Nuestro tiempo es tiempo de Adviento. El tiempo de la Iglesia es el tiempo de la continua espera de la venida gloriosa de Jesús. Basados en el triunfo de la primera venida de Jesús, verificada ya en nuestra historia, hecha real con la encarnación del Verbo y su periplo terreno hasta su consumación final con su muerte, resurrección y ascensión a los cielos, estamos ahora a la espera del cumplimiento de la promesa de su retorno en gloria, de aquella segunda venida en la cual se dará definitivamente su reinado sobre todas las cosas creadas y, principalmente, sobre el corazón de cada hombre. El caminar de la Iglesia se da con la mirada puesta en esa meta final de la historia, con la añoranza de esa gloria definitiva, con el anhelo de que Jesús sea todo en todo y en todos, pues será el tiempo del idilio inmutable de Dios con los hombres. Es un tiempo pleno de preparación de los corazones para hacerlos lugar en el cual pueda habitar el Jesús victorioso para siempre. Ese será el final de toda la historia, de la historia tuya y mía, pues es a ella a la que estamos destinados todos. Será el tiempo de la armonía absoluta, en la cual solo se vivirá el amor que experimentaremos como único sentimiento posible, compartiendo el único bien, el Bien supremo, que es el mismísimo Dios en nosotros. Aquel nombre del Mesías que ha venido, el Emmanuel, el Dios con nosotros, será una realidad inamovible y eterna. Nuestro Adviento continuo debe encontrarnos a todos preparando nuestro ser para esa venida gloriosa de Jesús. No debe haber en nosotros interés mayor que este. En medio de todas las peripecias vitales, todo nuestro esfuerzo debe apuntar a lograr tener un corazón que sea habitación ideal para el Jesús que viene.
¿Cómo no añorar la venida de Jesús, si sabemos que cuando ella se dé estaremos alcanzando la cima de todas las perfecciones? ¿Cómo no anhelar esa venida, cuando sabemos que ella será el final de todos los dolores, de todos los sufrimientos, de todos los males? ¿Cómo no ansiar llegar a esa meta, cuando tenemos la promesa de que al darse será vencido el último enemigo que es la muerte? ¿Cómo no suspirar por aquel momento triunfal, cuando sabemos que entonces será decretado el fin de todo conflicto, de toda tragedia, de todo enfrentamiento, de toda herida a la humanidad? Ese reinado final de Jesús será el establecimiento de la justicia, del amor y de la paz definitivos, será el triunfo inobjetable de la verdad sobre la mentira y la manipulación, de la vida sobre la muerte y sobre todo lo que la quiera herir, será la prevalencia de la santidad y de la gracia sobre cualquier forma de desvío que quiera imponer el pecado o la oscuridad que promueven la ausencia de Dios en la vida de los hombres. Ya no existirá absolutamente nada que impida que Jesús marque la pauta de toda existencia. Y sabemos que cuando Él lo hace solo habrá lo que Él ya practicó en su paso por el mundo. Se dará la salud definitiva, el sobreponerse ante cualquier escollo, el consuelo total, el alivio de todos los sufrimientos, la misericordia ante el pecador arrepentido, el primer lugar para los que fueron los últimos, la liberación de toda opresión. La felicidad estable será la cualidad más destacada, pues el hombre habrá llegado al fin de su itinerario, marcado y designado por Dios para cada uno. Será nuestra plenitud.
La misma Escritura prácticamente nos pone en la senda de la celebración final. Aquel momento será el final de todo conflicto: "De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. Casa de Jacob, ven; caminemos a la luz del Señor". Será decretado el final de cualquier oscuridad, y se establecerá el reinado de la luz: "Ya es hora de despertarse del sueño, porque ahora la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada, el día está cerca: dejemos, pues, las obras de las tinieblas y pongámonos las armas de la luz. Andemos como en pleno día, con dignidad". No tendrá sentido hablar de penumbras, pues la luz que es Jesús será la que dominará la escena. "Yo soy la Luz del mundo", nos ha dicho, y aquel será el momento en que esa luz brillará resplandeciente, sin nada que la pueda opacar. Estamos, entonces, llamados a disponernos para ese momento final. No sabemos cuándo se dará, pues será un final no anunciado con inminencia. "Ustedes estén en vela, porque no saben qué día vendrá su Señor". Pero sí sabemos que debemos estar preparados, en una actitud de Adviento continuo, es decir, de apertura de corazón para recibir al Señor que viene a reinar definitivamente: "Por eso, estén también ustedes preparados, porque a la hora que menos piensen viene el Hijo del hombre". El nuestro es el trayecto final de nuestra historia. En nuestro corazón debe surgir el anhelo de llegar triunfantes con Jesús a esa meta de felicidad plena. Será para nosotros nuestra plenitud, por lo que no debe haber otra razón que nos haga suspirar, sino llegar a ella para reinar con Jesús que viene a buscarnos para vivir en el amor y en la paz que nunca terminarán.
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