lunes, 30 de noviembre de 2020

San Andrés: Solo un amado puede sentirse enviado por el amor

 Vengan conmigo y los haré pescadores de hombres

La figura de los apóstoles es una figura ciertamente entusiasmante. Ellos representan para nosotros lo que todos estamos llamados a ser de alguna manera. Todo cristiano es un apóstol elegido por Jesús y enviado por su amor al mundo. Y entre las cosas más atractivas que poseen y que se convierten en riquezas sin duda para la comprensión del desarrollo de nuestra vida cristiana, es su profunda humanidad. No puede ser de otra manera, por supuesto. Entre los integrantes de ese grupo de íntimos que se eligió Jesús para ser sus seguidores, nos encontramos con una tremenda variedad de personalidades, de orígenes, de formaciones, de familias, de intereses, de comprensiones de la vida. En Jesús la motivación fue la de encontrar para que fueran sus seguidores no a grandes personajes eruditos, perfectos conocedores de doctrinas, elocuentes oradores, sino hombres del día a día, quienes convivieran con aquellos a los que iba a transmitir su mensaje de amor. La motivación última de Jesús era el amor. Y en eso puso todo el empeño. Y en esa motivación, por supuesto, estaba establecido que al elegirlos para derramar su amor sobre todos los hombres, también en su corazón hubiera amor inmenso y muy especial por aquellos a los que elegía para ser sus apóstoles. Por eso, es imposible que exista un cristiano que sepa que ha sido convocado por Jesús para ser su apóstol y no reciba con inmensa alegría la llamada, pues ésta es signo inequívoco de un amor similar al que tuvo a los doce primeros. Descubrir en cada apóstol cómo hubo sido su experiencia personal de ese amor se convierte en una tarea ilusionante, pues nos abre la perspectiva de nuestra propia experiencia personal en la vivencia de ese amor de convocatoria.

Hoy nos encontramos con el personaje de Andrés, hermano del Papa San Pedro. La explicación del encuentro de Jesús con ellos es tan vivaz que nos hace pisar las playa del encuentro. Los hermanos están en su faena y se acerca Jesús: "En aquel tiempo, paseando Jesús junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, llamado Pedro, y a Andrés, que estaban echando la red en el mar, pues eran pescadores". Hombres de faena, estaban en sus labores naturales de trabajo. La presencia de Jesús es el de uno que pasa, y para ese momento no tiene absolutamente ninguna trascendencia. Pero por supuesto, Jesús no tiene miras tan cortas. Los sorprende con una propuesta que de ninguna manera se podían esperar: "Les dijo: 'Vengan en pos de mí y los haré pescadores de hombres'". ¿Qué significaba eso? Esa expresión tuvo que haber resultado incomprensible para ellos. Pero más impresionante aún es la reacción que se produce en ellos: "Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron". Cómo se explica esta respuesta inmediata. Casi no ha mediado ningún diálogo y la decisión implica en sí misma un cambio radical de vida. Pasarán de pescadores comunes, a pescadores de hombres. Hay quien afirma que ya Jesús había tenido algunos encuentro previos con estos a los que elegiría y por ello se explica una reacción tan súbita y favorable. En todo caso, de eso no tenemos ninguna constancia. Lo cierto es que surge espontáneo el pensamiento de esa experiencia de amor que vivieron los apóstoles. Es imposible dar una respuesta tan clara y contundente si no se valora por muchísimo más lo que se nos está proponiendo. Y en este caso estamos hablando nada más y nada menos del amor divino. De ese modo, se da también la llamada a la otra pareja de hermanos presentes, Santiago y Juan: "Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre, y los llamó. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron". La respuesta es la misma entusiasmada.

Esa es nuestra experiencia de vida como apóstol. Los apóstoles no hacen otra cosa que ponernos a la vista lo que tiene que ser también nuestra propia experiencia de discípulos de Jesús. También nuestra elección se da por amor a los hermanos, al mundo, al que Jesús quiere salvar. Jesús ama con amor infinito y eterno y por eso elige a cada hombre y mujer para que sea su instrumento. De alguna manera debemos entender que Jesús quiere amar desde nosotros. Pero más allá de esa convicción íntima, también se debe dar la convicción del amor al elegido, a cada hombre y mujer que Jesús hace su apóstol. Si ama al mundo y al hombre y por eso quiere salvarlo, cada apóstol debe saber que es elegido también porque se le ama profundamente. De nuevo hay que insistir que no tiene sentido saberse enviado por el amor si antes no se tiene la experiencia personal de ese amor por uno. El apóstol sabe bien que en ese orden de salvación pasa a ser de los primeros. Solo los salvados pueden colaborar a la salvación de sus hermanos. Solo quien se sabe profundamente amado sabe que podrá ser buen instrumento del amor en el mundo. Por ello, necesitamos contemplar cada vez mejor y profundamente la figura de los apóstoles para convencernos de lo que nosotros mismos debemos ser. Hombres y mujeres del amor, que han surgido del amor, que son convocados desde el amor, que deben tener la experiencia del amor en sus vidas, para poder ser los mejores instrumentos posibles de ese amor para los hermanos.

domingo, 29 de noviembre de 2020

La felicidad final y plena que vamos construyendo

 Velad, no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos - ReL

En el camino hacia nuestra plenitud final es necesario que en cada hombre y mujer, consciente y habiendo asumido la propia realidad de una vida que surge amorosamente del Dios eterno y poderoso, en la cual, además se da la recepción de la ingente cantidad de beneficios que nos son don donados, se dé una claridad luminosa que nos ponga en contraste con lo que podríamos asumir erradamente si llegara a faltar esta conciencia extra a asumir. Teniendo claro el origen de cada hombre, del mundo y de la historia, quien se haga verdaderamente propietario de pensamientos superiores, logrará que el desarrollo de la propia vida adquiera un viso más elevado. En primer lugar, se debe asumir que en el origen de todo está el amor y el poder de Dios. Esto, en general, es bastante bien asumido, aunque evidentemente siempre surgirán las voces discordantes que se opongan a esta a veces contundente realidad. Y aún así, en un momento crucial de la vida de muchos, así nos lo demuestra la vida de tantos, necesitan sucumbir a una verdad a la que se negaban por simple intelectualismo o conveniencia personal. La vida, al final, nos pone ante la disyuntiva de su propia existencia e incluso de su misma razón de ser. Para todo hombre el absurdo mayor es el absurdo de la vida que no tiene una perspectiva superior y que no apunta a algo grandioso, como es la natural expectativa para el que la vive y el que espera de ella una cierta apoteosis final. Con el desconocimiento lógico sobre qué será aquello que sucederá, surge siempre una esperanza que, aunque incluso no sea motivada por la fe, sí llena de una sensación de serenidad, pues se concluye que la vida no es un absurdo que termina en la nada. Algo existe al final que llena de una bella expectativa. Y es este el segundo detalle. El hombre ha sido donado no solo de esa vida y de ese amor, sino que ha sido hecho responsable de sí mismo. Existe la tentación de dejar toda la responsabilidad en las manos de Dios, que así sería el único que debería actuar para seguir adelante como el Señor único de la historia. Para muchos esa sería la solución de todos los problemas de la humanidad: "Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre desde siempre es 'nuestro Libertador'. ¿Por qué nos extravías, Señor, de tus caminos, y endureces nuestro corazón para que no te tema? Vuélvete, por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses! En tu presencia se estremecerían las montañas". Dios por supuesto, podría hacerlo. Nada se lo impide. Pero en aquella decisión inicial y que mantiene y mantendrá hasta el fin, no quiere hacerlo solo: "Nadie invocaba tu nombre, nadie salía del letargo para adherirse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos entregabas al poder de nuestra culpa. Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero: todos somos obra de tu mano". Confiando en nosotros, se mantiene a nuestro lado, pero mantiene también su deseo de que actuemos como sus socios.

