La figura estelar del tiempo de espera que vive la Iglesia y la humanidad entera antes de la segunda venida en gloria y majestad del Hijo de Dios encarnado es, sin duda alguna, la de la Virgen María, la Madre de Dios, Madre del Amor Hermoso y Madre nuestra por un arrebato de amor y de ternura de Jesús hacia cada uno de nosotros. Habernos dejado a su Madre como Madre nuestra es haber arrebatado de su propio corazón la exclusividad de un amor filial, lleno de ternura y de gozo, a fin de dejarlo confiado en nuestras manos, para que nosotros cuidemos de Ella con la misma solicitud que Él lo hizo, y para que nos dejáramos cuidar por Ella, como lo hizo con Él. Tener a nuestra Madre María en el marco de esta espera nos llena de un gozo indescriptible, por cuanto, cumpliendo el papel maternal que le encomendó su Hijo Jesús, nos toma de su mano maternal, suave y amorosa, para guiarnos con delicadeza a contemplar cada uno de los pasos previos en la preparación de aquella primera venida en la que Ella misma fue protagonista principal y, más adelante, nos sostiene en este caminar cotidiano que nos lleva paso a paso al encuentro con Aquel que viene triunfante y glorioso. El papel de María no culminó con su asunción al cielo, victoriosa como su Hijo Jesús, sino que la mantiene al pendiente de cada uno de sus hijos, sosteniéndolos en la ilusión y la valentía de seguir adelante para llegar también con Ella a la contemplación del misterio insondable y dichoso del amor eterno de Dios.
Esa figura maternal no es simplemente la de una mujer más de la historia. En la sencillez de la que está sondeada su vida cotidiana, la de una joven núbil judía, expectante como todos de la venida del Mesías prometido, en la total normalidad de la vida hogareña, junto a sus padres, habiendo llegado a la edad de la promesa matrimonial y desposada con el joven José, enamorado e ilusionado con su amor, se presenta aquella plenitud de los tiempos que representaba ya el momento en el que Dios decidía emprender la acción más importante y significativa de toda la historia de la humanidad. "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva". Se cumplía con ello, el anuncio que el mismo Dios había hecho para aquel momento glorioso: "Miren: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel". Es la joven que en la presencia de Dios está toda Ella llena de gracia, es decir, en la que hay ausencia absoluta de pecado, en la que no hay sombra de ninguna penumbra: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo", es el saludo del Ángel, que se explica solo en la condición inmaculada que posee María delante de Dios. Está toda Ella llena de la gracia de Dios, por lo cual es el sitio ideal para servir de entrada al Dios que necesita un seno puro para entrar a la tierra. Ese acontecimiento será el punto más alto al que llegará la historia de la humanidad, en el que ella misma alcanzará su zenit inimaginable, pues el mismísimo Dios tomará posesión de la naturaleza humana con el único concurso humano del Sí de María. Por ello, sin sombra de duda, puede ser llamada la Madre de Dios, a pesar de la reticencia de algunos en hacerlo. Es la Madre del hombre que se ha desarrollado en su seno y que además es Dios. A Él lo dará a luz. Toda mujer que da a luz es madre. Y si María da a luz al hombre que es Dios es, con toda naturalidad, dentro de lo extraordinario que puede ser esto, la Madre de Dios. Su prima Isabel no tiene ningún problema en reconocerlo. María es, según ella, "la madre de mi Señor", y no duda en proclamarlo con alegría. El Señor de Isabel es el Hijo de Dios, Dios mismo, por el cual suspiró eternamente Israel, quien cumplía la promesa de rescate que había hecho Dios al pueblo.
María es la mujer que por haber sido preparada para ser la morada por la que entrara el cielo a la tierra, es llamada con todo derecho "Puerta del Cielo". Ella abre las puertas del cielo hacia la tierra por la que entra majestuoso el Redentor del mundo. Y es la puerta que se abre de la tierra hacia el cielo, por cuanto se convierte para cada uno de nosotros en aquella intercesora especial que le dice a Jesús "No tienen vino", el vino de su amor y de su salvación, y es la que nos toma de su mano diciéndonos a cada uno "Hagan lo que Él les dice", asegurándonos con eso que emprenderemos el camino para llegar más expeditamente a la presencia del Padre, junto a Ella, que está con su Hijo en la felicidad eternamente. Y todo esto, grandioso y maravilloso, lo cumple desde la más grande humildad y la más hermosa de las docilidades. "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra". No hay en ella asomo de duda, de soberbia, de pretensiones. Solo hay entrega y abandono. Solo existe en Ella el deseo inmenso de servir al Señor y a sus hijos, como instrumento dócil. Con la humildad que vemos que actúa, posibilita que el punto más glorioso de la historia de la humanidad sea una realidad. Su amor, su disponibilidad, su humildad, su abandono y su entrega, nos hacen llegar al punto más alto de nuestra propia historia. Jesús es uno más de nosotros, el Dios Redentor entra majestuoso al mundo por la puerta más bella, más dócil, más humilde, que es nuestra Madre María, Madre del Amor Hermoso y Madre de cada hijo de Dios que viene a ser redimido por el Hijo hecho carne en su vientre inmaculado.
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