miércoles, 9 de julio de 2014

Elegidos y enviados como ellos

Tendemos a pensar aceleradamente que el grupo de los Apóstoles era un grupo monolítico, de acuerdo en todo, sin complicaciones ni aristas, cortados todos por el mismo molde... Ciertamente en lo que se refiere a su integración al grupo original que convocó Jesús y en el posterior cumplimiento de la misión que les encomendó de llevar el Evangelio a todo el mundo, fueron, podríamos decir, uno solo. Pero en esa misma integración pasaron por un proceso de consolidación en medio de una inmensa diversidad. Cada uno de los nombres de los Apóstoles guarda detrás de sí una persona, con intereses particulares, con pensamientos propios, con discernimientos personales... Incluso con una idea propia de lo que era el Mesías, de lo que había sido anunciado, de lo que esperaba Israel sobre la llegada del Redentor... Los había quienes tenían la idea fija de que el Mesías era el gran liberador poderoso, político, material, que colocaría a Israel por encima de todos los grandes pueblos que lo rodeaban a punta de victorias estruendosas en guerras memorables. Sólo esperaban el momento propicio en que Jesús, su líder, los llamara a la toma de las armas y convocara al gran ejército invencible que humillaría a todos los enemigos...

En ese grupo encontramos a quien es capaz de retar al mismo Jesús desafiándolo a descubrir quién es cada uno, a quien es el más primario en las reacciones, a quien va siendo convencido de la dulzura con la que actúa Dios para establecer su Reino entre los hombres, a quien llega a pensar que ya es el momento de lanzar el grito de guerra, a quien llega a tener tanta confianza en Jesús que le pide caminar como Él sobre las aguas, a quien le reclama porque no hace nada ante el casi hundimiento de la barca en la que van, a quien se convierte en colaborador suyo al solicitar los panes y los peces necesarios para dar de comer a una multitud, a quien quiere destacar y ponerse por encima de los otros miembros del grupo, a quien desprecia a Jesús por su origen nazareno, a quien quiere aprender a orar como lo hacían los discípulos de Juan Bautista, a quien anima a todos a ser valientes e ir con Jesús a Jerusalén a morir con Él, a quien vende a Jesús por treinta monedas de plata, a quien niega a Jesús tres veces ante sus captores por cobardía... A quien se ahorca desconfiando totalmente de su misericordia y de su amor, a quien llora su traición y luego le confiesa por tres veces su amor... A quien se entusiasma con la realidad de la resurrección gloriosa y con ellos abre los ojos del espíritu y comprende claramente de cuál era la liberación de la que hablaba el Redentor y sucumbe gozoso ante la realidad de la Redención gloriosa que alcanzaba Jesús para todos los hombres...

Y encontramos a quienes reciben el Don maravilloso y pascual del Espíritu Santo que los invade plenamente y los hace ya lo que debían ser: el grupo de los que daban el testimonio más precioso de Jesús ante todos los hombres, con gallardía, con valentía, sin aspavientos, con la humildad de ser instrumentos de salvación para todos los hombres, haciéndoles alcanzar el amor y el perdón de Jesús en sus corazones... Con ello, establecían el Reino de Dios entre nosotros, con la maravillosa noticia de que siendo instrumentos dóciles de esa obra redentora nunca faltaría entre nosotros ese amor y esa misericordia, que siempre estarían entre nosotros mientras haya quienes se dejen conquistar y subyugar por ese amor redentor para todos los hombres. Toda la historia, gracias a la convicción de cada uno de los Apóstoles y la posterior conquista de nuevos e ilusionados corazones de hombres y mujeres que dieran testimonio de Jesús, se llegaría al último confín de la tierra. Los Apóstoles, habiendo empezado siendo un conglomerado, terminaron siendo una unidad que estaba completamente concorde en lo que debían hacer: llevar el amor de Jesús a todos los hombres. Y establecer quienes fueran sucesores continuados para que esa obra nunca dejara de llevarse adelante. Eso es cada hombre que es conquistado por el amor de Jesús. Eso somos tú y yo. A Jesús no le preocupa nuestra diversidad. Le interesa nuestra unidad en lo básico. Le interesa que tengamos la experiencia íntima y gozosa de su amor, que su amor sea nuestro más grande tesoro, que queramos compartir ese tesoro con todos los hermanos. Que entendamos que el amor no nos llama a la pasividad, sino que nos llama como a los Apóstoles a la más sublime de las actividades: a anunciar el Reino de Dios, a establecer su justicia entre los hombres, a crear en el mundo un Reino de Dios adelantado con la vivencia del amor, de la paz, de la justicia.... A los "Apóstoles" de hoy el Señor nos hace la invitación: "Siembren justicia y cosecharán misericordia. Roturen un campo, que es tiempo de consultar al Señor, hasta que venga y llueva sobre ustedes la justicia"...

A cada uno de nosotros nos convoca el Señor, como convocó con voz poderosa a cada uno de los Apóstoles, para que seamos activos en el anuncio de su amor. No nos deja por fuera. No somos simples espectadores en la actividad del Evangelio, que es salvación y perdón para todos: "Jesús llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia... Vayan y proclamen que el Reino de los cielos está cerca"... Esos somos también nosotros. A nosotros también nos envía Jesús al mundo, a cada hermano. Tenemos una misión delicada: la misma de Jesús, la misma de los Apóstoles. Es la de anunciar la mayor alegría que podemos vivir, la plenitud del gozo, la salvación eterna y la vivencia inmutable junto al Padre del Amor y de la Misericordia...

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