Esa profunda convicción personal, fundada en el amor y la confianza en Dios será la que logrará que el desarrollo de la vida tenga un viso diverso al del solo dolor o del sufrimiento. No es algo mágico que podríamos esperar. Dios es el Dios del amor y de la providencia, no de la magia. Y no lo es por la sencilla razón de que su motor último es su amor y su bondad hacia nosotros, en la convicción de que no serán las maravillas que pueda hacer las que nos conquistarán, sino las experiencias reales de amor y salvación, que serán las que prevalecerán. La magia pasa. El amor y la salvación no. Y nunca pasarán, aunque se encuentren en medio de grandes momentos de desasosiego. El amor está también por encima del desasosiego: "A ustedes gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo. Doy gracias a mi Dios continuamente por ustedes, por la gracia de Dios que se les ha dado en Cristo Jesús; pues en él han sido enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia; porque en ustedes se ha probado el testimonio de Cristo, de modo que no carecen de ningún don gratuito, mientras aguardan la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él los mantendrá firmes hasta el final, para que sean irreprensibles el día de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es Dios, el cual los llamó a la comunión con su Hijo, Jesucristo nuestro Señor". En ese camino de la vida, por supuesto que cada uno tiene una parte fundamental, y si no la desarrolla correctamente, aquella seducción final y absolutamente satisfactoria que deberá producir en cada uno ese amor asegurado de Dios, podría quedar totalmente frustrado, dando al traste con la belleza segura que tenemos ya prometida para el final del tiempo. Por ello, en medio de la convicción total del amor de Dios por nosotros, nuestra mirada y nuestra experiencia personal tiene que ir dando paso cada vez más sólidamente a esa convicción de amor, aunque en algún momento sintamos que nuestra fuerza pueda estar sucumbiendo.

No se trata entonces de que llevemos adelante nuestra vida solo como una sucesión de momentos que se van sustituyendo uno a otro, viviendo el día sin una mayor trascendencia. En medio de todas las aventuras hermosas que nos puede ofrecer cada segundo, podemos lograr que los visos que vaya adquiriendo nuestra vida sean luminosos, llenos de sentido, marcados por una esperanza. Pero que sean cosas que no se confundan con irrealidades tontas o vanas, de las que podrían incluso mofarse muchos que desprecian una realidad superior. Será más bien la vida de quien busca dar el mayor sentido. En medio de esa normalidad cotidiana estará la preocupación real por cumplir la voluntad de amor de Dios, por hacerse mejor, por hacer mejor la vida de los demás, por lograr un mundo que de verdad sirva a todos. Y hacerlos felices porque es lo que realmente llena el espíritu. Y porque apunta a lo más importante, que es a la búsqueda de aquella plenitud prometida y que nos espera: "Estén atentos, vigilen: pues no saben cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velen entonces, pues no saben cuándo vendrá el señor de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y los encuentre dormidos. Lo que les digo a ustedes, lo digo a todos: ¡Velen!" Jesús nos insiste porque nos ama. Y porque toda su obra tendrá su culminación en aquella plenitud gloriosa final que nos espera, si nos hacemos cada vez más sólidos en ese espera, activamente.

sábado, 28 de noviembre de 2020

Dios nos da el derecho a los gozos lícitos

 Carmelitas Descalzos Provincia Ibérica - Evangelio dominical

En el tiempo final se dilucidará todo nuestro futuro. Habiendo tenido los atisbos que Dios mismo ha permitido para el desarrollo de la vida que nos ha regalado, haciendo de nuestra existencia una realidad maravillosa inimaginable pues es surgida de su bondad esencial, permitiendo la experiencia más entrañable que podemos tener, como es la de la certeza de su amor por encima de todo, a lo que hay que añadir toda la cantidad de donaciones de bienestar providenciales para procurar para nosotros la mejor de las vidas, ha hecho que la infinidad de momentos vitales que hayamos tenido se sumen, con conciencia y objetividad, a todo lo bueno que tenemos. No hay duda de que en esa historia ha convivido también el mal, que en muchas ocasiones se ha cebado contra el hombre y contra esa felicidad de base que quiere Dios que vivamos. La voluntad divina es que todos seamos felices y avancemos con cada vez mayor solidez en esa experiencia de amor y felicidad continuas. Pero también es cierto que Dios, habiendo creado al hombre con su propia cualidad de libertad suprema, ha debido ser respetuoso de esa donación suya. Estrictamente hablando nada le hubiera impedido ni le impide a Dios actuar para "imponer" el bien. Él es el Dios que todo lo puede, el todopoderoso, en manos de quien está todo lo que existe. Pero es teológicamente repugnante pensar en ese Dios que habiendo creado al hombre con su misma capacidad divina de ser libre, decida en un momento absurdamente desechar de su mente y de su corazón uno de esos regalos más grandiosos y preciados surgido de su amor paternal. Dios ha asumido perfectamente lo que ha creado y con fidelidad extrema lo sigue llevando adelante según su plan de amor. Y es por ello que la vida de los hombres se presenta tan atractiva. No somos el producto de un acaso fortuito que se le "escapó" a Dios. No. Somos el fruto de un diseño perfectamente pensado y diseñado desde la eternidad. Y no solo eso, sino que somos parte importante de que ese diseño se lleve adelante en los mismos términos del amor, de la fraternidad, de la solidaridad, de la procura de un mundo mejor para nosotros mismos y para todos los demás. Él ha contado con nosotros y jamás dejará de contar con nosotros.

