En nuestra mentalidad mercantilista, cuando nos referimos a la vida en Dios, a los valores del Reino, a las ganancias que podremos obtener cuando ponemos nuestro aporte, surge siempre la inquietud sobre si valdrá la pena, o el gozo, el poner todo lo que tenemos que poner. Hasta los discípulos de Jesús, aquellos que estaban más cercanos a Él y habían recibido el mensaje, ciertamente aún oscuro, de las compensaciones infinitas que prometía Dios, tuvieron esa inquietud y se la plantearon claramente a Jesús: "Dijo Pedro a Jesús: 'Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos va a tocar?'" La pregunta es absolutamente pertinente por cuanto siempre debe haber algo en contraprestación de lo que se invierte. El sistema de dar para recibir algo a cambio es propio de la transacción humana. Incluso en lo espiritual. En esa mentalidad no queda este intercambio en el vacío. Jesús mismo le responde a los apóstoles: "El que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna". Aun cuando hay una promesa de beneficios incluso materiales, el peso no lo coloca Jesús en ello, sino en la riqueza espiritual que se disfrutará en la eternidad, que es infinitamente más compensadora que la que se obtenga en el tiempo que pasará. La eternidad ofrece una compensación mucho más alta que cualquiera de los beneficios que se obtengan en la temporalidad que vivimos. Por ello, cuando entramos en la valoración de lo que podremos obtener, debemos siempre colocar el acento en lo que trasciende, en lo que no desaparece, en lo que se mantendrá siempre por encima del tiempo. Aun cuando por ser hombres que viven en la corporalidad, y en quienes la materialidad condiciona absolutamente toda nuestra existencia temporal, no podemos dejar a un lado lo que el mismo Dios quiere para nosotros: que seamos felices en el disfrute razonable y sosegado de los bienes materiales que Él mismo ha colocado en nuestras manos. Es así que en su empeño de acentuar la necesidad de una justicia distributiva de los bienes, en el que se dé un equilibrio entre la necesidad de todos y los beneficios que tienen derecho a obtener, Jesús claramente se opone a toda miseria en la que los hombres no accedan al disfrute de los bienes que Él mismo les ha donado. Los hombres hemos sido creados para ser felices y parte de esa felicidad está en disfrutar de los bienes materiales que nos ofrece la creación. Sin hacer depender nuestra felicidad exclusivamente de la posesión de bienes, todos debemos aportar lo que podamos para el bien de los hermanos. Hay un doble trabajo: ser justos en la distribución de los bienes y contentarse con lo que podemos obtener. No es más rico quien más tiene sino quien más está feliz con lo que tiene y por ello necesita menos.
Ese camino de felicidad es el que debemos alfombrar con mayor esmero. Paradójicamente los hombres más felices de la historia son los que han estado menos apegados a las riquezas. Además, el camino de la santidad ha sido más fácil para quienes no han permitido que los bienes materiales hayan estado presentes en sus vidas como estorbos u obstáculos. La libertad de espíritu con la que cuenta quien no está atado a los bienes materiales es tal, que esos bienes jamás condicionan su disponibilidad para el amor a Dios y a los hermanos. El gran Rey Salomón es un ejemplo muy iluminador de ello: "'Concede, pues, a tu siervo, un corazón atento para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal. Pues, cierto, ¿quién podrá hacer justicia a este pueblo tuyo tan inmenso?' Agradó al Señor esta súplica de Salomón. Entonces le dijo Dios: 'Por haberme pedido esto y no una vida larga o riquezas para ti, por no haberme pedido la vida de tus enemigos sino inteligencia para atender a la justicia, yo obraré según tu palabra: te concedo, pues, un corazón sabio e inteligente, como no ha habido antes de ti ni surgirá otro igual después de ti'". La sabiduría fue un tesoro infinitamente más valorado por Salomón que todas las riquezas o boatos que hubiera podido obtener de Dios. Él comprendió que necesitada de la unión con Dios para poder ejercer bien su mandato sobre el pueblo. Su beneficio no lo redujo a lo personal, sino que lo enfocó en prestar el mejor servicio al pueblo que Dios había puesto en sus manos. Entendió claramente que todo lo que Dios permite y pide, siempre es beneficioso para nosotros, por lo que apuntó correctamente a aceptar la voluntad divina, consciente de que por esa ruta iba a encontrar el sentido de su vida y de su tarea. Es lo mismo que sugiere San Pablo: "Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio. Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó". No hay en Dios otra finalidad que la procura del bien para sus criaturas. Dios no ha colocado al hombre en el mundo para sufrir, aun cuando el sufrimiento pueda ser parte de la vida. Dios ha colocado al hombre en el mundo para ser feliz. La cuestión está, entonces, en enfocar bien cuál es el camino de esa felicidad. No puede estar en la ausencia de dificultades, pues todos las vivimos. Debe estar en otro centro hacia el cual debemos apuntar. La felicidad está en sobreponerse a las necesidades y en dejarse abandonados en las manos del Padre que quiere que seamos felices. En sentir ese amor que Dios derrama en nuestro corazón y abandonarse radicalmente en sus brazos para dejar que Él haga en nosotros realidad esa felicidad. En sentir el alivio que Él nos da cuando nos acercamos a sentir su consuelo. Nada hay que Él permita que suceda que no sea bueno para nosotros. "A los que aman a Dios todo les sirve para el bien".
En sus enseñanzas, Jesús trata de dejar claro en dónde se debe poner el acento y hacia dónde debemos apuntar para obtener los beneficios. No nos debemos empeñar en la acumulación de bienes como si la vida se nos fuera y dependiera solo de ello. La oferta de Dios supera en mucho la oferta del mundo. Querer quedarse solo con lo que ofrece el mundo frustra completamente la posibilidad de vivir en la felicidad plena que ofrece Jesús. Empeñarse en quedarse con las riquezas que desaparecen elimina la posibilidad de obtener la riqueza que nunca desaparecerá. De allí que hay que saber valorar bien la transacción que nos ofrece Jesús. Se trata de dejar lo que llena nuestros corazones, vaciándolos de todo lo que ocupa su espacio, para dejar lugar al tesoro con el que nos quiere llenar Cristo. Si no entendemos esto, nos empeñaremos en quedarnos con lo menos valioso creyendo que es lo mejor, perdiendo lo que es la riqueza máxima. "El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra. El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran". Cuando se descubre el valor infinito de las riquezas del Reino, todo lo demás se considera nada. Lo que vemos en nuestras manos lo consideramos de valor ínfimo, y por ello apuntamos a ganar la riqueza mayor, sin importarnos ponerlo todo en función de obtener la mayor ganancia. Por ello, seremos capaces de vender todo lo nuestro para ganar el campo donde está el tesoro, de salir de todas nuestras perlitas y de todas nuestras posesiones, de esforzarnos con coraje por obtener la mayor cantidad de peces posibles. Todo lo ponemos en función de ganar el bien mayor. Cuando nos damos cuenta de que en esa transacción salimos ganando abundantemente, no dudamos nada. Nos vaciamos de todo lo nuestro, lo dejamos todo a un lado, lo colocamos todo en función de tener algo mucho mayor y mucho mejor. No hay comparación entre lo que tenemos y lo que ganamos. Es absurdo empeñarse en mantener lo propio cuando lo que ofrece Dios es infinitamente más grande. Es convencerse de que todo lo que nos ofrece Dios es siempre mejor, que ponerlo todo en función de vivir su amor, ahora y en la eternidad es, con mucho, más inteligente y favorable. Es convencerse de que todo lo que Él permite en nuestras vidas es para nuestro bien, pues al ponerlo todo en sus manos, Él se ofrece como alivio y se coloca a Sí mismo al final del camino como el premio mayor que nos corresponderá para vivirlo en el amor que no tendrá fin.
Muy cierto,su reino es el tesoro mas valioso que podemos tener!!
ResponderBorrar