En la vida de todo hombre deben imponerse metas para cumplir con la natural añoranza de lograr cosas mejores. El progreso de la propia vida depende de los ideales que nos vayamos trazando y de las metas que nos vayamos marcando. Evidentemente, estas metas deben indicar el deseo de progreso y de mejora en la vida personal. Deben indicar la intención de tener una vida mejor, con más sentido, con mayor provecho. No tiene sentido una vida sin metas, sin ideales, pues así, ella se vuelve una rutina insufrible, oscura, mediocre. Se convierte en algo sin atractivo que pierde todo su brillo y que elimina toda ilusión por seguir adelante. Quien así vive está procurando para sí un suicidio espiritual, en el cual la sucesión de días no es más que el adelanto inexorable hacia una especie de nada en la que se sumergirá y culminará en el sinsentido mayor de una muerte oscura y vacía. El atractivo de la vida está, en efecto, en la imposición de metas cada vez más altas, que pongan a prueba las propias capacidades y que exijan que éstas se pongan en tensión. Y mientras mayores sean la tensión y las exigencias, más atractivo será el intento por alcanzar esa meta añorada. A mayor altura del ideal, mayor satisfacción en el esfuerzo por alcanzarlo, y mayor aún el gozo al alcanzarlo. No hacerlo así es quedarse regodeándose en la mediocridad, revolcándose en el estiércol de la muerte anunciada y dejándose oscurecer por las sombras de la perplejidad absurda. La mediocridad es como el cáncer, que va consumiendo al hombre y robándole la vida. Dios ha puesto en nosotros la añoranza por alcanzar siempre metas mayores. Ha puesto para nosotros una vida que tiene sentido solo en un ascenso continuo hacia Él. Él es la meta, nos indica el camino y pone en nuestras manos las herramientas que necesitamos para avanzar hacia ella. Teniendo todo a la mano, caeríamos en el absurdo y en el sinsentido si no ponemos lo mejor de nosotros por avanzar.
La meta de la humanidad es la llegada triunfante junto a Jesús a la eternidad feliz junto a Dios nuestro Padre. Evidentemente, Dios quiere que avancemos cada vez más firmemente hacia ella, y para ello coloca en nuestras manos absolutamente todas las herramientas que necesitaremos para ello. No nos hace falta más nada de lo que ya poseemos. Ordinariamente, nuestras capacidades naturales, aquellas que pertenecen a nuestra condición humana, son parte de ellas. Nuestra inteligencia y nuestra voluntad nos presentan los bienes mayores, aquellos que sirven para ir avanzando en la perfección a la que nos invita Jesús: "Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto". Nuestra inteligencia conoce muy bien lo que nos enriquece y lo que nos empobrece como personas y como cristianos. Y esa bondad o maldad de lo que podemos poseer, la inteligencia lo presenta a nuestra voluntad, que tomará una decisión. Lo lógico es que esa decisión, después de un discernimiento serio y responsable, sea acorde con el camino de superación que es propuesto para nuestro avance. Y luego, al tomar una decisión razonable, nuestra libertad toma las riendas y con su poder nos hace avanzar felices y esperanzados en la procura de aquel bien mayor que queremos alcanzar. A este proceso totalmente natural se suma la providencia divina que sale en auxilio de nuestra humanidad que, aun bien iluminada y con una decisión razonable, necesita del sustento de la gracia divina que nunca deja al hombre solo en su periplo. "Miren, les envío al profeta Elías, antes de que venga el Día del Señor, día grande y terrible. Él convertirá el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, para que no tenga que venir a castigar y destruir la tierra". El Señor, que nos ama infinitamente y no quiere que se pierda ni uno solo de nosotros -"Su Padre del cielo no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños"-, se asegura de que nuestro caminar sea siempre el correcto. Y habiendo procurado para nosotros en lo humano lo necesario, como padre amoroso y preocupado, se coloca en el camino con la mano tendida para seguir guiando nuestros pasos sólidamente por los caminos correctos.
Así, en el camino de la entrada del Verbo eterno de Dios al mundo, que a su vez será la meta final a la que debe encaminarse la humanidad, y en la que se debe centrar todo esfuerzo humano en medio de los avatares cotidianos, pues Él nos llevará consigo a las moradas celestiales del Padre -"En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿les habría dicho que voy a prepararles sitio? Cuando vaya y les prepare sitio, volveré y los llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estén también ustedes"-, Dios utiliza también sus mediaciones humanas que son como indicadores, señales en el camino, que nos guiarán mejor por la ruta que debemos tomar. Entre esas mediaciones, está Juan Bautista, que aparece en ese camino del Verbo hacia el hombre, y que nos llama imperiosamente a la conversión del corazón, para hacerlo morada del Dios redentor, que viene para llevarnos con Él a la vida eterna en la felicidad y en el amor de Dios. Toda su vida está rodeada por el nimbo de lo sobrenatural, de lo portentoso, pues es el instrumento que Dios utiliza para comunicarse con nosotros de modo que comprendamos que lo que Él quiere no es algo superficial, sino que es lo más importante y determinante que podrá suceder en nuestras vidas. El final de ellas está marcado por lo maravilloso. Y en ese futuro eterno, lo maravilloso será lo ordinario, pues el amor de Dios, ámbito natural de la vida eterna, será lo que viviremos ordinariamente. El nacimiento del Bautista está rodeado de portento. "Los vecinos quedaron sobrecogidos, y se comentaban todos estos hechos por toda la montaña de Judea. Y todos los que los oían reflexionaban diciendo: 'Pues ¿qué será este niño?' Porque la mano del Señor estaba con él". No es un niño cualquiera el que ha nacido. Ha nacido el que indicará el camino de la conversión, el que marcará la pauta para avanzar hacia la meta más alta que podemos añorar, el que pondrá en claro cuál es el ideal que debe robarnos todos los esfuerzos, pues es el que eliminará toda mediocridad y toda perplejidad, y nos elevará a la cuota más alta que puede alcanzar nuestra existencia: llegar a la presencia eterna del Dios del amor para lo cual hemos sido creados.
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