En los escritos de San Pablo encontramos la manera de hacer un programa de vida cristiana ejemplar. Él se ocupa prácticamente de todas las facetas de la vida humana y de cómo ponerlas en orden para caminar hacia la salvación con paso firme y alcanzarla con seguridad. Descubrimos en él que no habla de memoria, como si estuviera recitando palabras vacías o sin sentido, sino que nos está hablando con el corazón en la mano, de experiencias que él mismo ha vivido previamente, por lo cual lo hace con la autoridad de quien sabe perfectamente de lo que habla pues ya lo ha vivido con antelación. A los cristianos de Roma los conmina al ejercicio de la predicación de la fe, a la presentación de la figura de Jesús y de su mensaje, al descubrimiento ante los demás del amor que Dios ha demostrado en Jesús y que el mismo Jesús ha sustentado con los portentos que avalaban todo su mensaje. Era la manera como tenía que darse a conocer a Jesús y su obra de salvación. Si no se hacía así, los hombres no tendrían idea de lo que Jesús había hecho y de la salvación que les quería procurar con su entrega a la muerte en la cruz y su resurrección. "¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán si no hay quien les predique?" La fe, a decir del mismo Pablo, "entra por el oído". Si no hay anuncio de la feliz noticia de la salvación, los hombres no se enterarían de que han sido salvados. Y desconocerían todo lo que esa salvación implica, pues es signo de un amor superior que exige de parte de Dios el desprendimiento de su propio Hijo en favor de la humanidad a la que ama infinitamente para ofrecerlo como víctima propiciatoria, y que además solicita del mismo Hijo la aceptación de la encomienda de esa misión de salvación, que le exige su encarnación y la asunción del sacrificio expiatorio como el del cordero sin mancha del Antiguo Testamento. No es solo la predicación de la obra de salvación, lo cual ya en sí misma es una noticia que llena de muchísima dicha, sino que es la presentación de la figura de Jesús, de su persona, para que se tenga un encuentro personal con Él y se perciba así al Dios que se ha rebajado "haciéndose uno de tantos, hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz". Encontrarse con Jesús frente a frente es encontrarse con el amor de Dios que se hace presente en Él y que se derrama abundantemente en el corazón de cada hombre que viene a salvar.
Ese encuentro con Jesús es absolutamente compensador por cuanto se está ante el Dios que no guarda nada para sí, que se anonada al extremo por amor, que "se entregó a la muerte a sí mismo por mí". Es empezar a no vivir para otra realidad sino solo para Él, en un abandono total y radical en la búsqueda de esa experiencia de amor que hace que no haga falta nada más. "Quien a Dios tiene nada le falta", decía Santa Teresa de Jesús. Es un encuentro que no necesita de una razón de ser, sino solo la del amor que lo llena todo, como lo resumen perfectamente estos versos anónimos, que reflejan el sentir de la persona que ha sido conquistada por el amor en ese encuentro personal con Cristo Redentor:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Quien ha tenido este encuentro frontal con Jesús y con su amor, queda plenamente conquistado y se hace su anunciador. No hay cosa más difusiva que el amor, pues su experiencia no se puede ocultar. A quien vive en el amor, ese amor "se le sale" por los poros. Por eso encontramos esos personajes que no podían callar ante los demás. Así dice San Juan a los que van teniendo su experiencia del amor de Dios: "No amen al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo –las pasiones de la carne, y la codicia de los ojos, y la arrogancia del dinero–, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, con sus pasiones. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre". Nada compensa más que el amor de Dios. Y por eso la alegría personal de vivir en ese amor se quiere transmitir a los hermanos para que también ellos vivan la misma experiencia. Fue la experiencia de la profetisa Ana, que esperaba la salvación de Israel: "Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén". Ella había sentido en su corazón esa liberación que anunciaba y por eso no era capaz de contenerse. La alegría de la salvación, y más allá, la alegría del encuentro con el Jesús que salva y que nos da todo su amor, se difunde por sí misma. Y la invitación del apóstol es a dar rienda suelta a esa alegría y a dejar que ella misma sirva de testimonio ante todos: "Estén siempre alegres en el Señor; se lo repito, estén alegres y den a todos muestras de un espíritu muy abierto". El encuentro con Jesús y con su amor nos compromete. Nos hace portadores de esa noticia maravillosa de que Dios está entre nosotros, que nos ha traído el amor pleno y que lo ha dejado en nuestros corazones para que lo vivamos en plenitud, junto a nuestros hermanos.
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