A los hombres nos encanta estar en la cuerda floja. Muchas de las situaciones que vivimos, en las que nos encontramos entre la espada y la pared, son provocadas por nosotros mismos, pues creemos que somos invencibles y saldremos siempre incólumes del peligro en el que nos colocamos. Lejos de estar vigilantes ante el mal que puede acarrearnos ponernos en el candelero, lo hacemos como para probar que somos fuertes o como para disfrutar en algo del sabor de lo prohibido, con la falsa idea de que luego podremos volver al camino de la normalidad. Lo cierto es que no somos tan fuertes y muchas veces el sabor del mal nos deja marcados y nos arrastra de tal modo que llega el punto en el que ya no nos será posible desencadenarnos de él. El deseo de probar algo nuevo y desconocido se da por creer con falsa ilusión que podremos encontrar algo en lo que sintamos mayor satisfacción que la que nos ofrece Dios mismo cuando disfrutemos del gozo de estar con Él, cuando tengamos la experiencia profunda y totalmente gratificante de su amor. Somos hombres en continua búsqueda de la felicidad y cuando no la vivimos en plenitud con Dios, no por su causa sino por no abandonarnos total y confiadamente en sus manos, surge siempre la añoranza de algo mejor, de algo más plenificante, de algo más satisfactorio. En vez de profundizar en la felicidad que el mismo Dios nos provee y que es mayor a medida que nos entregamos a Él, volteamos la mirada hacia otro lado y nos vamos irreflexivamente detrás del mal. El regalo a los sentidos, las satisfacciones pasajeras, los gustos irrefrenados, nos van conduciendo a un abismo en el que llegamos a pensar que se está muy bien pero en el que además vamos sintiendo mayor necesidad de ello, por lo que nos hundimos aún más y se nos hace casi imposible salir de él, pues nos va envolviendo de tal manera que sucumbimos totalmente. Se llega a necesitar más y más, y cada gusto complacido es una nueva cadena que nos ponemos y que nos inmoviliza, hasta dejarnos totalmente inútiles y secuestrados. Llegamos a la condición de aquellos endemoniados que salen al encuentro de Jesús en el camino de los gadarenos: "Desde los sepulcros dos endemoniados salieron a su encuentro; eran tan furiosos que nadie se atrevía a transitar por aquel camino. Y le dijeron a gritos: '¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí a atormentarnos antes de tiempo?'" Nuestra condición de esclavizados nos hace imposible ver que Jesús se acerca para ofrecernos la recuperación de nuestra dignidad, tendiendo su mano para que nos tomemos de Él y nos pueda sacar del abismo en el que nos encontramos.
Pero el demonio conoce muy bien su limitación ante Jesús. Llama mucho la atención que sin ni siquiera ofrecer resistencia, prácticamente implora misericordia de Jesús: "A cierta distancia, una gran piara de cerdos estaba paciendo. Los demonios le rogaron: 'Si nos echas, mándanos a la piara'. Jesús les dijo: 'Vayan'. Salieron y se metieron en los cerdos. Y la piara entera se abalanzó acantilado abajo al mar y murieron en las aguas". Es la prueba irrefutable que nos da la Palabra de Dios de que delante de Cristo, el Hijo de Dios, Dios Él mismo que se ha hecho hombre, el demonio no tiene ninguna opción. La fuerza del demonio es inexistente cuando Jesús está presente. Él lo ha vencido siempre y jamás dejará de hacerlo. Así ha sido y lo será siempre, desde que el demonio se rebeló delante de Dios y provocó la ruptura de la armonía total que existía en aquella creación de orden espiritual que estaba toda ella en la absoluta concordia por la plenitud del gozo que vivían todos los seres espirituales en la presencia de Dios. El hermoso Arcángel Luzbel -"Luz Bella"-, el más hermoso de todos, pretendiendo acoger en sí un poder mayor que el de Dios su Creador, demostró su poco juicio, quedando en el mayor ridículo y en la mayor de las debilidades. Desde ese momento contaba solo con su propio poder delante de Dios y comenzó su historia de derrotas incontables. No le quedó más remedio que buscar aliados, y los encontró en quienes demostraron también poco juicio delante de Dios, en los hombres que, conquistados por sueños de grandeza sin fundamento, se dejaron engañar por esta criatura espiritual, que tenía mayor inteligencia. Se comprueba que ni Luzbel ni el hombre, por sí mismos, tienen poder. Delante de Dios jamás lo tendrán. La historia del demonio es historia de derrotas. Nunca podrá vanagloriarse de haber vencido a Dios. Ni siquiera en aquella aparente derrota ignominiosa que procuró a Jesús, haciéndole llegar a la muerte en Cruz, pues esa supuesta victoria suya fue su derrota más contundente, ya que al morir Jesús, arrastró a la muerte su poder demoníaco, lo cual quedó refrendado por la resurrección gloriosa del que supuestamente había sido vencido, que resurgía triunfante de la muerte. Esa fue su derrota final. Ante esto, cabe preguntarnos entonces, ¿de dónde le viene el actual poder al demonio, si ha sido, como en efecto fue, ya derrotado por Jesús y no tiene más poder en sí mismo?
