Todas las celebraciones en torno a María son fiestas del corazón. Van directo a nuestros sentimientos, pues tienen que ver con la mujer que acapara toda la ternura de los cristianos que estamos conscientes del papel principalísimo que Ella ha jugado en nuestra historia de salvación, no solo por sí misma, sino especialmente por la elección libre y amorosa que hace Dios sobre Ella para ser la Madre del Redentor. María juega ese papel colocándose también con plena libertad bajo el arbitrio y los designios que sobre Ella tiene establecidos el Padre eterno. "Aquí está la esclava del Señor, que se cumpla en mí según tu palabra". Era el Sí definitivo que necesitaba Dios para dar cumplimento a aquel primer decreto de salvación que había declarado, apenas el hombre había cometido el pecado de origen, diciéndole a la serpiente: "Establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón". Es lo que llamamos "el protoevangelio", el primer Evangelio, la primera buena noticia sobre la venida de un Salvador, en la cual la mujer será también protagonista, pues prestará su ser como puerta de entrada para el Dios que se hará carne en Ella. Desde ese momento glorioso de su asentimiento, la divinidad se unirá irremisiblemente a la humanidad para toda la eternidad. Siendo Dios su Creador, se integra tanto a su criatura que pasa a ser una de ellas. El Creador, en María, se hace criatura, para nacer como uno más de nosotros. Es un momento glorioso, pues Dios "se despojó de su rango, pasando por uno de tantos", para ser, desde las entrañas de su propia creación, el Redentor del hombre y del mundo. Y todo esto, esencial para que Dios pudiera cumplir su designio de rescate del hombre de aquella muerte ignominiosa que él mismo se había procurado, se cumple, gracias a la disponibilidad absoluta de María.
Esa figura fulgurante de la Madre de Dios no podía ser, de ninguna manera, una figura ordinaria. El seno en el cual Dios tomaría carne humana no podía estar oscurecido por ninguna mancha. Es repugnante para cualquier mente humana el que Dios pudiera estar en un lugar indigno de Sí. Es una cuestión de poder y de amor. Muy bien lo resumió el gran Duns Scoto: “Si quiso y no pudo, no es Dios. Si pudo y no quiso, no es Hijo. Digan, pues, que pudo y quiso”. Pudo, pues tiene el poder absoluto. Es el Dios todopoderoso que no lo hace simplemente como un capricho, sino para dar a su Hijo el lugar que mejor se adapta a su estancia. Y quiso, pues es el Hijo que nacerá de la Madre más hermosa, a la cual con absoluta certeza amó infinitamente y quiso revestir de los más puros tesoros. Podemos imaginarnos el amor inmenso de Jesús por esta mujer que fue su Madre. Por ello María pasa a ser la primera redimida. Es redimida anticipadamente, en atención a los méritos que ganará su Hijo para todos los hombres. No es nada extraordinario, y más bien es razonable, que el que tiene todo el poder y el que ama infinitamente a su Madre tomara los méritos que hará Jesús con su muerte y su resurrección para traerlos en el primer momento de la existencia de la que llegará a serlo, para aplicarlos anticipadamente y preservarla de toda mancha. Por eso es "La Inmaculada Concepción", la preservada, la redimida con antelación. Jesús, Dios e Hijo de María, ejerció con plenitud y con todo derecho las prerrogativas que tenía en referencia a su Madre. Aplicó su poder y derramó abundantemente su amor sobre la mujer que le dio entrada al mundo.
Esa Madre amada de Jesús, el Dios hecho hombre, es también nuestra Madre. Desde la Cruz, al final de su periplo terrenal, Jesús nos la dejó como su regalo póstumo de amor. No solo nos regaló su vida muriendo en la Cruz, sino que nos dio a la razón de su existencia, a la mujer que fue la puerta de entrada para Él y la que le dio su ser. Así como es Madre preservada del pecado para ser el lugar más puro del mundo por el cual entraría el Redentor, así es también el lugar más puro al cual podemos conectarnos todos. No es para nada despreciable esta invitación que debemos entender nos hace Jesús a todos. Así como Él nace de la pureza absoluta, así quiere que también nosotros, conectados con Ella, vivamos en aquella misma pureza que Ella vive naturalmente y de la cual Él mismo surgió. Ser hijos de María Inmaculada es una llamada a la pureza. Es una invitación a surgir de su seno igual que surgió su Hijo Jesús. La Madre Inmaculada del Salvador, cuando ejerce perfectamente su papel de Madre nuestra, nos repite incesantemente la invitación que hizo a los siervos en Caná: "Hagan lo que Él les diga". Para Ella esa es la manera de hacernos cada vez más estirpe suya, como lo es Jesús. Ella misma lo cumplió al ponerse sin dudarlo un instante en las manos de los designios de Dios. "Que se cumpla en mí según tu palabra", quiere que lo digamos también cada uno de nosotros, demostrando así nuestro orgullo de pertenecer a su raza limpia e inmaculada.
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