Los teólogos hablan del tiempo como de un "lugar teológico", es decir, una forma de encontrarse con Dios, de descubrir su acción en el mundo y en los hombres. Es, en cierto sentido, una condescendencia de su parte, pues Él es atemporal. Para Dios no hay principio ni fin, ni pasado ni futuro. Él vive en un eterno presente. Como lo dice el salmo: "Mil años en tu presencia son un ayer que pasó". La temporalidad es una cualidad extraña en Dios, pues Él no está sometido a estas leyes que son "bajas" en referencia a su propia existencia. Pero en aquel arrebato de amor que representó la creación, tuvo que someterse a la bajeza incluso de la temporalidad. Dado que los hombres hemos sido creados por Él limitados, aun cuando hemos sido hechos "a su imagen y semejanza", no somos idénticos a Él. La participación analógica en su naturaleza no nos da todas sus prerrogativas. Aun cuando al final de los tiempos seremos semejantes a Él, nos falta un largo camino por recorrer: "Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que habremos de ser. Pero sabemos que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él porque le veremos como Él es". La atemporalidad que es natural en Dios, no es aún cualidad que posee nuestra materialidad. Somos seres temporales en nuestro cuerpo, cuya existencia está determinada en un tiempo y un espacio concretos y definidos. La atemporalidad, es decir, la eternidad semejante a la de Dios, la tendremos solo cuando hayamos finalizado nuestro tránsito temporal y tengamos ya en nuestras manos el triunfo definitivo que Él nos ha alcanzado con su redención. Con todo, en aquel amor inefable y eterno que nos tiene, ha querido, en cierto modo, como "amarrarse" al tiempo, para estar más a la mano para nosotros. Y vemos entonces cómo el dueño de la historia se ha hecho parte de ella para hacernos entender lo involucrado que quiere estar con nosotros y con nuestras vidas, dejando claro que esa es su felicidad, que ese es su gozo: Hacerse asequible a nosotros y no quedarse en confines inalcanzables que solo dejarían frustración a nuestra sed de trascendencia. Son innumerables las referencias que se dan de los "tiempos" en los que Dios actúa. Incluso la meteorología se convierte en referencia para explicar la situación de la relación del hombre con Dios. La oscuridad es su ausencia. La claridad es su presencia. La noche hace referencia al tiempo de la acción del demonio. El día hace referencia a la acción de Dios. Judas, cuando sale a traicionar a Jesús, lo hace "de noche", es decir, había ausencia de Dios en su corazón. Cuando Nicodemo se acerca a hablar con Jesús, lo hace "de noche", y cuando se retira después de haber conversado con Él, "era de día", es decir, el haberse acercado a Jesús lo llena de su iluminación. La simbología de la temporalidad y de la meteorología son referencias a la acción de Dios en el tiempo.
El momento de Jesús es llamado "la plenitud de los tiempos". Con Jesús, ese Dios atemporal alcanza su máxima temporalidad. Su llegada a la tierra es el momento más alto de la historia de la humanidad: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva". Es el regalo más grande que nos hace el Dios eterno: Hacerse de tal manera temporal que llega a ser incluso parte de la historia de la humanidad. Es precisamente ese regalo de amor el que alcanza para nosotros nuestra plenitud. Ya no es solo que nos creó "a su imagen y semejanza", sino que Él mismo se hizo "imagen y semejanza" nuestra. Nos revela así lo que estamos todos llamados a ser. Contemplar al Dios que se hace hombre nos indica a todos el camino que debemos recorrer y la meta a la que debemos llegar. Evidentemente no es suficiente el que Dios se haga uno más de nosotros, sino que su involucramiento con nosotros es de tal orden que asume sobre sus hombros todas nuestras experiencias humanas. Como cada uno de nosotros nace de una familia, crece bajo el patrocinio y la protección de una familia, aprende las artes de su padre, tiene todas las experiencias de amistad y de camaradería que tiene cualquiera de nosotros, sufre, ría, llora, siente hambre, come, como lo hace cualquiera de nosotros. Su temporalidad representó para Él su completa humanización. Era necesario que así fuera para que en el momento de su entrega sacrificial tuviera plena asunción de lo que ello representaba y de sus completas consecuencias. Era la temporalidad asumida radicalmente. Esa plenitud de los tiempos tendría aún un pico más. Es lo que llama Jesús "su hora". La temporalidad no era simplemente la asunción de nuestro tiempo, sino que iba a implicar para Jesús el momento absolutamente único de su entrega en las manos del mismo tiempo que iba a cobrar la asunción de su condición humana. A María le aclara: "Mujer, aún no ha llegado mi hora", cuando le pide resolver la situación crítica en la que se encontraban los esposos de Caná. Esa hora de Jesús se inscribe plenamente en la asunción de la temporalidad en la que se realizará la redención.
Ya cercano el momento de su sacrificio, Jesús anuncia la llegada de "su hora": "El Maestro dice: mi hora está cerca; voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos". Era el momento supremo, en el que la historia de la humanidad alcanza su zenit. Así lo dice Juan en su evangelio: "Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo". La "hora" de Jesús implica la manifestación más grande de amor a Dios y a los hombres. Es el punto culminante del amor, en el que no habrá ya posibilidades de imaginarse un amor mayor, pues significa la rendición de Jesús al tiempo, para dejarse ganar por él y con ello alcanzar el rescate de la humanidad entera. No existe amor mayor. El tiempo le sale caro a Jesús. Pero ese precio, para Él, vale la pena pagarlo, pues significa la salvación del hombre. El sacrificio que representaba su entrega, a la vista de su resultado, tenía pleno sentido: "Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado". La salvación de la humanidad valía cualquier sacrificio, pues su amor por ella es eterno e inmutable. No hay un ápice de duda. Lo que importaba era rescatar al hombre de su sombra. Nada podía distraer al haber asumido el tiempo. Las consecuencias eran conocidas y eran asumidas. Importaba el hombre y su salvación, porque a ese hombre se le ama infinitamente. En medio está el Dios que compensa infinitamente y dará la gloria eterna de nuevo: "Mi defensor está cerca, ¿quién pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos, ¿quién me acusará? Que se acerque. Mirad, el Señor Dios me ayuda, ¿quién me condenará?" Jesús se entrega para recibir de nuevo. "Por eso el Padre me ama, porque doy mi vida para de nuevo recibirla". Y no solo la recibe Él. La recibe cada uno de nosotros. Con Él, también nosotros obtenemos nueva vida, la que nunca se acaba, la que está por encima de todo. La que nos hace similares a nuestro Dios, pues trascenderá todos los tiempos y todos los espacios.
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