Apenas celebrada la Navidad nos viene al encuentro el primer martirio de un cristiano. Esteban, uno de los siete diáconos elegidos por los apóstoles de Jesús para atender a los más sencillos, humildes y desheredados del pueblo, como lo eran las viudas y los huérfanos, da testimonio póstumo de su fe con el derramamiento de su propia sangre. La fidelidad a Jesús, a su persona y a su mensaje de amor, lo embargaron todo en él y lo conquistaron totalmente. Para él ya no existía nada más importante que Jesús y su amor y dar testimonio de Él. No había nada por encima de ello, por lo cual toda la realidad pasó a ser relativa, siendo lo único absoluto la figura de Jesús. El nombre Esteban significa "Victorioso", y ciertamente este protomártir cristiano lo adoptó perfectamente. La muerte de Esteban fue su victoria más contundente. "Veo el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios... Señor Jesús, recibe mi espíritu", fueron las palabras que pronunció instantes antes de su muerte. En la muerte de Esteban se da un paralelismo sorprendente con la de Jesús. Muriendo apedreado, bajo la saña de sus asesinos, nunca prorrumpió en palabras altisonantes o de rebeldía. Se puso con toda serenidad en las manos de Dios, consciente de que su fin, en medio de todo lo trágico que podía descubrirse en el sufrimiento que le era infligido, pero que avizoraba para él la apertura de la puerta a la eternidad en paz y plena armonía, era reposar para siempre en los brazos amorosos del Padre que lo esperaba para darle su premio de felicidad y amor eternos. Unos instantes de dolor se trocaron en una eternidad de felicidad y compensación de amor infinito. Se hizo de tal manera figura del Jesús al que añoraba seguir que, al igual que Él, que intercedió ante el Padre por sus asesinos, "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen", también hace su oración de intercesión por sus verdugos: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado". Su espíritu no estaba ganado para la revancha, sino para el amor y, por lo tanto, para el perdón. Esteban era perfecto discípulo de Jesús, y quería la salvación para todos. Él no quería que el derramamiento de su sangre se convirtiera en causa de condenación para nadie, sino que, unida a la sangre derramada por Jesús, fuese ocasión de salvación para el que lo necesitara.
¿Qué motivaba a Esteban y luego a todos los demás mártires de la Iglesia a esta gesta extraordinaria? ¿Qué es lo que le da sentido a lo que hacen con tanta convicción y decisión? ¿Por qué no dudan un solo instante en esto que hacen? Derramar su sangre por Jesús es el sello de una vida de fidelidad. El martirio no es sino la llave con la que se cierra la puerta del testimonio continuo de amor a Dios, a Jesús, a la Iglesia, a los hermanos. La sangre derramada es como la firma con la que se cierra el contrato de pertenencia exclusiva a Jesús y a su amor, a su salvación y a la eternidad ganada. Antes de ese momento póstumo ha habido una vida de fidelidad, de entrega, de convicción. Antes ha habido una decisión de seguimiento radical de Jesús. Ha habido un encuentro determinante que ha conquistado el corazón y toda la vida. Ha habido una decisión previa de ser de Jesús y solo de Él, de querer seguir fielmente sus pasos, de seguir sus indicaciones, de aceptar su invitación a vivir en el amor mutuo y en la fraternidad, con la convicción de ser todos hermanos, miembros del mismo cuerpo místico que es la Iglesia. La sangre no es más que el sello de lo que ya se ha vivido previamente. No tiene sentido un martirio sin la base de la pertenencia a Jesús. Quien muere violentamente sin seguir a Jesús no es mártir, es simplemente víctima de un asesinato. Quien siguiendo a Jesús llega hasta las últimas consecuencias de ser entregado y asesinado por su fidelidad a Él, es mártir de Cristo y se abre a sí mismo las puertas de lo que se ha ganado: una eternidad de amor y felicidad en Él. El martirio significa dar testimonio, no sólo en el gesto final de la muerte, que ciertamente es el momento más significativo por cuanto representa un punto en el que ya no hay marcha atrás pues solo queda en la perspectiva la muerte segura, sino también en cualquier momento en el que dar razón de la propia fe representa para cualquiera una situación límite.
En efecto, es mártir el que en medio de burlas, aislamientos, desprecios, indiferencias, rechazos, ataques, se mantiene firme en su convicción de que lo que está por encima de todo es Jesús, su persona, su mensaje de amor, el compromiso de seguirlo por encima de intereses personales o de conveniencias. Es mártir el que se mantiene firme en sus convicciones ante el desprecio de quienes lo consideren ya pasado de moda, de quienes afirman que sus criterios ya han sido superados por la modernidad, de quienes ponen por encima el relativismo, la anarquía o la supuesta libertad de hacer lo que les venga en gana, de quienes se burlan de una moral supuestamente superada por la absoluta autonomía del hombre de hoy, de quienes se consideran superiores moralmente por apoyarse en leyes que son injustas pues atentan contra el hombre o contra la vida en general. El martirio del que derrama su sangre es el martirio cruento. Significa la entrega de la propia vida hasta la muerte segura. El martirio del que debe dar testimonio cotidiano de su fe en medio de un mundo que lo desprecia y lo ataca, es el martirio lento. No derrama sangre y no muere, pero gota a gota su sangre se va haciendo un tesoro que va guardando día a día, hasta el día glorioso de su muerte en el que esa sangre derramada por el desprecio del mundo pesará en la balanza tanto, que será su billete de entrada a la eternidad del amor en Dios, para el cual vivió siempre. Ambos martirios, el cruento, como el de Esteban, y el lento, como el de infinidad de cristianos que mantienen su fidelidad en medio de un mundo que pretende aislarlos, son igualmente válidos. El primero requiere y exige ser fiel ante la espada que esgrime el verdugo que lo asesinará en ese momento. El segundo requiere y exige ser fiel ante el fustigamiento continuo de quien se burla, de quien desprecia, de quien rechaza, una y otra vez, día tras día. En ambos se llama a la fidelidad. En ambos se obtiene la compensación de saber que se está en el camino correcto que llevará a la felicidad eterna. En ambos se tiene la convicción de estar acunados en los brazos del amor que compensa y que llenará de plena satisfacción pues desembocará en la plenitud de la vida, que es la plenitud del amor de Dios que será eternamente derramado en el corazón de quien lo ha amado más que a su propia vida.
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