Profundizar en los criterios que va estableciendo Jesús para la vida de sus seguidores es percatarse cada vez más de la infinita distancia que separa dichos criterios con los del mundo. Para el mundo, el éxito de la empresas que se realizan está en el renombre ganado, en los beneficios externos que se logren, en el poder que se va acumulando, en la aclamación creciente de las masas, en la suma de adeptos sin conciencia que miran solo a la fama que brilla como oropel, en la influencia cada vez más narcotizante en las mentes de los débiles, en la acumulación de riquezas que engrandecen el tesoro personal, en la extensión creciente que va logrando la empresa. Quien se coloca en la margen de la clasificación del éxito con estos criterios, y va verificando que son logros alcanzados, no puede sino concluir que esa persona es una persona exitosa. Evidentemente, de alguna manera todos somos víctimas de un pensamiento así, pues no se puede considerar siempre malo un éxito empresarial. Los hombres hemos sido puestos en el mundo por Dios, enriquecidos con nuestra inteligencia y nuestra voluntad, con la capacidad de discernir entre el bien y el mal, con la libertad y la fortaleza para enfrentar grandes empresas, con el fin de hacer del mundo un lugar cada vez mejor para todos. Y eso se logrará solo cuando se ponga el empeño de que el beneficio que se persigue alcance a la mayor cantidad de gente posible. Por ejemplo, en el ejercicio de la política, un campo propicio para el testimonio de los discípulos de Cristo, se estará logrando el fin cuando en él se logre establecer un bien cada vez mayor para la mayor cantidad de gente posible. Es un servicio del amor que persigue que la tarea que Dios le encomienda a los hombres en el mundo se alcance siguiendo sus pautas: "Dominen el mundo y sométanlo". Por supuesto, no es un sometimiento tiránico el que ordena Dios. Es el del servicio y el del amor, como lo aclara Jesús luego a los apóstoles: "El que quiera ser grande entre ustedes, que sea el servidor de ustedes, y el que quiera ser primero entre ustedes, que sea el esclavo de ustedes. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos". La autoridad, el gobierno, la dirección de la comunidad, es una tarea sobre todo de servicio y de entrega. No es la subyugación la que se persigue, sino la entrega al servicio por el bien de todos. La autoridad bien entendida es la de quien se pone al servicio de cada uno de los súbditos. Ese es el verdadero político.
El conflicto surge cuando en el corazón del que debe servir se enquista el egoísmo y la vanidad, el materialismo y las ansias de poder. Cuando se contamina la pureza del ejercicio de la autoridad y se pone el centro en el sujeto y no en el objeto. No es el bien común el que marca la pauta, sino el bien personal que surge de la procura de bienes individuales sin importar el beneficio de aquellos a los que se debería servir con amor. La ejemplificación clara de esta actitud contaminada es la de la madre de los Zebedeos: "Se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó: '¿Qué deseas?' Ella contestó: 'Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda'". La versión del Evangelio de Marcos coloca la situación aún más dramática, pues allí no es la madre la que se acerca a Jesús, sino los mismos apóstoles que lo hacen para pedir ser colocados en esos lugares privilegiados. La finalidad es clara: que ellos sean los que, al establecer el Reino que Jesús viene a implantar, dominen sobre todos. Una clara búsqueda de poder y de dominio. Un interés totalmente egoísta. Es entonces cuando Jesús echa luces sobre la diferencia de criterio. Por supuesto que todos serán colocados en los primeros lugares, pero no para ejercer un dominio sobre los demás, sino para entregarse totalmente y con todo el corazón a la obra del establecimiento del Reino, lo que significará el mayor servicio, es decir, el mayor ejercicio de la verdadera autoridad que se podrá prestar, pues se estará entregando la vida a ello: "'Ustedes no saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo he de beber?' Contestaron: 'Podemos'. Él les dijo: 'Mi cáliz lo beberán; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre'". Beber el mismo cáliz que beberá Jesús ya sabemos lo que significa. Aun cuando los apóstoles en aquel momento aún no comprendían bien lo que eso significaba, Jesús sí se los deja claro. Quien quiera destacar en su Reino deberá correr su misma suerte, es decir, deberá beber su mismo cáliz. Y no es una alfombra de triunfo la que se le tenderá, como lo hace el mundo a sus héroes. Será la alfombra ensangrentada de la entrega y del dolor, por enfrentarse precisamente a esa mentalidad egoísta y tiránica que promueve el mundo. El amor y el servicio van en el orden de la anulación de sí mismo para la exaltación de Dios y de los hermanos. El criterio va en el sentido opuesto. No es servirse del mundo para destacar, sino que es permitir que el mundo se sirva de uno para obtener la vida que Jesús le ofrece.
Cuando los apóstoles fueron testigos del modo como Jesús ejerció su autoridad, contemplándolo en la cruz inerme, totalmente vencido, comprendieron cómo era que ellos mismos tenían que buscar los primeros puestos. Era poniéndose en la línea de la misma entrega de Jesús. Y comprendieron que esa era la única manera posible de ser verdadero servidor del Reino, es decir, que no podían pretender ser los primeros buscando otros privilegios sino solo el de entregarse por amor. Ese es el verdadero privilegio de los discípulos de Jesús. El gozo del discípulo es entregarse por amor. Esa es su gala y su orgullo. Cuando no se hace así, hay siempre que desconfiar de que haya un auténtico ejercicio del discipulado. Cuando en la vida del seguidor de Cristo solo se consiguen honores o hay ausencia de persecución y de conflictos, hay que desconfiar de ese discipulado. Ninguno de los apóstoles estuvo sustraído de eso: "Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados, llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, mientras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte por causa de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De este modo, la muerte actúa en nosotros, y la vida en ustedes". Para ellos era evidente que el itinerario no podía ser distinto del que había seguido Jesús. Estaba muy claro lo que el mismo Cristo les había dicho: "El que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí". La condición de discípulo no se reduce a la aceptación de algunas ideas, sino que apunta a lo esencial, a llevar a la vida los criterios de Cristo, a no sustraerse de la experiencia vital de entrega en el servicio que realizó Jesús. La dicha del discípulo no está en satisfacer los criterios del mundo, sino en satisfacer los criterios de Cristo: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien ustedes mataron, colgándolo de un madero. Dios lo ha exaltado con su diestra, haciéndolo jefe y salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que lo obedecen". El panorama humanamente puede no ser atractivo. Pero en dar testimonio del amor y en servir está la dicha del ser seguidor de Jesús. No hay nada que satisfaga más a Dios. Jesús no lo oculta: "En el mundo sufrirán tribulaciones. Pero no teman, Yo he vencido al mundo". ¿Acaso Jesús no sufrió? Los discípulos no podemos pretender una suerte distinta. ¿Acaso no está Jesús hoy triunfante en la gloria a la derecha del Padre? Esa será nuestra meta también. Somos compensados ya sabiendo que estamos haciendo lo que nos corresponde, en la dicha de ser testigos auténticos de Cristo. Y recibiremos la compensación definitiva y eterna, viviendo junto a Él en la gloria del Padre.
Amén amén amén
ResponderBorrarEn el reino de Dios no hay figuras principales, el que quiera ser grande que se haga servidor de los demás como hizo el hijo del hombre que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en pago de la libertad de todos nosotros...
ResponderBorrarEn el reino de Dios no hay figuras principales, el que quiera ser grande que se haga servidor de los demás como hizo el hijo del hombre que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en pago de la libertad de todos nosotros...
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