"Juventud, divino tesoro", se repite constantemente, dándose a entender que la juventud es la edad añorada, de la cual se tendrá siempre nostalgia. De ella se echará siempre en falta su ímpetu, su fuerza, su ilusión, su deseo de cargar el mundo entero sobre los hombros. Los niños añoran llegar a ser jóvenes para disfrutar de aquella libertad que descubren en quienes ya están en esa edad antes que ellos. Los mayores miran con nostalgia hacia atrás como deseando volver a vivir aquella frescura que vivieron ya y que probablemente no aprovecharon al máximo. La juventud es para muchos la edad ideal, en la que se avizoran los ideales más sólidos, en la que se cree tener toda la fuerza y voluntad para alcanzarlos, en la que se echan las bases para una vida adulta sólida y estable. No está mal desearla, en cuanto representa idealmente la época en la que nada nos detiene, en la que se tiene la energía necesaria para avanzar siempre, en la que no se perciben obstáculos, en la que nada hay que no sea percibido más como oportunidad que como estorbo para echar adelante... En el grupo de discípulos que había elegido Jesús para ser sus seguidores y luego sus apóstoles, había dos jóvenes. Uno era Andrés, hermano de Pedro, y el otro era Juan, hermano de Santiago. Se dice de ambos que eran discípulos de Juan Bautista y que éste último renunció a ellos y los convenció de que siguieran a Jesús, el Mesías que él mismo estaba anunciando en su mensaje de conversión. Esa era su misión: conquistar gente para Jesús, lejos de la pretensión de que se mantuvieran con él. "Es necesario que Él crezca y que yo disminuya", había dicho, por lo cual no le pesó nada desprenderse de ellos dos para que se fueran con Jesús como sus discípulos. El hecho de que ambos pertenecieran a ese grupo de discípulos originarios del Bautista ya nos hace descubrir en ellos un espíritu que buscaba algo más, que no estaba contento con lo que vivían ordinariamente, que sabían que existía algo que valía más la pena, por lo cual eran capaces de no dejarse llevar por vientos cambiantes e inestables, sino que en el forjamiento de una vida personal, estaban en búsqueda de una mayor solidez, de un futuro atractivo y novedoso, de una vida que planteaba retos a los que era muy atractivo buscar responder. Por eso, ante la perspectiva de esa vida ideal que proponía Jesús y que les presentaba Juan Bautista en "el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo", no dudaron un instante en hacerse sus seguidores.
El apóstol Juan era el más joven de todos. Muy probablemente estaba apenas saliendo de una pubertad provechosa y no llegaba ni siquiera a los veinte años. Poseía el ímpetu de aquella sangre en ebullición ante la cual no existían obstáculos sino oportunidades. Jesús planteaba y representaba para él todo lo que añoraba. Un mundo nuevo, una nueva forma de vida, un reto aparentemente infranqueable por lo que se hacía aún más atractivo. Para Jesús era uno de los preferidos de su grupo, al extremo de que el mismo Juan, en sus escritos, muy al estilo oriental, nunca pone su propio nombre, sino que se describe a sí mismo como "el discípulo al que Jesús amaba". Se debía tener mucha seguridad del lugar que se ocupaba en el corazón de Jesús para atreverse a llamarse a sí mismo de esa manera. Juan, junto a Pedro y su hermano Santiago, conforman ese "primer círculo" de Jesús. Delante de ellos se transfigura en el monte Tabor. Juan está a la derecha de Jesús y se recuesta en su pecho en la Última Cena. Es el único de los doce que acompaña a María en el dolor terrible de la pasión hasta hacerse presente al pie de la cruz en los instantes del sufrimiento cruel y de la muerte de Cristo. En él está representada toda la humanidad, cada uno de nosotros, cuando Jesús le encomienda el cuidado de su Madre y a Ella le encomienda el cuidado de su hijo: "Ahí tiene a tu Madre... Ahí tienes a tu hijo". En Juan estamos todos presentes. Cada uno somos el apóstol Juan. Es el apóstol que alcanzó la mayor longevidad, llegando a escribir su Evangelio, sus Cartas y el Apocalipsis en una vejez que rondó los cien años, en la Isla de Patmos. Como todos sus compañeros apóstoles sufrió el martirio, aunque no murió mártir. Fue lanzado a una olla de aceite hirviendo, pero fue preservado de la muerte por Dios. En sus escritos alude directamente a los jóvenes: "Jóvenes, les escribo a ustedes porque han vencido al maligno. Les he escrito a ustedes, hijitos, porque han conocido al Padre... Les he escrito también a ustedes, jóvenes, porque son fuertes y han aceptado la palabra de Dios en su corazón, y porque han vencido al maligno". Seguramente en su mente está lo que él mismo vivió en su juventud inquieta en la búsqueda del bien, y les quiere transmitir su propia experiencia a ellos.
¿Qué fue lo que mantuvo siempre joven a Juan? ¿Qué es lo que, en esencia, mantiene siempre joven a un discípulo de Jesús? No se trata simplemente de una cuestión de edad. Es una cuestión de amor. Juan fue siempre joven aunque haya llegado a los cien años. Su vivencia del amor fue lo que lo mantuvo siempre en esa edad fresca y lozana. Es la lozanía del amor la que lo mantuvo siempre en esa frescura. Un discípulo de Jesús no envejece jamás, por cuanto vive siempre en la novedad del amor, que hace siempre jóvenes. A mayor amor vivido, mayor juventud ganada. Quien ama siempre es joven, no envejece. Las fibras más profundas del propio ser son siempre nuevas cuando se ama. No hay persona más joven que la persona que vive en el ámbito del amor de Dios, quien ama a Dios lo más profundamente posible y quien siente en lo más íntimo de su corazón el amor siempre rejuvenecedor y renovador de Dios. Por el contrario, no hay persona más anciana que el que se ha dejado conquistar el corazón por el egoísmo, por el odio, por el mal. El verdadero cristiano es el hombre siempre joven, pues vive siempre el amor enriquecedor del Dios que se ha entregado para salvarlo. Es el que se siente hecho de nuevo por el amor recreador del Dios que todo lo restaura. "He aquí que hago nuevas todas las cosas", dice Dios. Con ello, lo hace todo joven, lo renueva todo, lo hace todo siempre nuevo, fresco y lozano. Es el amor recreador y rejuvenecedor, que hace que todo lo antiguo pase y se establezca el régimen de la novedad, el régimen de la juventud que nunca se acaba pues está todo él sondeado por el amor del Dios siempre joven, porque es el Dios del amor. Así vivió Juan. Y nos enseña. Nos indica el camino para ser de Cristo y mantenernos siempre jóvenes en su presencia: Dejarnos amar por Él sin temores ni prejuicios y amarlo con todo nuestro corazón, amando también con el mismo amor a nuestros hermanos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario