"Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad..." Nos encontramos ante el misterio más entrañable, tierno y sobrecogedor de todos los que podremos vivir los hombres en nuestra historia. Ciertamente habrá momentos quizá más gloriosos y portentosos de la vida del Redentor de los hombres, como pueden ser su muerte en la Cruz, su Resurrección victoriosa, su Ascensión triunfante a los cielos después de cumplida su misión terrenal. Incluso momentos en los cuales la demostración de su poder es clarísima, como la multiplicación de los panes para alimentar a miles, la expulsión de demonios, el imperio absoluto sobre la naturaleza al calmar las aguas tormentosas, la curación de los enfermos, o hasta la resurrección de muertos. En todos esos grandes momentos queda claro que estamos ante el Dios todopoderoso y eterno que ha venido a cumplir la profecía que llena de esperanzas a la humanidad, por cuanto es la seguridad de que ese Dios está entre nosotros llevando adelante la obra de salvación y de liberación: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor". No existe ninguna duda de que aquel anuncio esperanzador que llenó de expectativas al pueblo llenaba también de satisfacción a todos pues se estaba cumpliendo la promesa del Dios liberador. Pero toda esa historia se inicia con la marca de la mayor humildad, del mayor abajamiento de ese Dios glorioso... Es un Niño desvalido que está en los brazos de su Madre amorosa, bajo la mirada protectora y llena de ternura de su Padre, y con el calor que el proporcionaban las bestias que lo rodeaban en el pesebre. El Dios glorioso ha decidido que su entrada al mundo esté revestida de la mayor humildad y sencillez posible, para que entendamos que su amor, con ser infinito, quiere llegar a nuestros corazones por el camino de la entrega total, de la humildad, del rebajamiento absoluto, tocando las fibras más íntimas del corazón humano. El Dios todopoderoso, infinito, omnisciente y omnipresente, se escondió en las carnes tiernas, suaves y cálidas de un Niño recién nacido, totalmente desvalido, indigente y necesitado del cuidado y de la protección de sus padres, sin lo cual su destino seguro era la muerte.
Quiso Dios entrar al mundo no por la puerta grande, como correspondería a un soberano real y poderoso, sino por la puerta de atrás, como corresponde al servidor que viene a entregar su vida en rescate de todos. Quiso tomar cuerpo de aquella joven sencilla que se había puesto con total disponibilidad en las manos de Dios. Quiso ser cuidado por aquel joven que llegó a dudar de su prometida, pero que se dejó convencer de que el fruto de aquel vientre sagrado era a su vez más sagrado aún, pues era fruto del Espíritu Santo. Quiso vivir la suerte de los más pobres y desheredados del mundo, como queriendo tener la experiencia de aquellos a los que venía a liberar. Quiso tener la misma vida de los hombres a los que venía a liberar para conocerlos desde dentro mismo de su condición de postración. Quiso tener la misma carne que venía a limpiar, poseyendo el mismo cuerpo de los hombres. Quiso, en fin, tener un corazón humano para amarnos no solo como Dios sino también como hombre. Desde la eternidad nos amó como Dios, pero no tenía la experiencia de amarnos como hombre. Tomó carne de María, copió su corazón de amor, para poseer Él también un corazón humano, "aprendiendo" así algo que no sabía, como lo era amar con corazón de hombre. El Niño Jesús es el Dios que "creciendo en estatura, en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres", comenzó también su aprendizaje en el amor como hombre. Eternamente nos amó como Dios. Temporalmente "comenzó a aprender a amarnos" como hombre, con ese pequeñito corazón de Niño que tomó en Jesús. Ese amor divino fue siempre puro, eterno e infinito. Fue el amor que nos hizo existir, en un arrebato que no pudo contener, pues a Dios "se le salió el amor" y se le convirtió en todas las criaturas existentes, llegando a su culmen en el hombre, amado por lo que era en sí mismo. En el Niño Jesús ese amor se reviste de ternura, de debilidad, de entrañas de misericordia, y sin dejar de ser todopoderoso, emprende el camino de una nueva creación que estará marcada, sí, por esa misma omnipotencia, pero esta vez, además, revestida de la sencillez, de la ternura, de la humildad, de la debilidad con la queda marcada para siempre al contemplar la figura entrañable del Niño Dios recién nacido. Por eso, la única actitud posible es la del gozo ante esta obra de amor infinito: "Rompan a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén; el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios".
Contemplamos al Dios glorioso que viene a realizar la obra más grandiosa de todas. Es la nueva creación de todo, mucho más portentosa que la primera. Dios demuestra su amor y su poder infinitos al llevarla adelante: "En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de su majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado". Y cuando contemplamos embelesados esta obra poderosa, quedamos aún más sorprendidos cuando caemos en cuenta de que se inicia de la manera más sencilla y humilde, pues está en las manos de aquel Niño que llora como cualquier bebé en los brazos de su madre, que lo acuna con amor, que lo cuida, que lo alimenta cariñosamente, que tiene sobre sí la mirada amorosa y tierna de su padre que está dispuesto a todo con tal de que Él y su madre María estén bien. Es Aquel del que hablaba Isaías: "Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz". En ese trozo de carne que llora y ríe en brazos de su Madre, que se alimenta de Ella cuando se lo acerca a su pecho, que duerme plácido bajo la mirada vigilante y amorosa de sus padres, está el Mesías liberador, aquel sobre el que descansa la gesta inmensa de liberación y redención, aquel que llevará adelante la nueva creación majestuosa de todo lo existente, que con su muerte y su resurrección futuras nos dejará el regalo más grande que jamás podremos recibir. Su amor eterno se ha hecho presente en ese Niño amoroso, ante el cual nos rendimos y nos postramos arrebatados de amor y de ternura.
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