La historia de la salvación está impregnada de personajes estelares que Dios va colocando como hitos para indicarnos las rutas por las cuales Él quiere ir conduciendo nuestros pasos y para que comprendamos cada vez más claramente su intención de rescatarnos de aquella penumbra en la que nosotros mismos nos hemos sumido. Desde la elección de los Patriarcas hasta la aparición de los Profetas, cada uno de ellos fue como una luz que Dios iba encendiendo y que se sumaba a las anteriores, dejándonos cada vez más iluminada la posibilidad de comprender su designio amoroso, con el cual quería cumplir estrictamente su decreto de salvación. Igualmente, cada una de esas luces, iluminando y aclarando con suavidad su misterio, eran un indicativo de aquel camino que Dios mismo ponía como sugerencia amorosa delante de nosotros para que entendiéramos que no eran caminos cerrados, calles ciegas, sino rutas a través de las cuales nosotros mismos podíamos optar si seguir o no. Las luces no eran enceguecedoras, sino sugestivas. Las voces por las cuales Dios se dirigía a los hombres, aquellas de los patriarcas, los jueces, los reyes o los profetas, no eran voces tiránicas, hegemónicas o impositivas, sino que contaban con la calificación más propia del Dios amoroso, que respeta reverentemente la libertad que Él mismo había donado a los hombres. No podía ser de otra manera por cuanto ellas eran instrumentos del mismo Dios amante de la libertad. En efecto, la obra salvífica es una obra que tiene como fuente única, absoluta y original a Dios y a su amor, pero que además presupone la activación de la voluntad humana en una acción tendiente a la participación activa abriendo el corazón y poniendo la voluntad a la disposición de salvarse que Dios espera en cada uno: "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad".
Así, en el repaso de todos esos personajes iluminadores, nos encontramos con Juan Bautista, quien recibe de Jesús los más grandes elogios: "En verdad les digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista". Escuchar de los labios del Dios que se hace hombre, de aquel que viene al rescate de la humanidad perdida y postrada, esta alabanza de este personaje, nos hace entender la centralidad de su obra y de su misión. Juan Bautista representa el gozne entre la Antigua y la Nueva Alianza, entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Con él se inaugura la nueva economía en la historia de la salvación, pues con él se abre ya camino entre los hombres "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo". Él lo anuncia y lo presenta a los hombres. Su concepción portentosa en el vientre de su anciana madre Isabel, incluso, llega a ser el signo que le sirve a María de seguro para entender que para Dios no hay nada imposible, y es así como Ella podrá llegar a ser la Madre de Dios. Por ello, en medio de todos aquellos personajes, de aquella ingente cantidad de luces que Dios había encendido en la ruta de la salvación, Juan es el último faro luminoso con el cual se abre la puerta para que la obra de redención comience a surtir el efecto definitivo. La luz que Dios enciende con Juan Bautista se podría decir que es la última y la determinante: "Él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia". La actitud de este Juan Bautista, última luz encendida por el Dios de amor, es la perfecta que debe tener cualquier discípulo. Simplemente la de la instrumentalidad dócil y humilde: "Ustedes mismos son testigos de que he dicho: Yo no soy el Mesías, pero he sido enviado delante de él. En las bodas, el que se casa es el esposo; pero el amigo del esposo, que está allí y lo escucha, se llena de alegría al oír su voz. Por eso mi gozo es ahora perfecto. Es necesario que él crezca y que yo disminuya". Su conciencia clara era la de ser heraldo, un adelantado, que invitaba a abrir los corazones para recibir al Redentor que viene. Él es la "voz (que) grita en el desierto: preparen el camino del Señor, allanen sus senderos".
En este itinerario de iluminación y anuncio, papel determinante lo jugamos cada uno de nosotros, por cuanto nos corresponde la aceptación o no de la sugerencia de salvación. Ésta no es obligada sino aceptada. No somos receptores pasivos de ella, pues Dios quiere que nos pongamos activamente a favor de ella para que sea una realidad en nosotros. Por ello es tan significativa la expresión que usa Jesús luego de la alabanza al Bautista: "En verdad les digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él". Todos los que aceptan la redención se hacen gigantes. Todos son engrandecidos en dignidad y en amor. Todos viven la vida ideal que corresponde a los salvados, a los que se han dejado hacer hombres nuevos. Cualquiera, de esta manera, se hace tan o más grande que Juan Bautista, con todo lo grande que es él mismo. Es una realidad de oferta y libertad. Dios pone en nuestras manos su regalo de amor para que lo asumamos libremente. Lo tomamos o lo dejamos. Cada uno es libre en su arbitrio. Pudiendo ser todos beneficiarios del rescate de aquellas penumbras en las que nos encontramos, tenemos la posibilidad de negarnos a él. Jesús lo indica claramente: "Los Profetas y la Ley han profetizado hasta que vino Juan; él es Elías, el que tenía que venir, con tal que quieran admitirlo. El que tenga oídos, que oiga". Nuestros oídos están para escuchar. Nosotros los abrimos o no para hacerlo. Si escuchamos esa noticia gloriosa de nuestra salvación y nos colocamos activamente en el deseo de que sea una realidad en nosotros, habremos aprovechado la infinidad de luces encendidas por Dios en nuestro camino de salvación. De lo contrario, nos mantendremos en la penumbra del abismo profundo de nuestro pecado y de nuestra condenación.
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