El reinado del Niño Dios que viene a los hombres será un reinado eterno y universal. Así ha sido anunciado desde antiguo. Será un descendiente del gran Rey David, y se encargará de establecer entre los hombres aquel reino con sus características absolutamente nuevas y renovadoras. Por ser eterno se establecerá definitivamente entre los hombres, dominando todo lo creado, haciendo que todo tenga el color y la cualidades que Dios mismo imprimirá por ser el soberano, y a las cuales estarán suavemente sometidos todos los hombres. De ninguna manera será un reinado de dominio tiránico, sino que tendrá el signo del amor y de la sumisión suave y compensadora, que solo un soberano amoroso y misericordioso puede darle. "Yo suscitaré descendencia tuya después de ti. Al que salga de tus entrañas le afirmaré su reino. Yo seré para él un padre, y él será para mi un hijo.
Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí; tu trono durará para siempre", es la promesa que hace Yahvé a David. Un descendiente del Rey David, Salomón, construirá el templo donde habitará definitivamente Dios en medio del pueblo, que se convertirá en el signo de su presencia viva y vivificadora; pero otro descendiente, el Mesías liberador, será el mismísimo Rey eterno, que ya no necesitará de un templo donde habitar, pues toda la tierra será su trono definitivo. Aquel reino que establecerá el esperado de las naciones será el reino que marcará definitivamente la vida de toda la humanidad y la llenará de la Verdad plena del Salvador y de su obra de rescate; de la Vida que Él viene a regalar a cada hombre de la historia pasada, presente y futura; de la Santidad que será la cualidad que brillará pues en el corazón de cada hombre estará Dios dando la vida; de la Gracia que es la vida de Dios que cada uno guardará como tesoro en su ser; de la Justicia que es el clima de compensación absoluta pues a Dios se le estará dando la propia vida como algo que le corresponde; del Amor que es la esencia única, profunda y definitiva que viven Dios y los suyos; y de Paz que es el único ámbito en el que se puede hacer presente aquel que es el Príncipe de la Paz.La presencia definitiva de ese Dios que viene al rescate de los hombres se hace una realidad en el punto culminante de la historia, del cual es hito temporal el gran Juan Bautista, figura estelar de esta historia de la entrada de Dios al mundo. Juan es el que representa el final de la institución de los Patriarcas y de los Profetas del Antiguo Testamento y el que indica el inicio de la institución de los Apóstoles del Nuevo Testamento. Es el quicio en el cual la historia de la salvación toma un giro absolutamente novedoso. Es el gozne que marca la novedad radical de la obra de nueva creación que se inicia con la llegada del Mesías prometido, por el cual todo Israel suspiró desde que Yahvé anunciara su venida. Es tal su importancia en esta historia de rescate de la humanidad caída, que todo lo anterior toma el tinte de preparación, y todo lo que sucede a partir de su llegada toma el tinte de cumplimento. Él es quien indica el inicio de un camino totalmente nuevo, el de la liberación y la elevación total de la historia. Con él llega el tiempo nuevo, se inaugura una nueva economía de salvación, tan nueva que significará el inicio de aquel reinado definitivo que fue también anunciado desde antiguo y que añoraba ardientemente todo el pueblo de Israel. Él es el heraldo del Liberador, el adalid de la obra de renovación radical, la "voz que clama en el desierto" para que los corazones se preparen para la recepción de Aquel que viene a hacer "nuevas todas las cosas". Nada desde la llegada del Mesías será ya antiguo. Todo es totalmente nuevo. Y la puerta para que todo esto se dé la abre Juan Bautista. El mismo padre de Juan, Zacarías, reconoce la importancia de su propio hijo en esta historia de amor de Dios por su pueblo: "Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación por el perdón de sus pecados".
En efecto, la llegada del Mesías es el regalo de amor más grandioso y portentoso que podrá hacer jamás Dios a la humanidad. Sin ningún merecimiento y sin ningún concurso de nadie, solo de los elegidos en este momento glorioso de nuestra historia, como María y el Bautista, Dios mismo toma la iniciativa y desde su corazón de amor hace arrancar el regalo más entrañable para cada uno: el ser acogidos como hijos, abrazados y besados desde su corazón amoroso, perdonados de todas nuestras culpas por nuestro arrepentimiento, integrados de nuevo como miembros de primer orden de su familia, dándonos de nuevo nuestra mayor dignidad como hijos suyos, abriendo de nuevo las puertas del cielo para que sea nuestra morada eterna en la felicidad que nunca se acabará. María, con su Sí generoso y humilde, y Juan, prestando su voz sonora que invita a la conversión y presentando al mundo "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo", son los personajes que abren esta nueva perspectiva que se hace realidad concreta con la presencia dulce y entrañable de aquel Niño que es Dios, que hace que el idilio de amor con la humanidad llegue a su punto más alto para liberarla. "Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas. Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza
y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días". Es el zenit de la historia de amor entre Dios y la humanidad que se inicia en el pasado, que alcanza su cota más alta con María y Juan Bautista y que se hace realidad con el nacimiento del Niño Dios, en su figura entrañable y tierna, y que jamás se acabará, pues el amor de Dios por nosotros es eterno e inmutable.
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