Dentro de todo este proceso de avance de la historia hasta el final, siendo Dios el Señor de ella, ha dejado en manos de los hombres la responsabilidad de "someter el mundo y dominarlo". No entendiendo esta cesión como una especia de renuncia suya a ser lo que es. Él es el Creador, el sustentador, el providente. Su voluntad es inmutable. Nada hay que no esté bajo su mando. Es más bien una manifestación inequívoca de su amor por su criatura, el hombre. Siendo el hombre producto solo de ese movimiento inmenso de amor, lo ha favorecido más de lo imaginable, pues el dueño de todo ha hecho dueño de todo también al hombre, en una clara manifestación de ese amor y también en la demostración del respeto a su criatura y a la propia capacidad que Él le ha regalado. Creó al hombre por amor, lo puso en el centro de todo, le regaló todos los beneficios, lo hizo hermano de todo hombre y mujer de la historia, y a eso añadió la voluntad de respetar con reverencia lo que Él mismo había hecho de ser capaz el hombre. Nunca se ha opuesto ni se opondrá jamás a lo que el hombre decida, pues el respeto a lo que creó está por encima de todo. Es por ello que todos los regalos que recibe del corazón amoroso de Dios, el hombre tiene el derecho absoluto de disfrutarlos, haciéndolos suyos. Y de vivirlos además en una fraternidad que seguramente hace que esos regalos se hagan más sentidos y entrañables para todos: "El ángel del Señor me mostró a mí, Juan, un río de agua de vida, reluciente como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de su plaza, a un lado y otro del río, hay un árbol de vida que da doce frutos, uno cada mes. Y las hojas del árbol sirven para la curación de las naciones. Y no habrá maldición alguna. Y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le darán culto. Y verán su rostro, y su nombre está sobre sus frentes. Y ya no habrá más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos. Y me dijo: 'Estas son palabras fieles y veraces; el Señor, Dios de los espíritus de los profetas, ha enviado su ángel para mostrar a sus siervos lo que tiene que suceder pronto. Mira, yo vengo pronto. Bienaventurado el que guarda las palabras proféticas de este libro". Al final, ese tiempo de armonía total que haya ido logrando el hombre con su acción en las manos de Dios, tendrá su total recompensa.

En el ínterin, la historia seguirá adelante en su curso. La vida seguirá ofreciendo a cada hombre todos los beneficios que querrá seguir derramando. Nada hay que Dios habrá puesto en las manos de todos que no resulte en algo que lo beneficie, aunque se dificulte en algún momento identificarlo justamente. El Dios de bondad no dejará de derramar su amor y su poder favorecedor sobre todos. Podríamos decir que en medio de todo, Dios es también un Dios "lúdico", pues lo dispone todo para la felicidad del hombre. Por ello no es de sorprender que en medio de todas las dificultades y vicisitudes contrarias que puedan sobrevenir a la persona concreta en el desarrollo de su vida cotidiana, se den también con toda naturalidad los momentos de sosiego y de serenidad interior que lo ayudarán a tener una vida cada vez más bella. Dios nos ha dado el derecho no solo a vivir, a ser amados por Él, a ser bendecidos con el amor hacia los demás y con el de ellos hacia nosotros. Nos ha dado también el derecho de aceptar todos esos bienes en lo íntimo de nuestras vidas para que los hagamos lo más nuestro que existe, pues han sido regalos de su amor. No se puede caer en la mojigatería que muchos pretenden obligar, haciendo creer que podría llegar a ser malo, e incluso contraproducente para nuestra experiencia de hijos amados de Dios, y que por ello la vida debe ser una sucesión de rechazos de razones para ser felices. De entre las cosas que Dios más aprecia en nosotros es de que seamos capaces de vivir con gozo y espontaneidad las alegrías que lícitamente quiere Dios que tengamos. Al fin y al cabo son regalos suyos y los ha puesto en nuestras manos para que nos hagan felices, por encima de todo. No existe nada más satisfactorio para la persona humana que saber que cuenta a su alrededor con gente que ha sido puesta en sus manos como responsabilidad. Que entre ellos están sus seres más queridos, a los cuales debe buscar favorecer siempre por encima de todo. Que tiene a su lado hombres y mujeres con los cuales puede convivir, intercambiar, a los cuales puede procurarles los mejores bienes. Un buen grupo de amigos con los cuales vivir ese amor de amistad que es reflejo del amor de Dios y del cual se hace transparencia. Un buen momento de solaz, de baile, de conversación, de disfrute. Otros grupos con los cuales intercambiar sin aspavientos, sino solo con el gozo de estar juntos y pasarla bien. Dios quiere también eso de nosotros. Que tengamos una unión íntima también con los hermanos en los que Él se encuentra y en los que nos confirma que está su propia presencia, más particularmente cuando son hermanos que sufren necesidades y dolores por la falta de esa mano amiga que es la nuestra que se le debe acercar. Todos esos son hechos que describen nuestra vida y no la pueden dejar indiferente. Es por ello que, siempre y por encima de todo debemos valorar el hacer las cosas como deben ser hechas, para no echar por la borda este deseo radical del amor de Dios. Vivir esa alegría, regalo de Dios, no puede hacernos centrar solo en nosotros y en nuestro beneficios egoístas. Jesús nos llama a vivir una actitud de responsabilidad razonable: "Tengan cuidado de ustedes, no sea que se emboten sus corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se les eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estén, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que puedan escapar de todo lo que está por suceder y mantenerse en pie ante el Hijo del hombre". Siendo la vida tan bella, y pudiendo llevarla adelante transidos del amor y de la fraternidad, sería muy triste que al final, toda esa alegría la hayamos podido poner en riesgo.

jueves, 26 de noviembre de 2020

Solo quedará el idioma del amor eterno

 el blog del padre eduardo: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras  no pasarán

