La matanza de los Santos Inocentes pone en evidencia lo peor del espíritu humano. Nos dice hasta dónde somos capaces de llegar cuando somos conquistados por la penumbra del odio, del mal, del pecado. Descubre la baja calidad del ser que se ha dejado conquistar por el demonio, por su soberbia, por su envidia, por su maldad. Levantar la mano contra los seres más indefensos nos habla de un espíritu maligno que no se detiene ante la indefensión, ante la debilidad, ante la incapacidad de ni siquiera poder lanzar un grito de auxilio implorando piedad o ayuda. El poder emborracha y obnubila a tal punto que nada es respetado, ni siquiera la vida que está empezando y que es expresión de la ternura, de la inocencia, del reclamo de defensa solo por el hecho de ser débil y frágil. Al contrario, esa misma fragilidad pareciera convertirse para el verdugo en una invitación a una mayor saña para lograr su cometido de eliminarla. Herodes es el prototipo del hombre malo, cruel, demoníaco. "Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores". Es el emblema de todo el que quiera conservar el poder a costa de lo que sea, sin importar absolutamente nada, sino solo mantenerse tiránicamente en la toma de las riendas. La historia está plagada de miles de Herodes, que destruyen la vida de millones y millones de inocentes, niños, jóvenes, adultos o ancianos, cuya culpa era sencillamente existir siendo estorbo para lograr su fin malsano y perverso de mantenerse en el poder a toda costa. La única salida que avizora el tirano es la eliminación de todos ellos para tener el camino expedito. Basta desear mantenerse en el dominio de todo, percibir que sean un estorbo, para alcanzar el objetivo tiránico, egoísta, vanidoso, cómodo, para justificar levantar la mano contra ellos. Hoy asistimos a una matanza superior a la de Herodes, cuando somos testigos de la saña de los poderosos contra los seres inocentes que aún se encuentran en el seno de sus madres, contra los enfermos graves y terminales que exigirían cuidados terapéuticos más intensos, contra los ancianos que aparentemente ya representan una carga para una sociedad que no está dispuesta a reconocer el tesoro que tiene en ellos por su sabiduría y su experiencia de vida. Todos ellos son como aquellos niños inocentes que fueron asesinados por Herodes y sus cómplices. Y si ampliamos nuestro panorama de visión descubrimos a los inocentes desplazados de sus tierras a causa de la persecución por razones de raza, de religión, de ideologías, lanzados a tierras desconocidas en búsqueda de mejores condiciones de vida, en cuya gesta quedan muchos de ellos desfallecidos y muertos en su itinerario, dejándonos imágenes terribles e inhumanas como la de aquel niño ahogado en las orillas del mar que les servía como ruta de escape.
En efecto, es terrible constatar hasta dónde es capaz de llegar el hombre en su maldad. El pecado ha tiznado irremesiblemente el alma humana y la ha oscurecido con la peor de las tinieblas, como lo es el pecado contra los más débiles e indefensos. Desde Caín Dios nos sigue preguntando: "¿Dónde está tu hermano?" Nuestra respuesta no puede ser una vez más, la que él dio a Yahvé: "¿Qué tengo yo que ver con mi hermano?" La misma pregunta hoy nos la hace segundo a segundo Dios, pues es segundo a segundo que es ofendida y atacada la vida. Y nosotros estamos obligados a dar una respuesta distinta. Debemos decirle al Señor que queremos tener a nuestro hermano en nuestro corazón, que queremos tenerlo en el primer lugar de nuestro denuedo a su favor, que queremos unir nuestros esfuerzos para defender la vida en cualquier estado en el que se encuentre, asumiendo cualquiera de las consecuencias. Frente al tirano deben surgir, y gracias a Dios han surgido, los miles y miles de hombres y mujeres que conforman el ejército de los buenos, de los que defienden la vida, de los que se oponen al aborto y a la eutanasia, de los que tienden la mano a los desplazados, de los que dan alimento y cobijo a quienes llegan expulsados a nuevas tierras desconocidas, de los que no miran el origen, la raza, la religión o la ideología, sino que solo se fijan en que es un ser humano, un hermano que necesita de apoyo y de cariño. A decir del Papa Benedicto XVI, han descubierto que el otro es un hermano, que es "un regalo de Dios para mí" que Él ha colocado en mis manos para que lo cuide, lo proteja y lo ame. De este modo constatamos que por cada tirano que surge de nuevo en el mundo, la providencia divina responde con miles de voluntarios, miles de hombres y mujeres que actúan como instrumentos de Dios, incluso algunos inconscientemente de serlo, para hacerles sentir que Él sigue ocupándose de los oprimidos, de los desplazados, de los heridos, de los rechazados.
Se trata de que asumamos nuestra solidaridad misteriosa en el amor: "Si vivimos en la luz, lo mismo que Él está en la luz, entonces estamos unidos unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia los pecados. Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero, si confesamos nuestros pecados, Él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia". Vivir en Dios nos hace uno a todos. La suerte de uno solo es la suerte de todos. Es el misterio del amor unificador, que nos hace misteriosamente solidarios, y que nos hace caminar mano a mano hacia la misma meta, la de la salvación. "Que los miembros todos se preocupen los unos por los otros. De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan". Nos salvamos en racimo. Y sufrimos en racimo. Desentendernos de la suerte de los demás no nos deja indemnes. Al contrario, acarrea para nosotros la misma suerte de condenación del tirano, pues en cierto modo nos hacemos sus cómplices. Dios, en su providencia infinita, que es muestra de su amor eterno por el hombre, hace surgir de entre nosotros hombres y mujeres llenos de su amor y de su bondad que tienden la mano a quienes están tirados en el camino como aquel hombre robado y apaleado que han dejado abandonado para morir. Son los buenos samaritanos que necesitamos también hoy, para que limpien las heridas de los desplazados y heridos, para que defiendan a los amenazados de muerte por los poderosos, para que se opongan a las injusticias proclamadas en nombre de la soberbia, de la comodidad y de la vanidad humanas. Surgen miles y miles de voluntarios que, como la Madre Santa Teresa de Calcuta, cuyas entrañas fueron conmovidas por los hermanos inocentes que morían en las aceras de la ciudad, los atendía con amor cristiano para que al menos en el último segundo de sus vidas, al lanzar su último respiro, tuvieran el gozo de sentir que aunque sea alguien, un hermano anónimo instrumento del amor, los hizo sentir importantes porque los amó antes de morir...
Defendamos la vida y más de los indefensos que ellos claman amor y no violencia,la inocencia de los pequeños no comprenden la maldad ,solo aman y necesitan ser protegidos,bendiciones padre......gracias por el blog que nos ayuda a humanizar no con los más débiles
ResponderBorrar