En nuestra vida, llegan los momentos en los que tenemos que tomar partida, en los que debemos asumir riesgos, en los que debemos decidir sobre acciones o pensamientos y también sobre sus riesgos. No será siempre posible quedarse sin asumir posturas. Nuestras vidas llegan a una encrucijada en la que habremos de decidir el camino. Es el punto en el que no podremos seguir avanzando si no tomamos una dirección concreta, que implicará, evidentemente, dejar las otras posibles rutas a un lado y desecharlas. Es claro que cuando no tenemos todos los elementos necesarios en nuestras manos para poder discernir y decidir correctamente, la opción se presenta arriesgada, pues está ella sondeada por la penumbra del desconocimiento, de la desconfianza en los propios criterios o en las propias fuerzas para seguir adelante, en los beneficios o los perjuicios que nos acarreará tal decisión. Esto es razonable y hace comprender el que se posponga alguna decisión hasta que se tenga alguna seguridad mayor. Pero no justifica de ninguna manera el que se viva en una eterna indecisión, y mucho menos si los intereses que mueven tal falta de decisión son solo personalistas o egoístas, de modo de no tener problemas con nadie y quedar bien con todos. Las opciones en las que se nos facilita tomar decisiones son en las que tenemos la seguridad de ganar-ganar, nunca en las que tenemos el riesgo de ganar-perder, o peor, perder-perder. En todo caso, solo los que asumen los riesgos al tomar sus decisiones son los que podrán avanzar. Quien se queda estático en la encrucijada jamás avanzará y nunca sabrá lo que hubiera deparado ese futuro que no quiso conquistar.
En efecto, nuestra vida cotidiana está plagada de estos momentos. Quien vive, decide. Quien vive, tiene que tomar decisiones. Cada uno a su nivel de conciencia y de madurez. Desde nuestra infancia la vida nos va enseñando que la dinámica consiste en esto. También en nuestra vida espiritual, en la que se da una dinámica similar, pero con un tinte ligeramente diverso que, por rico, es sorprendente. Para el hombre de fe, el que ha experimentado la presencia del Dios amoroso y providente en su vida, las decisiones vienen enmarcadas en el oro valiosísimo del amor de Dios, que siempre querrá el bien para sus hijos. La experiencia del amor nos confirma siempre en que quien ama, jamás querrá el mal para su amado, por lo cual cualquier decisión a su favor estará siempre llena de beneficios. "El que me sigue no andará en tinieblas", nos asegura quien nos ama más de lo que nosotros mismos nos amamos. "El Señor es mi pastor, nada me faltará", por lo cual optar por Él es la mejor manera de asegurarse los mayores bienes para sí mismo. La falta de decisión delante de la opción de Dios o de otras alternativas que nos ofrece el mundo, no solo nos deja en la neutralidad, sino que nos lanza al abismo de la ausencia del amor y de los beneficios que él nos trae. Esto no puede estar justificado de ninguna manera, mucho menos si está motivado por intereses mezquinos basados en el egoísmo o la huida de los compromisos mayores a los que nos llama servir a Dios. Tener ante la vista todos los beneficios que nos acarrea el ser de Dios, el decidirse por Él, el optar por seguirlo y ser suyos, y dejar todo esto a un lado, es signo de una enajenación absurda y de un discernimiento totalmente errado.
Jesús pone a todos en la necesidad de decisión. Nos pone en la situación límite en la que debemos optar. O somos de Él, o no lo somos. O nos decidimos a seguirlo, o lo dejamos a un lado. O lo reconocemos como el Salvador, o simplemente lo desechamos optando por una vida superficial y sin fundamentos sólidos. "Les voy a hacer yo también una pregunta; si me la contestan, les diré yo también con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan ¿de dónde venía, del cielo o de los hombres?" La respuesta implicaba una opción clara. Tan clara que en el debate interno que se hacen los que enfrentaban a Jesús estaban bien conscientes de las consecuencias, pero son incapaces de asumirlo: "Si decimos 'del cielo', nos dirá: '¿Por qué no le han creído?'. Si le decimos 'de los hombres', tememos a la gente; porque todos tienen a Juan por profeta. Y respondieron a Jesús:
'No sabemos'". En vez de optar claramente por Jesús y por la obra de aquellos que son sus enviados, como Juan Bautista, pensaron solo en su beneficio pasajero y temporal, temieron a la gente y no quisieron asumir el riesgo. Prefirieron el juicio de los hombres al juicio de Dios. Aun cuando somos muchos los que nos movemos en esas aguas, tenemos que poner delante de nosotros al Dios que nos conmina a decidirnos. ¿Quién es ese Dios que se nos presenta como alternativa, la que nos da la plena seguridad de un futuro de felicidad y libertad plena? Es el Dios que nos espera con los brazos abiertos, que tiene las manos llenas de regalos amorosos para nosotros. No hay oscuridad en la fe. La claridad que nos da el amor que Dios derrama en nuestros corazones llega a ser tan luminosa que elimina toda sombra de duda y nos hace lanzarnos a ese abismo de amor, en el cual no hay absolutamente ningún riesgo, sino solo la seguridad de ser recibidos por los brazos sólidos del Dios de amor que únicamente quiere nuestro bien. Es la seguridad que nos viene a traer el Enviado de Dios, el Hijo eterno del Padre: "Lo veo, pero no es ahora, lo contemplo, pero no será pronto: Avanza una estrella de Jacob, y surge un cetro de Israel". Viene con el regalo de amor que nos dará todas las seguridades que necesitamos para decidirnos sin dudarlo por Él y por su amor.
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