La historia humana es un entramado de experiencias divinas y humanas. Desde que Dios tomó la decisión de añadir a su absoluta trascendencia, a su eternidad natural y a su poder infinito, lo inmanente, lo pasajero, lo que no existía, comenzó para Él mismo un situación que no es que lo haya visto asombrarse pues Él es el dueño de todo, pero sí de tener que asumir para actuar de acuerdo a ese nuevo designio de amor que se sumaba a la eternidad de su amor. En cierto modo, para Dios fue una ocasión hacia fuera, sin tener la obligación de hacerlo, de dar nuevas muestras de que efectivamente es un Dios que ama, que su eternidad única absolutamente satisfactoria para Él, que su poder omnímodo, no eran cualidades que terminaban en sí mismo, sino que por ser el Dios que lo puede todo y que lo tiene todo en sus manos, en aras del bien de su criatura era capaz de dar ese nuevo paso hacia fuera de sí que no lo enriquecía a Él, sino a los suyos, a los que había regalado el poder de existir. Y por el otro lado, en esa historia de amor eterno se encuentro el mismo hombre, beneficiario de todas esas acciones novedosas del amor divino, pero que al fin y al cabo resultaron en la más grande de las riquezas que podía recibir el hombre, totalmente inconsciente de esa inmensa cantidad de beneficios. Radicalmente la existencia del hombre no es en absoluto necesaria. No nos engañemos pensando que en algún momento el que estemos en el mundo sea una condición de necesidad. Somos seres totalmente contingentes. Podemos estar o no estar. Si no estamos nosotros, estarán otros. Nuestras cualidades las tienen todo hombre y toda mujer de la historia. Una pretendida exclusividad no existe. Pero, aun siendo esta una verdad que puede parecernos brutal, sí tenemos una razón última de existir que hace totalmente válida el que nuestra vida tenga sentido y nos haga entender que vale la pena el que existamos. Solo que esa conclusión debe basarse no en razones de orgullo o vanidad personal, sino que debe estar basada en el amor de Dios. Nuestra existencia es un deseo expreso, clarísimo, explícito de Dios. Sin necesitarnos, desde que existimos, es como si hubiera decidido necesitarnos. Por existir nosotros, el amor de Dios pasó de ser solo íntimo, en su esencia vital, a ser de todos los suyos, nosotros, sus criaturas predilectas.

Es por ello que en ese entramado histórico tan hermoso que nos regala Dios que vivamos, nos encontramos en todo momento de la historia con la seguridad de que las cosas no se dan sin una perspectiva de felicidad y de plenitud que jamás pueden desaparecer. Siendo la historia una construcción que el mismo Dios ha querido que sea hecha de la mano del hombre al que Él mismo ha capacitado, haciéndolo digno incluso de ser similar a Él como constructor de la historia, en cierto modo casi señor de la historia junto a Él, en todo momento el hombre deberá asumir todas sus prerrogativas. Evidentemente esta historia no será nunca unívoca, en el sentido de que se dará en una sola línea de acción o de intereses. Entran en juego una inmensa cantidad de posibilidades, como lo asegura la inmensa cantidad de cuerpos y mentes de cada persona humana. Unos responderán con mayor capacidad, otros con menos. Unos asumirán muy bien su compromiso personal, otros con menos. Unos vivirán un mejor empeño por lograr una historia personal y social mejor en la presencia de Dios, otros se desentenderán de la historia de sus hermanos. Unos vivirán su empeño solidario y fraterno con alegría e ilusión, otros pensarán solo en su propia conveniencia sin cuidarse de más nadie. Es lo que tiene como riesgo el que Dios nos haya creado donándonos sus cualidades, en particular la de la libertad que será siempre arma de doble filo. En esa doble línea se desarrollará siempre la historia. Nunca se saldrá de ahí, pues la misma existencia actual ya es así y siempre ha sido y será así. Pero el final vendrá y será lo definitivo: "Yo, Juan, vi un ángel que bajaba del cielo con la llave del abismo y una cadena grande en la mano. Sujetó al dragón, la antigua serpiente, o sea, el Diablo o Satanás, y lo encadenó por mil años; lo arrojó al abismo, echó la llave y puso un sello encima, para que no extravíe a las naciones antes que se cumplan los mil años. Después tiene que ser desatado por un poco de tiempo. Vi unos tronos y se sentaron sobre ellos, y se les dio el poder de juzgar; vi también las almas de los decapitados por el testimonio de Jesús y la palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen y no habían recibido su marca en la frente ni en la mano. Estos volvieron a la vida y reinaron con Cristo mil años. Vi un trono blanco y grande, y al que estaba sentado en él. De su presencia huyeron cielo y tierra, y no dejaron rastro. Vi a los muertos, pequeños y grandes, de pie ante el trono. Se abrieron los libros y se abrió otro libro, el de la vida. Los muertos fueron juzgados según sus obras, escritas en los libros. El mar devolvió a sus muertos, Muerte y Abismo devolvieron a sus muertos, y todos fueron juzgados según sus obras. Después, Muerte y Abismo fueron arrojados al lago de fuego —el lago de fuego es la muerte segunda—. Y si alguien no estaba escrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego. Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo". Es la preparación de aquel final grandioso que nos corresponderá vivir a todos. Y hacia el que debemos encaminarnos con ilusión, por encima de toda vivencia de dolor o sufrimiento o de expectativas añorantes, por encima de cualquier esperanza, pues no hay un camino diverso y de mayor gozo y plenitud.

Será la apoteosis divina, pues la historia llegará al final diseñado por el mismo Creador. Pero será también la apoteosis del hombre, pues desde que Dios mismo lo decidió, esa es también nuestra historia. Dios no nos ha creado para lanzarnos al vacío. Nos creó con la idea expresa de ese final feliz y pleno para todos. Y está claro que nunca dejará de hacer lo que desde aquella eternidad feliz pensó para nosotros. Nuestra fortuna está en que somos las criaturas mas favorecidas de todas, pues no teniendo por qué haber existido, pues ninguna razón lógica puede esgrimirse delante del Dios que tiene la historia en sus manos, hemos sido marcados en el amor eterno, que es el que justifica absolutamente todo movimiento de Dios, sin ni siquiera ningún merecimiento nuestro, sino solo el de ser infinitamente amados. Y en ese entramado que es nuestra historia humana, marcada por el amor y por nuestra libertad, en medio de todas las experiencias que hallamos podido tener, en medio de grandes logros humanos, de grandes pasos en favor de cada persona humana, y en medio de tantos dolores que nos hemos infligido nosotros mismos, en medio de las debacles humanas y naturales, en medio de la inconsciencia de tantos que han preferido dañar a sus hermanos, sigue estando la determinación de Dios de que nuestro fin sea el más feliz que Él tiene en su mente. Somos llamados a la plenitud. Y esa plenitud solo se dará en la experiencia definitiva e irrevocable del amor. Y lo hermoso es que no será una experiencia individual, pues ese amor excluyente es una negación de lo que es el verdadero amor. Por no excluir, el amor de Dios se hizo humanidad. Y así lo quiere para nosotros, y para que sea vivido eternamente: "En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos una parábola: 'Fíjense en la higuera y en todos los demás árboles: cuando ustedes ven que ya echan brotes, conocen por ustedes mismos que ya está llegando el verano. Igualmente ustedes, cuando vean que suceden estas cosas, sepan que está cerca el reino de Dios. En verdad les digo que no pasará esta generación sin que todo suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán". Ya el tiempo de los brotes está aquí. Y esos frutos son los que daremos nosotros mismos, definitivamente en la presencia de Jesús, que es nuestro Sembrador. No faltará el gozo del disfrute. De echar mano de eso sabores, colores y alegrías que nos tiene el Señor preparados para todos.

La guerra no podrá más que la paz

 EVANGELIO DEL DÍA: Lc 21,20-28: Levantaos, alzad la cabeza; se acerca  vuestra liberación. | Cursillos de Cristiandad - Diócesis de Cartagena -  Murcia

Una de las lacras más terribles que hemos vivido los hombres en nuestra larga historia es la de la guerra. El enfrentamiento entre hermanos, creados originalmente en unidad, en solidaridad, en fraternidad esencial y natural, hace que se trastoque todo un orden añorado por Dios, establecido en el mejor sentido positivo desde su amor, pues es el beneficio que quiere que cada uno de nosotros tenga y disfrute. El objetivo de Dios al colocar al hombre en el centro de todo lo creado fue que todo estuviera en las manos de su criatura, sondeado todo por su manifestación de amor eterno e infinito, y que fuera ese estilo natural de vida que se tuviera para siempre. En ese diseño de amor eterno e inmutable Dios quiso congraciarse aún más con el hombre, concediéndole prerrogativas superiores a las de una simple criatura inferior. No solo le dio vida, lo llenó de su amor, puso en sus manos todos los beneficios posibles, sino que lo hizo similar a Él. Aquella decisión inicial del Padre: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza", añadió una perspectiva de simplemente creación a una de elevación total que no tenía naturalmente que darse en el origen. Pero así actuó el amor. Y a aquel amor de origen, Dios añadió el amor de capacitación y en cierto modo de asimilación a sí. De esta manera, al hombre, colocado en el centro de todo, no solo lo favoreció en absolutamente todo, sino que lo hizo alguien como Él. Evidentemente, en esta acción divina, el Señor tenía total claridad del "riesgo" que corría, pues dándole al hombre sus propias capacidades, haciéndolo similar a Él, lo hacía también introducirse en un campo en el que el hombre era absolutamente neófito. Si no mantenía en sí mismo esa unidad esencial con Dios, respetando su absoluta superioridad, dejándose amar plenamente, echando mano de todos los beneficios que ya tenía por donación, y decidía emprender caminos diversos a los que estaban pautados para su felicidad plena, ponía en riesgo todo lo que Dios le había regalado. La capacidad de discernimiento y de acción que  recibió el hombre de Dios se marcó con la rebeldía ante el Creador, haciendo que todo el entorno de paz y armonía que surgió inicialmente, fuera asumiendo rasgos indeseables, incluso para el mismo hombre que empezó a llenarse de desasosiego, de tristeza, de ansiedades, de añoranzas que no existían. Ciertamente todo esto entraba entre sus posibilidades, pues el hombre era un hombre libre. Lamentablemente esa libertad devino en esclavitud, al perder aquella raíz de bondad que era absoluta. El hombre, de absolutamente libre, pasó a ser absolutamente esclavo de sí mismo y de sus pasiones.

La historia ha quedado marcada por esto. El hombre pasó de ser hermano, a ser adversario. Se vivió desde el principio el enfrentamiento que surgió espontáneo al dejar a Dios a un lado. Incluso, en nuestros padres Adán y Eva, se dio una transformación inusitada. De "Esta es carne de mi carne y hueso de mis huesos", pasó a ser "Esa que me diste por compañera", en una especie de desprecio del regalo de amor que Yhavé había hecho a los hombres. Caín asesina a su hermano Abel por simples desavenencias y celos y llega al extremo de desentenderse de él incluso delante de Dios: "¿Qué tengo yo que ver con mi hermano?". Evidentemente el veneno de la muerte inoculó gravemente a la humanidad. Y ha mantenido su efecto pernicioso durante toda la historia. Los grandes enfrentamientos, nada nuevos en toda la historia, casi desde el inicio de la existencia del hombre han estado presentes haciendo el daño natural que se espera cuando el hombre permite que sean sus egoísmos, sus conveniencias, sus solos intereses personales o grupales los que imperen. El caldo de cultivo ideal para el enfrentamiento entre hermanos es un empeño en erigirse como únicos, como los que dominen, como los que lo controlen todo, como los que se sienten con derecho a dañar y pisotear al hermano, en una clara negación de una esencia natural original de fraternidad y solidaridad común, basada principalmente en el deseo de unidad de Dios y en el amor que Él mismo ha impreso en el ser del hombre. El desprecio de esa realidad fundamental es la raíz del mal. Por ello la guerra es un acontecimiento letal, pero que tiene que ver con el uso radicalmente equivocado de aquella condición humana de libertad que ha debido desembocar en algo muy bueno, y no lo hizo por causa del egoísmo que lo trastocó todo. Muchos hombres se han puesto en el camino de la búsqueda de la paz necesaria. Y la han logrado en medio de muchísimas luchas y dolores. Sobre todo los últimos Papas de la Iglesia han emprendido campañas muy significativas tratando de convencer a los hombres de esa necesidad de alcanzar la concordia, basados en argumentos de justicia, de fraternidad, de solidaridad, de orden social. Esa conciencia ha servido para que muchos que habían sucumbido a la sed de la guerra se centraran mejor en sí mismos y en los valores de la paz y llegaran a pensar que un camino distinto sí era posible. No es que no haya habido oposición a la guerra. Lo que ha habido es haberse sentido apabullados por su fuerza contundente. Pero es necesaria la reacción, y se está dando: "Yo, Juan, vi un ángel que bajaba del cielo con gran autoridad, y la tierra se deslumbró con su resplandor. Y gritó con fuerte voz: 'Cayó, cayó la gran Babilonia. Y se ha convertido en morada de demonios, en guarida de todo espíritu inmundo, en guarida de todo pájaro inmundo y abominable. Un ángel vigoroso levantó una piedra grande como una rueda de molino y la precipitó al mar diciendo: 'Así, con este ímpetu será precipitada Babilonia, la gran ciudad, y no quedará rastro de ella. No se escuchará más en ti la voz de citaristas ni músicos, de flautas y trompetas. No habrá más en ti artífices de ningún arte; y ya no se escuchará en ti el ruido del molino; ni brillará más en ti luz de lámpara; ni se escuchará más en ti la voz del novio y de la novia, porque tus mercaderes eran los magnates de la tierra y con tus brujerías embaucaste a todas las naciones'. Después de esto oí en el cielo como el vocerío de una gran muchedumbre, que decía: 'Aleluya. La salvación, la gloria y el poder son de nuestro Dios, porque sus juicios son verdaderos y justos. Él ha condenado a la gran prostituta que corrompía la tierra con sus fornicaciones, y ha vengado en ella la sangre de sus siervos'. Y por segunda vez dijeron: '¡Aleluya!' Y el humo de su incendio sube por los siglos de los siglos. Y me dijo: 'Escribe: 'Bienaventurados los invitados al banquete de bodas del Cordero'". El triunfo final no será el de la muerte ni el de la guerra. Todos los que se hayan alineado equivocadamente en esa línea quedarán confundidos y excluidos. El triunfo es el del Cordero, el Salvador, el Señor. Y con Él triunfarán todos los pacíficos.