La respuesta es muy sencilla. Y por ser tan sencilla es a la vez muy sorprendente. El poder que tiene el demonio actualmente, habiendo sido vencido totalmente por Jesús y habiendo quedado en el mayor ridículo de la historia, lo obtiene de aquellos a los que asoció a su absurdo desde el principio, es decir, de los hombres. No teniendo poder en sí mismo, pues delante de Dios nunca tuvo un poder mayor que el de Él, y habiendo sido vencido en la Cruz quedando totalmente debilitado y sin fuerza, perdiendo la poca que tenía, saca su poder del poder que le pongamos los hombres en sus manos. Es de nosotros mismos que toma oxígeno y se engrandece. Se vanagloria porque aún los hombres, en la experiencia más absurda de nuestra supuesta emancipación de Dios, preferimos dejarnos seguir dominando por él y le permitimos actuar a sus anchas en nosotros. El poder que tiene el demonio será solo el que nosotros le pongamos en sus manos. Ya él fue vencido por Jesús y eso no cambiará jamás. Él está totalmente postrado a los pies de Cristo, que le tiene pisoteada la cabeza. Así lo reconoce él mismo cuando, como en el caso de los endemoniados, implora que no lo humille. Pero la desgracia mayor para nosotros es que en muchas ocasiones, así lo preferimos nosotros. En vez de rendirnos al poder, al amor y a la misericordia de Dios, preferimos dejar que Luzbel siga andando a sus anchas. Sucedió también con los paisanos de aquellos endemoniados: "Los porquerizos huyeron al pueblo y lo contaron todo, incluyendo lo de los endemoniados. Entonces el pueblo entero salió a donde estaba Jesús y, al verlo, le rogaron que se marchara de su país". En vez de alegrarse por el triunfo contundente de Jesús sobre el demonio, le piden que se marche de allí. Prefieren la presencia del demonio que la de Jesús, pues Jesús los compromete a seguirlo. Para ellos resultaba más satisfactorio estar encadenados al demonio que liberados en Jesús. A ese punto había llegado su enajenación. El hambre de pecado les había enturbiado el alma y el corazón. La plena libertad la desechaban prefiriendo la esclavitud, y pusieron por encima la oscuridad sobre la luz, el abismo sobre la cima, la tristeza sobre el gozo pleno. Sin embargo, el trueque que nos propone Dios es el mismo de siempre: "Busquen el bien, no el mal, y vivirán, y así el Señor, Dios del universo, estará con ustedes, como pretenden. Odien el mal y amen el bien, instauren el derecho en el tribunal. Tal vez el Señor, Dios del universo, tenga piedad del Resto de José". Lo sigue proponiendo a cada uno de nosotros. Lo tomamos o lo dejamos. O nos ponemos del lado del que ya ha vencido, de Jesús y de su amor, o seguimos poniendo en las manos del demonio el poder que ya no tiene y le permitimos seguir venciendo sobre nosotros y haciéndonos daño. Con mucho, dejarse vencer por Jesús no poniendo ya más poder en las manos del demonio, será nuestra mayor victoria.
Los cristianos somos el signo de la presencia de Dios en el mundo porque con él, con solo sentir su fe, nos libera y humaniza.
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