La historia del desarrollo teológico está plagada de accidentes. La comprensión del misterio divino se ha presentado siempre tan atractiva que se ha considerado por muchos como un verdadero reto al que hay que responder con audacia, con valentía, con creatividad. En esa historia encontramos diversos personajes estelares que han echado luces valiosísimas para entrar con buen pie en el umbral de la comprensión de quién es Dios, de cómo es su obrar, de cuál es su pensamiento y su actitud ante las criaturas surgidas de su mano todopoderosa, de cuál es su esencia más íntima. Muchos han atinado maravillosa y sorprendentemente, por cuanto la posibilidad de que sean tomadas rutas erradas se multiplica ante lo que es misterioso y absolutamente novedoso. La teología no se trata solo de razonamientos lógicos y ordenados, aunque como ciencia necesite de este desarrollo, sino que es, ante todo, un itinerario en el que hay que buscar y dejarse llenar de la luz que el mismo Dios quiere derramar para que sea comprendido su propio misterio. En efecto, el teólogo es, ante todo, un hombre de fe. No es necesariamente teólogo el conocedor de Dios como objeto de estudio, si no se ha dejado conquistar el corazón. Puede ser un "experto en Dios", pero no un teólogo. Por ello, en ese mismo itinerario que ha llevado la teología en la historia han surgido también personajes siniestros que han equivocado la ruta de sus razonamientos y que, por no dejarse llevar por la iluminación divina y la indicación sabia de la Iglesia como madre y maestra, han hecho que su camino sea erróneo, arrastrando incluso en ocasiones a muchos en sus desvaríos. Es lo que se conoce como herejes. La Iglesia ha reaccionado ante ellos y, en la urgente necesidad que se presentaba de aclarar las ideas, ha asumido esos esfuerzos y ha hecho que la misma teología avanzara y fuera más sólida en sus criterios.
Una de esas herejías más fuertes y que llegó a tener una tremenda difusión, fue la de la negación de la verdadera humanidad de Cristo. Según ésta, Jesús sería solo en apariencia hombre, por cuanto en la infinita pureza y supremacía del Dios que es en sí, sería imposible un rebajamiento tan absurdo y bastardo para hacerse uno más como nosotros. Aquel que aparecía como hombre no lo sería realmente. Y por ello, teniendo Dios todo el poder y viviendo todo el amor posible por sus criaturas, simplemente aparentó acercarse a nosotros, apareciendo en un cuerpo humano irreal y así realizó la redención añorada por el hombre. En su consecuencia más trágica la realidad hubiera sido que la redención entonces sería un sueño irrealizado. En una iluminación extraordinaria, los teólogos de la época dictaminaron que "lo que no es asumido, no es redimido". Esta sentencia declaraba la conclusión de la diatriba, por cuanto ponía la absoluta necesidad de la verdadera humanización de Dios para poder satisfacer la ofensa infinita que había realizado el hombre contra Dios con su pecado. A una ofensa infinita se requería una satisfacción infinita. Y esta satisfacción solo podía alcanzarla el que es infinito en su esencia, Dios mismo. Y debía ser hecha desde la condición en la cual se había ofendido a Dios, es decir desde la misma humanidad. Una humanidad aparente solo habría ofrecido una satisfacción aparente, y por ello, totalmente inexistente. Solo el hombre que es Dios podía ofrecer una satisfacción plena.
Por eso, nos encontramos a un Jesús que es verdaderamente Dios y que se hace verdaderamente hombre. Es el Dios que asume a la humanidad plenamente para satisfacer también plenamente ante el Padre. La genealogía de Cristo nos habla de un Jesús profundamente arraigado en la humanidad, no solo en su naturaleza sino en lo más estricto de su historia terrena. Él no asume solo una realidad corporal que lo incrusta como un miembro más de nuestra raza y de nuestra naturaleza, sino que asume concretamente la historia personal de cada uno. La asunción de la humanidad se da en plenitud y con todas las consecuencias. La inmensa variedad de personajes que conforman la historia ancestral de Jesús abarca un abanico sorprendente. En ella hay santos y pecadores, fieles e infieles, judíos y paganos. Hay en ella quienes hacen tener razones para sentirse orgullosos de la estirpe humana y los hay también quienes llenan de vergüenza una historia que debería ser toda santa por ser la del Redentor. Esto nos dice que no existirá jamás una razón suficiente en Jesús para dejar de asumir la historia de cada uno de nosotros, pues en su misma historia antecesora hay manchas y razones suficientes de un desprecio que nunca se dio. Es esta la historia de cada hombre y de cada mujer que Él viene a redimir. Las manchas de nuestras historias personales no son razones suficientes para que el amor de Jesús nos deje a un lado. Al contrario, son las razones últimas para ser asumidas por Él. "Feliz culpa la que nos mereció tal Redentor", dijo el gran San Agustín, no por sentir algún orgullo por ser pecador, sino por la alegría de saber que mi pecado es la razón última de aquel movimiento de amor de Dios que acerca a su Hijo para ser mío, mi Redentor y mi Señor. Jesús asume toda mi historia, la que tiene visos de belleza y la que tiene visos de horror, la bonita y la fea, la santa y la pecadora. Viene a purificarla desde el abajamiento asumiendo mi misma humanidad, limpiando mi pecado y dejando para la eternidad feliz junto al Padre todo lo que de bello, de santo y de puro hay en mi historia personal que está en sus manos amorosas y redentoras. Por ello, ni debo desconfiar ni debo huir de su amor. Con la vergüenza del hijo que ha fallado y que tiene sombras en su historia, me dejo arrepentido en sus manos de amor con confianza para que todo mi ser y toda mi historia sean llenos de su gracia, de su amor, de su perdón y de su misericordia.
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