Por supuesto que este triunfo final del Señor será total. No puede ser vencido jamás quien tiene todo el poder y es la razón de la existencia de todo. Pero en el ofuscamiento total de los malos, guardarán una esperanza absurda de poder dominar a quien tiene todo el poder. Y en esa intención harán mucho daño, pues aquellos que les sirvan se erigirán en soldados poderosos y llenarán la tierra de su maldad y de su destrucción por largo tiempo. Los hombres en la historia hemos vivido las grandes deflagraciones que nos han asolado, con las gravísimas consecuencias de millones de hombres y mujeres que han sido víctimas del odio inhumano de la guerra. Las destrucciones masivas de poblaciones han sido inmensamente dolorosas. Ha sido impresionante la capacidad de mal que producimos cuando nos dejamos dominar por nuestro egoísmo. Pero así mismo también hemos asistido a las demostraciones grandiosas de la capacidad de bien que ha sido manifestada. El hombre, no lo puede negar, ha sido hecho para el bien. Y aunque se deje robar por el mal, su raíz nunca dejará de ser buena. Solo se contaminará con el empeño del pecado que es obstinado. A esa lucha final se refiere Jesús. Y nos alerta, pues el tiempo final, teniendo la connotación de la bondad y la plenitud que tendrá sin duda alguna, será tiempo de exigencia en el que a los alineados con el bien se les pedirá el mayor de los esfuerzos que jamás podrán haber asumido antes. Será tiempo duro, pero que debe estar marcado por la esperanza. En medio del fragor deberá brillar el amor. En medio del dolor deberá brillar la entrega a Jesús. En medio de la angustia deberá brillar la luz de la serenidad. En medio de la oscuridad deberá brillar la luminosidad del futuro feliz y de plenitud: "Cuando ustedes vean a Jerusalén sitiada por ejércitos, sepan que entonces está cerca su destrucción. Entonces los que estén en Judea, que huyan a los montes; los que estén en medio de Jerusalén, que se alejen; los que estén en los campos, que no entren en ella; porque estos son 'días de venganza' para que se cumpla todo lo que está escrito. ¡Ay de las que estén encintas o criando en aquellos días! Porque habrá una gran calamidad en esta tierra y un castigo para este pueblo. 'Caerán a filo de espada', los llevarán cautivos 'a todas las naciones', y 'Jerusalén será pisoteada por gentiles', hasta que alcancen su plenitud los tiempos de los gentiles. Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje, desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo serán sacudidas. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, levántense, alcen la cabeza; se acerca su liberación". Es ya el momento final. El de nuestro triunfo. Y será el de la derrota total de los malos, que quedarán totalmente excluidos de aquella paz que se ganará. Tuvieron su oportunidad y no la aprovecharon. Y con ellos habrán arrastrado a muchos. Pero no podrán impedir que la plenitud del gozo para la humanidad se haga una total realidad, pues es el fin que Dios ha diseñado para el hombre. Y que será para siempre, porque nos ama infinitamente.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Nuestra vida hoy nos prepara para la apoteosis de Dios y la nuestra con Él

 Perseverancia

La expectativa del final de los tiempos para muchos es abrumadora. El hecho de que no podamos dominar totalmente ese tiempo de manera material, ni de modo intelectual y mucho menos ni siquiera de modo espiritual, nos crea un desasosiego totalmente desequilibrante. Estamos demasiado acostumbrados a tener el control de todo, a llevarlo todo al milímetro, a planificar de tal modo que no podemos dejar nada al acaso. Somos los hijos de Dios, el que nos ha hecho capaces de todo, dándonos sus mismas cualidades, capacitándonos con sus mismas características esenciales. Siendo regalos de su amor, al fin y al cabo las poseemos, y creemos que por ello, con esas capacidades nos ha dejado también la posibilidad de ser idénticos a Él, por lo cual deberíamos entonces poder disfrutar naturalmente del apercibimiento automático de todo lo que está a nuestro alcance y que nos ha venido solo por un movimiento de su amor. Nos falta, en este caso específico, enriquecer nuestra percepción, evitando totalmente que se empobrezca, dejando que esa realidad en la que nuestra mente y nuestro corazón se abran a una percepción superior que no por ser diversa de la que asumimos con total naturalidad de nuestra esencia, llega a ser mala o destructiva. Al contrario, en ese esfuerzo de entendimiento y de asunción serena lograremos enfrentar con algo de éxito esa sensación de ser abrumados por lo que no conocemos y por lo que viene. La comprensión de la vivencia de esta experiencia personal que podemos vivir es absolutamente normal. Nadie debe sentirse extraño a eso. Pero lo que sí debe ser siempre evitado es que esa percepción se quede como la única, dañe una perspectiva nueva que puede ser muy enriquecedora y nos encierre en un pesimismo dañino en el que el único final que se pueda esperar sea el dolor, la desesperanza, la tristeza. No es eso lo que Dios quiere para ninguno de nosotros. La lucha en el tiempo en la que estamos sumidos, es nuestra absoluta certeza, es la lucha de Dios contra el mal que subyace y estará siempre presente, pues el mal habiendo sido vencido, no se ha quedado solo con el sabor amargo de su derrota, sino que intentará por todos los medios, conquistando a los menos preparados, a obtener victorias que ya no le corresponderán.

