En el camino hacia nuestra plenitud final es necesario que en cada hombre y mujer, consciente y habiendo asumido la propia realidad de una vida que surge amorosamente del Dios eterno y poderoso, en la cual, además se da la recepción de la ingente cantidad de beneficios que nos son don donados, se dé una claridad luminosa que nos ponga en contraste con lo que podríamos asumir erradamente si llegara a faltar esta conciencia extra a asumir. Teniendo claro el origen de cada hombre, del mundo y de la historia, quien se haga verdaderamente propietario de pensamientos superiores, logrará que el desarrollo de la propia vida adquiera un viso más elevado. En primer lugar, se debe asumir que en el origen de todo está el amor y el poder de Dios. Esto, en general, es bastante bien asumido, aunque evidentemente siempre surgirán las voces discordantes que se opongan a esta a veces contundente realidad. Y aún así, en un momento crucial de la vida de muchos, así nos lo demuestra la vida de tantos, necesitan sucumbir a una verdad a la que se negaban por simple intelectualismo o conveniencia personal. La vida, al final, nos pone ante la disyuntiva de su propia existencia e incluso de su misma razón de ser. Para todo hombre el absurdo mayor es el absurdo de la vida que no tiene una perspectiva superior y que no apunta a algo grandioso, como es la natural expectativa para el que la vive y el que espera de ella una cierta apoteosis final. Con el desconocimiento lógico sobre qué será aquello que sucederá, surge siempre una esperanza que, aunque incluso no sea motivada por la fe, sí llena de una sensación de serenidad, pues se concluye que la vida no es un absurdo que termina en la nada. Algo existe al final que llena de una bella expectativa. Y es este el segundo detalle. El hombre ha sido donado no solo de esa vida y de ese amor, sino que ha sido hecho responsable de sí mismo. Existe la tentación de dejar toda la responsabilidad en las manos de Dios, que así sería el único que debería actuar para seguir adelante como el Señor único de la historia. Para muchos esa sería la solución de todos los problemas de la humanidad: "Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre desde siempre es 'nuestro Libertador'. ¿Por qué nos extravías, Señor, de tus caminos, y endureces nuestro corazón para que no te tema? Vuélvete, por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses! En tu presencia se estremecerían las montañas". Dios por supuesto, podría hacerlo. Nada se lo impide. Pero en aquella decisión inicial y que mantiene y mantendrá hasta el fin, no quiere hacerlo solo: "Nadie invocaba tu nombre, nadie salía del letargo para adherirse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos entregabas al poder de nuestra culpa. Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero: todos somos obra de tu mano". Confiando en nosotros, se mantiene a nuestro lado, pero mantiene también su deseo de que actuemos como sus socios.
Esa profunda convicción personal, fundada en el amor y la confianza en Dios será la que logrará que el desarrollo de la vida tenga un viso diverso al del solo dolor o del sufrimiento. No es algo mágico que podríamos esperar. Dios es el Dios del amor y de la providencia, no de la magia. Y no lo es por la sencilla razón de que su motor último es su amor y su bondad hacia nosotros, en la convicción de que no serán las maravillas que pueda hacer las que nos conquistarán, sino las experiencias reales de amor y salvación, que serán las que prevalecerán. La magia pasa. El amor y la salvación no. Y nunca pasarán, aunque se encuentren en medio de grandes momentos de desasosiego. El amor está también por encima del desasosiego: "A ustedes gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo. Doy gracias a mi Dios continuamente por ustedes, por la gracia de Dios que se les ha dado en Cristo Jesús; pues en él han sido enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia; porque en ustedes se ha probado el testimonio de Cristo, de modo que no carecen de ningún don gratuito, mientras aguardan la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él los mantendrá firmes hasta el final, para que sean irreprensibles el día de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es Dios, el cual los llamó a la comunión con su Hijo, Jesucristo nuestro Señor". En ese camino de la vida, por supuesto que cada uno tiene una parte fundamental, y si no la desarrolla correctamente, aquella seducción final y absolutamente satisfactoria que deberá producir en cada uno ese amor asegurado de Dios, podría quedar totalmente frustrado, dando al traste con la belleza segura que tenemos ya prometida para el final del tiempo. Por ello, en medio de la convicción total del amor de Dios por nosotros, nuestra mirada y nuestra experiencia personal tiene que ir dando paso cada vez más sólidamente a esa convicción de amor, aunque en algún momento sintamos que nuestra fuerza pueda estar sucumbiendo.
No se trata entonces de que llevemos adelante nuestra vida solo como una sucesión de momentos que se van sustituyendo uno a otro, viviendo el día sin una mayor trascendencia. En medio de todas las aventuras hermosas que nos puede ofrecer cada segundo, podemos lograr que los visos que vaya adquiriendo nuestra vida sean luminosos, llenos de sentido, marcados por una esperanza. Pero que sean cosas que no se confundan con irrealidades tontas o vanas, de las que podrían incluso mofarse muchos que desprecian una realidad superior. Será más bien la vida de quien busca dar el mayor sentido. En medio de esa normalidad cotidiana estará la preocupación real por cumplir la voluntad de amor de Dios, por hacerse mejor, por hacer mejor la vida de los demás, por lograr un mundo que de verdad sirva a todos. Y hacerlos felices porque es lo que realmente llena el espíritu. Y porque apunta a lo más importante, que es a la búsqueda de aquella plenitud prometida y que nos espera: "Estén atentos, vigilen: pues no saben cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velen entonces, pues no saben cuándo vendrá el señor de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y los encuentre dormidos. Lo que les digo a ustedes, lo digo a todos: ¡Velen!" Jesús nos insiste porque nos ama. Y porque toda su obra tendrá su culminación en aquella plenitud gloriosa final que nos espera, si nos hacemos cada vez más sólidos en ese espera, activamente.
Nuestro Padre socorre las debilidades de nuestro cuerpo,éstas encuentran apoyo incondicional en Dios.
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