jueves, 3 de julio de 2014

Ver para creer... Y no ver y aún creer

De alguna manera, Santo Tomás somos todos. Todos ponemos, consciente o inconscientemente, la condición para creer: "Si no lo veo, no lo creo". No es extraño, ni siquiera es malo, que lo hagamos así. Lo malo sería que nuestra fe estuviera condicionada únicamente a eso. Llega un momento en que la evidencia no es posible y tendremos que rendirnos simplemente ante lo que no es evidente, pero que es real, total y absolutamente. Es muy fácil criticar a Santo Tomás porque exigió evidencias. Es muy fácil, desde el sitio de los otros apóstoles que sí lo habían visto, desde la experiencia palpable que habían tenido cuando se les presentó Jesús. Lamentablemente, Jesús lo hizo cuando Tomás no estaba presente. Se perdió aquella evidencia primera que sí habían tenido los otros. Más aún, lo que le dice Jesús a Tomás no es de ninguna manera una condena. "¿Porque has visto has creído? ¡Dichosos los que crean sin haber visto" No declara malo el querer tener la evidencia. Declara malo, en todo caso, el que de ninguna manera se crea. Esa sí sería la tristeza mayor para cualquiera...

Hay quienes tienen evidencias claras. Hay quienes han recibido favores de Dios y han experimentado de manera concreta y práctica su amor. Para ellos no hay problema en creer. Pero, preguntémonos: ¿Es fácil creer para quien sólo vive desavenencias en su vida, para quien la vida ha sido un transitar duro y exigente, para quien las cosas no son nada fácil? Por supuesto que a éstos la fe se les hace más cuesta arriba. Es la necesidad de la experimentación del consuelo, del alivio, como último recurso ante una sarta de dificultades. La fe, en estos casos, se funda sólo en la necesidad de creer en algo y en alguien que está por encima de todo lo que se vive y que es capaz de dar el único consuelo posible, pues los otros de ninguna manera aparecen... Es la fe de quien en vez de querer percibir por los sentidos la realidad espiritual, de querer "tocar" lo trascendente, se deja tocar por ello. Para el que siente la brisa, es suficiente dejarse tocar por ella, dejarse acariciar las sienes con su frescura, dejarse refrescar por el alivio que ella da ante el calor sofocante. No necesita tocarla o verla o guardarla en un cofre, para estar seguro de que ella está allí. Esa es la fe de quien necesita creer...

Santo Tomás es modelo. No debemos verlo sólo "el que no creyó", porque es falso. Tanto creyó que hace una confesión altísima de su convicción al ver a Jesús: "¡Señor mío y Dios mío!" Tan alta es esta confesión de fe que los cristianos, ante el Jesús Sacramentado que se nos hace presente en la Eucaristía, lo confesamos igual en lo íntimo de nuestro corazón. Es Jesús, el que está presente en el Pan y en el Vino, al que reconocemos, como lo hizo Santo Tomás. Es confesión de fe. Real y sentida. Profunda y comprometedora. No es un negarse, sino un afirmarse totalmente en la confianza de que ese es nuestro alimento, nuestro compañero de camino, nuestro alivio y nuestro consuelo en los momentos en los que lo necesitamos...

De Tomás se dice que luego fue misionero en el oriente medio y que murió entregando su vida por la causa del Evangelio. Ya quisiéramos nosotros tener esa fe como la suya que nos lance al mundo,que nos haga gritar el amor de Jesús a todos, que nos convenza a querer hacer partícipes de su salvación a todos los hombres, no sólo a los cercanos, a llegar al extremo de entregarnos por esa causa, derramando felices la sangre por el amor a Cristo... De ninguna manera es criticable Santo Tomás. Al máximo, debemos tener cuidado de no llevar su posición al extremo, de no dejar de creer por falta de evidencias....

En todo caso, las evidencias las tenemos ahí a la mano. El Jesús resucitado que se aparece a los apóstoles es el mismo Dios que sigue haciendo salir el sol para todos, que nos sigue dando el oxígeno para respirar, que nos sigue proveyendo de todo lo necesario para vivir. Es el mismo Dios que hace posible el milagro cotidiano del amor, el de los esposos, el de los padres a los hijos, el de los hijos a los padres, el de los amigos, el de los novios, el amor a los sencillos y humildes... No hay duda de que algo superior produce todo esto. Y de que ese algo superior es Alguien que nos ama infinitamente... Ante tantas evidencias sólo debemos caer de rodillas como Tomás y reconocer a Jesús, diciéndole: ¡Señor mío y Dios mio!"

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