El misterio de la fe, habiendo sido revelado en los elementos básicos y más importantes para nosotros, dejándonos percibir una realidad que nos supera infinitamente, asumiendo todo lo que en nuestra esencia humana correspondía que asumiéramos como verdades absolutas, no solo en el sentido de la unión con Dios, básico y fundamental para nuestra comprensión de la vida cotidiana, sino también en todo lo que nos correspondía en la construcción de nuestra propia vida, la de los hermanos y el bienestar del mundo en general para todos, siempre ha tenido un componente de "ocultamiento" que en cierto modo es necesario respetar, pues es el ámbito natural de Dios. Él se dio a conocer, nos reveló su amor, nos dejó clara su intención de hacernos felices siempre y por encima de todo. Pero también en sí mismo sigue siendo Dios, el oculto, el misterioso, el que que guarda su esencia con celo de sí mismo. Llegaremos a conocerlo totalmente. Nos lo afirma con confianza San Pablo: "Ahora vemos como en un espejo. Pero entonces veremos cara a cara". Nuestra actitud deberá ser la de la espera respetuosa, confiada, sabiendo que no nos puede engañar quien nos ha demostrado tanto amor. Por eso, ante esas perspectivas agoreras de destrucción y de dolor no podemos dejar lugar solo al desasosiego, sino, dando pie a nuestra fe y a nuestra esperanza, debemos dejar a Dios que siga haciendo su parte, pues hasta ahora la ha hecho muy bien, y así la seguirá haciendo. En este mundo tan atractivo que nos ha regalado Dios, en medio sin duda, de todas las dificultades que seguramente nos ha tocado asumir, sabiendo que por estar en nuestras manos la responsabilidad, tenemos la tarea de erigirnos en buenos actores que construyan con la fuerza divina ese mundo mejor que tendrá su culminación y su momento glorioso al final de los tiempos, nuestra convicción más firme debe ser que Dios sigue siendo el Señor de la historia y de que el final, por estar en sus manos, se yerguirá en la apoteosis de su triunfo de amor: "Yo, Juan, vi en el cielo otro signo, grande y maravilloso: Siete ángeles que llevaban siete plagas, las últimas, pues con ellas se consuma la ira de Dios. Vi una especie de mar de vidrio mezclado con fuego; los vencedores de la bestia, de su imagen y del número de su nombre estaban de pie sobre el mar cristalino; tenían en la mano las cítaras de Dios. Y cantan el cántico de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero, diciendo: 'Grandes y admirables son tus obras, Señor, Dios omnipotente; justos y verdaderos tus caminos, rey de los pueblos. ¿Quién no temerá y no dará gloria a tu nombre? Porque vendrán todas las naciones y se postrarán ante ti, porque tú solo eres santo y tus justas sentencias han quedado manifiestas". Es ese triunfo que nos asegura Dios que se dará al final, habiendo ya sucedido la victoria total sobre el mal, en el que el demonio ya quedará completamente aplastado, y en el que cada hombre y mujer de la historia que se hayan alineado a favor del bien y el de sus hermanos, entendiendo que ese mundo había sido puesto en sus manos, hacen que la entrada triunfal de Dios sea ya el final, que es lo que está llamado a suceder sin falta de nada.

Es claro que esa historia sigue adelante. Ese tiempo de Dios es el que se dará, aunque ya ha empezado y empieza a surgir desde el mismo principio de la existencia de la humanidad. La creación es un camino que se ha ido construyendo de la mano de Dios. Ha tenido un inicio glorioso, amoroso, contundente. Ha tenido un desarrollo a veces tortuoso y accidentado, pero también lleno de buena expectativa pues es la historia de Dios. En medio de ese mundo ha habido hombres y mujeres que han hecho muy bien su parte. Y los ha habido también que no se han preocupado por ser mejores, solo pensando en sí mismos, incluso dolorosamente para daño de sus hermanos. Pero ha sido una historia en la que ha brillado continuamente esa presencia vivificadora de Dios, que nos ha animado siempre a lo mejor, pues Dios nunca ha dejado ni dejará de contar con cada uno de nosotros, sus criaturas predilectas. Aquel sufrimiento que se augura para ese tiempo final, más que el final de los tiempos, es el fin del tiempo. Aquello será la apoteosis de Dios. Pero ya para cada uno de nosotros será también nuestra propia apoteosis delante de Dios. Ciertamente las cosas anunciadas serán dolorosas y terribles, pero deberán suceder, pues será ya la confirmación de que todo deberá estar en el lugar que le corresponde, que es el que Dios mismo quiere. Ese misterio inmarcesible de Dios ya será absolutamente luminoso. Ese fin es glorioso, se presente como se presente. Las persecuciones, los sufrimientos, las muertes, serán ya los estertores finales del mal. Y a pesar de que nos causarán sin duda mucha afectación, nuestra mente y nuestro corazón deberán estar prontos para elevarse por encima de la crueldad, no dejando espacio solo a lo destructivo que nos pueda resultar momentáneamente, para dejar ese espacio necesario y que debe darse sin dudar, de la confianza en un final glorioso y feliz, pues para eso hemos sido creados. Dios, en medio de todo ese sufrimiento, no ha dejado la historia con la marca de la negatividad. Su marca jamás es negra ni dolorosa. La marca final será la de la luz, la del gozo, la de la esperanza, la de su triunfo, la de la victoria de todos. Ese es el fin de la historia. Y no existe otra. Esa es nuestra certeza total: "Les echarán mano, los perseguirán, entregándolos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndolos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto les servirá de ocasión para dar testimonio. Por ello, métanse bien en la cabeza que no tienen que preparar su defensa, porque yo les daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario de ustedes. Y hasta sus padres, y parientes, y hermanos, y amigos los entregarán, y matarán a algunos de ustedes, y todos los odiarán a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de su cabeza perecerá; con su perseverancia salvarán sus almas". No nos oculta Jesús ese fin. Es muy honesto y leal con nosotros. Pero tampoco nos oculta el gozo final. Y eso es aún más honesto, pues es lo que quedará como nuestro triunfo final, para el que nos ha creado y ha querido que vivamos en preparación continua sin desfallecer jamás.

martes, 24 de noviembre de 2020

El fin de todo es la plenitud de la alegría

 Misioneros Redentoristas de España | Domingo 33 del Tiempo Ordinario

Algo que perturba mucho la mente de los cristianos y que los inquieta no solo a ellos sino a todos, es la perspectiva del final de los tiempos. En las Sagradas Escrituras esto generalmente se nos presenta como el fin de la historia, y es ubicada como un tiempo en el que luego de toda la experiencia hermosa de la vida que Dios nos ha regalado a todos y en el que nos ha introducido como elementos integrantes fundamentales de su diseño de amor por el hombre y por el mundo, para lo cual nos ha capacitado a ser piezas activas a fin de lograr el bien para nosotros, para los hermanos y para el mundo, en un deseo divino de hacer que todas las cosas sean en bien para nosotros, esa misma historia en la que el Señor nos ha ubicado, tendrá una culminación asombrosa, no por inesperada sino por cumplida rigurosa y perfectamente. Lógicamente Dios, habiendo diseñado todo su plan, hará que éste se cumpla escrupulosamente. Los hombres en aquel final del tiempo habremos tratado de cumplir lo que nos correspondía, no simplemente por llevar adelante una obediencia a quien es el dueño de todo, lo que evidentemente será una motivación que se espera, sino porque en nuestra vida diaria habremos querido responder afirmativamente en primer lugar a ese amor que hemos recibido y que nos ha llenado del gozo mayor que podemos experimentar al sabernos de Dios y amados infinitamente por Él, y en segundo lugar a esa tarea hermosa y satisfactoria de ser parte de aquellos a quienes Él mismo haya confiado la posibilidad de impulsar ese mundo mejor ideal que Él ha planteado para todos. No es tarea superficial, pues nuestra felicidad futura en la plenitud estará íntimamente conectada con la felicidad que hayamos ido alcanzando y procurando para todos en nuestro día a día. Aún así, en aquella perspectiva de eternidad que es segura, pues en el plan de Dios nada podrá faltar, mucho menos esa llegada a la plenitud que nos tiene reservada, no solo se trata de vivir en la esperanza de aquella alegría suprema, sino de asumir que por ser desconocida, futura, intangible, nos llama a una expectativa activa, que no debe darse necesaria ni exclusivamente con connotaciones negativas o aterradoras, sino que hay que procurar que se inscriban en una perspectiva de bondad que en Dios jamás puede faltar. No es coherente con lo que conocemos de Dios el que luego de hacerlo todo para el bien del hombre, transforme su actuación para aplicar solo dolor y sufrimiento a quienes ama infinitamente. Es un Dios de amor y de bondad. Y lo es eternamente.

