como el regalo póstumo, para seguir acompañando a los hombres en su caminar cotidiano y para ofrecerse como alimento espiritual necesario para saciarse y tener la fuerza para llegar a la eternidad. Ya lo había anunciando Él mismo en su famoso discurso del Pan de Vida: "Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre... El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida". Cumple así, también, la promesa de no dejar sola a la humanidad en ese itinerario hacia el Padre: "Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo". Todos los signos que da Jesús en esta hora apuntan a que su disfrute fue máximo siendo hombre. Habiendo dejado entre paréntesis su gloria eterna, que era natural en Él, a Jesús le gustó haberse hecho hombre y vivir entre los hombres. Por eso, en cierta manera, su despedida era más dolorosa. Y por eso, porque quiere quedarse como don amoroso, porque quiere hacerse compañero infaltable en el camino, porque se ofrece como alimento espiritual que fortalezca para avanzar y porque quiere seguir disfrutando de su vida entre los hombres, se las ingenia e instituye la Eucaristía como ese regalo de amor infinito.
Sus propias palabras reflejan este estado de ánimo: "Llegada la hora, se sentó Jesús con sus discípulos, y les dijo: – Ardientemente he deseado comer esta pascua con ustedes antes de padecer, porque les digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el Reino de Dios". El deseo ardiente de Jesús de comer esta última Pascua con ellos se explica porque Él sabía muy bien lo que iba a hacer para dejar ese don maravilloso. A partir de ese momento su presencia estaba asegurada para siempre. Establecía los sacramentos de la Eucaristía y del Sacerdocio para que todos los hombres tuvieran la posibilidad de acceder a ese alimento, y para que nunca le faltara a ninguno. Era un momento de gravedad sublime, por cuanto ese don significaba claramente su entrega. El Cuerpo y la Sangre de Cristo que Él deja como tesoro en la Eucaristía, son ese Cuerpo entregado y esa Sangre derramada en la pasión y en la cruz. Esa gravedad sublime la plasma muy bien San Juan cuando introduce su narración de la Última Cena: "Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo". Podemos hacer una composición de lugar de aquel momento maravilloso e imaginarnos los corazones de los apóstoles, rebosando de amor por Jesús y sintiendo ese amor que se derramaba sobre ellos y sobre el mundo entero. No existe en la historia momento más entrañable. El Maestro se estaba despidiendo. Se tenía que ir para cumplir el designio de satisfacción que estaba establecido. Pero en este movimiento magistral, saludaba amorosamente porque se quedaba también hasta el fin del mundo. Se iba y se quedaba. Se entregaba a la muerte desde su amor eterno e infinito para dar su vida en rescate de todos los hombres, pero decretaba que se quedaba entre ellos para seguir entregándose por amor. Se quedaba en la Eucaristía como compañero de camino y alimento de salvación, y se quedaba en los Sacerdotes desde los cuales seguía distribuyendo su gracia, su amor y su salvación a través de la acción sacramental y de amor que realizaría cada uno de ellos.
La entrega de Jesús es total. No deja nada para sí. Todo lo pone en manos de los hombres, para salvarlos. "A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz". Y, en ese intercambio de amor que Él quiere que se dé, nos pide a nosotros una experiencia de amor y de entrega similar. Por eso en ese momento sublime de su donación realiza el gesto de amor práctico: "Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido". Era un gesto sorprendente, pues el momento que estaban viviendo en la Cena era más bien de exaltación. Pero para Jesús fue el momento propicio para exigir de los apóstoles un gesto similar de entrega por amor. Por eso les dice: "¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman “el Maestro” y “el Señor”, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros: les he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con ustedes, ustedes también lo hagan". Amor con amor se paga. Jesús nos pide a todos que así como Él nos ha demostrado el amor mayor con su entrega a la muerte y sus regalos en la Última Cena, nosotros demostremos que hemos entendido el mensaje amándonos entre nosotros. "Este es mi mandamiento nuevo: Que se amen unos a otros como yo los he amado". Es este el signo de los cristianos, el que le da sentido a todo lo que hacemos. Nuestra carta de identidad es el amor que le tenemos a Dios y el amor que nos tenemos entre nosotros. Nuestra identidad no se da por los padrenuestros o los credos que recitemos, aunque los tenemos que recitar. Todo tiene su sustento en el amor. Si Aquel que nos convoca nos marca la pauta para el camino, no podemos caminar por una ruta diversa. No hay otro itinerario de salvación sino solo el del amor. La entrega de Jesús, su regalo de amor quedándose en la Eucaristía y en el Sacerdocio, lo viviremos con la máxima intensidad y lo disfrutaremos únicamente en la medida en que lo hagamos desde el amor a ese Dios que nos salva y a nuestros hermanos que nos deja el Señor como responsabilidad. Es el camino que se nos indica y que debemos recorrer para salvarnos. La Última Cena es la Primera y la Única. La que nos da la perspectiva para nuestra salvación.
Gracias JESÚS amigo y hermano por tu infinito amor
ResponderBorrarViniste para quedarte Señor. Bendita y divina testarudez de salvar al hombre a pesar de sus imperfecciones e infidelidades. Gracias Señor por amarme tanto y perdón por hacerte más pesada la Cruz...🙏🙏🙏💗
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