En nuestra condición humana, de la cual no podremos deslastrarnos jamás pues es el diseño de Dios, y de la que tampoco ni siquiera Él lo hará, pues nos quiere hombres para Él y no seres distintos a los que nos ha creado, es muy natural que nuestra naturaleza busque respuestas, sea acuciosa, quiera aclaraciones. Al fin y al cabo es la prerrogativa que Dios mismo nos ha dado. Nos creó inteligentes y con voluntad. No quiere "cosas" que actúen sin criterio, sin argumentos, sin inteligencia, sin voluntad. Si así lo hubiera querido ya lo hubiera planificado así. Por eso, en cierto modo es nuestro derecho querer profundizar incluso en las mismas cosas de Dios, comprenderlo lo mejor posible. Pero con ese mismo derecho que Él mismo nos concede, también nos invita a la confianza, a la seguridad en su amor, a concientizarnos de que en su plan nada falla y que al final siempre todo resultará en el beneficio nuestro, pues ese es el fin que quiere para todos. Muchos podrán recibir esta verdad y hacerla propia, logrando para sí mismos la serenidad deseada. Pero otros, en el uso de ese mismo derecho divino, percibirán que ese camino de comprensión es más duro y no tan sencillo de alcanzar. Por eso, lamentablemente, dejarán que reine el desasosiego y hasta la desesperación. Ciertamente, las imágenes que ofrece la Escritura sobre el anuncio de aquel final se presentan incluso en ocasiones tenebrosas. Los anuncios de destrucción, de muerte, de sufrimiento jamás podrán ser presentada como atractivas. Y los hombres, llamados a la felicidad absoluta, podremos llegar a no acepta pasivamente que las cosas puedan terminar de esa manera, después de los anuncios de felicidad plena que nos han sido dados. Basta con dejarse llevar por lo que se conoce desde el inicio sobre ese Dios que es puro amor. Por ello, se necesita que en lo más íntimo de nuestro corazón y de nuestras mentes podamos dejar entrar lo que nos puede llenar de sosiego. Si Dios es un Dios de amor, nos ha creado para la felicidad, quiere todo lo bueno para nosotros, no es coherente que esa condición deje de existir para nosotros. El anuncio del final tendrá, sí, que ver con las respuestas que demos desde aquí. Por eso, debe entenderse ya como una condición no dependiente solo del amor de Dios, sino también de la recepción que haya dado el mismo hombre a ella. Todos somos llamados a ser de Dios, pero muchos se habrán negado a serlo. No es Dios el que los rechazará, sino que serán ellos los que habrán dado ese primer paso de rechazo, dejando frustrado en el mismo Dios el mayor anhelo que es el de tenerlos a todos con Él. No será gratuito el rechazo a Dios y a los hermanos. Quien haya asumido esa respuesta deberá hacerse responsable de su final.

Llegará el tiempo de la vendimia. Es un fin seguro para todos. No sabemos cuándo, aunque en toda la historia haya habido quienes se hayan querido aventurar en adelantarla. En todos los tiempos ha habido dificultades, grandes y pequeñas. Y en todos ha habido la tentación de los anuncios apocalípticos. A nosotros nos corresponde en todo caso, acercarnos a Dios con la confianza de hijos amados y de asumir nuestro compromiso en el mundo con nosotros mismos y con los hermanos. Esa es nuestra tarea. El tiempo es de Dios, y el mismo Jesús nos dice que ni siquiera Él conoce el final: "Yo, Juan, miré, y apareció una nube blanca; y sentado sobre la nube alguien como un Hijo de hombre, que tenía en la cabeza una corona de oro y en su mano una hoz afilada. Salió otro ángel del santuario clamando con gran voz al que estaba sentado sobre la nube: 'Mete tu hoz y siega; ha llegado la hora de la siega, pues ya está seca la mies de la tierra'. El que estaba sentado encima de la nube metió su hoz sobre la tierra y la tierra quedó segada. Otro ángel salió del santuario del cielo, llevando él también una hoz afilada. Y del altar salió otro ángel, el que tiene poder sobre el fuego, y gritó con gran voz al que tenía la hoz afilada, diciendo: 'Mete tu hoz afilada y vendimia los racimos de la viña de la tierra, porque los racimos están maduros'. El ángel metió su hoz en la tierra y vendimió la viña de la tierra y echó las uvas en el gran lagar de la ira de Dios". Al fin y al cabo, nuestra esperanza está no si en Dios nos dará su regalo de amor, pues es lo más cierto que tenemos, sino en lo que hayamos hecho nosotros mismos para hacernos merecedores de vivir esa plenitud añorada por la que hemos suspirado. Y nunca desfallecer en el deseo de que todos los hermanos avancen esas mismas rutas, aunque muchos se nieguen torpemente procurando su propio daño. Nuestro deseo no debe desconectarnos jamás de ellos, pues es a los primeros que debemos seguir intentando atraer para Dios. Definitivamente, los anuncios de destrucción terrible por supuesto que serán reales. Pero Jesús nos dice que no debemos temer: "Miren que nadie los engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre diciendo: 'Yo soy', o bien: 'Está llegando el tiempo'; no vayan tras ellos. Cuando oigan noticias de guerras y de revoluciones, no tengan pánico. Porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será enseguida'. Entonces les decía: 'Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países, hambres y pestes. Habrá también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo". Esos anuncios hay que escucharlos y hay que hacerles caso. El mal se yerguirá, pero será el bien el que triunfará. Si de algo podemos estar seguros es del amor y del poder de Dios. Absolutamente ningún poder está por encima del de Dios. Esa perspectiva negativa de lo desconocido que viene, solo tendrá sentido si no somos capaces de guardar la verdadera esperanza del Dios del amor. Toda la realidad estará en su presencia. Y nosotros, los que triunfemos, estaremos con Él. Y será nuestra paz definitiva, pues será la compensación del bien que hayamos vivido y procurado para todos, habiendo sido fieles a nuestro Dios creador de amor infinito y eterno.