sábado, 4 de julio de 2020

Odres nuevos para el amor, reconstruyéndonos en el amor

Oración del viernes: «¡A vino nuevo, odres nuevos!» - MVC

Existen dos actitudes consecutivas para las cuales debemos estar preparados siempre los cristianos, que vivimos tiempos de esperanza y de cumplimiento, de avizoramiento y de llegada, de añoranza y de plenitud. Nos lo exige nuestra condición de hombres en el tiempo, para los cuales la historia sigue adelante y no se detiene, y se mantendrá en movimiento total hasta tanto no se llegue a la meta definitiva, por lo cual tenemos la condición de trashumantes con la mochila siempre pronta y el espíritu siempre bien dispuesto, pero con la mirada elevada a la realidad superior que nos ha sido prometida y nos espera. La primera actitud es la de la expectativa ilusionada y feliz. Nos ha sido prometida una realidad por la que debemos suspirar, que será sin duda infinitamente más compensadora de la que vivimos actualmente. Es la utopía que nos señala Dios en la que todo será transformado en Él, en la que Él "será todo en todos" y en la que por lo tanto se vivirá la total armonía. Se da en esta actitud de esta primera etapa una paradoja, por cuanto lo que se añora ya se ha vivido. Fueron los tiempos idílicos del Edén que se perdieron por la poca vigilancia del hombre y su torpeza confiando en la voz engañosa del demonio. Y tuvieron su reposición parcial con la entrada triunfal de Israel en la tierra prometida, aquella que "manaba leche y miel", en la que incluso se reservó el espacio privilegiado y principal para Yahvé en el glorioso Templo de Salomón, emblema para la vida de Israel, con lo cual se confirmaba la centralidad de Dios en la vida del pueblo y su decisión voluntaria de que, siendo Él el centro de todo, fuera el que determinara las rutas por las que se debía caminar. Pero que también, por esa conocida y repetitiva torpeza humana, se perdió y se comenzó a sufrir grandemente por la pérdida de esas bendiciones alcanzadas de la mano de Dios. La expulsión del Edén y el destierro de Jerusalén marcaron con tinta oscura la experiencia espiritual de Israel y lo abatieron en la tristeza y en la desesperanza. Aparece, entonces, el actor principal de toda la historia. Conocedor como lo es perfectamente del hombre, de su debilidad, de su torpeza, de su capacidad de ser engañado, hace gala de lo que más sabe hacer: amar. Ese amor necesariamente desemboca en la concesión de nuevas oportunidades, de hacer borrón y cuenta nueva, de aplicar compasión y misericordia, de elevar al hombre desde el abismo en el que se encuentra.

Por ello, en su consabida preferencia por el hombre surgido de sus manos amorosas, no se lo dejará arrebatar, pues es su criatura predilecta y única a la cual ama por sí misma, y le anuncia la llegada del tiempo futuro en el que será recuperada la alegría inicial: "Repatriaré a los desterrados de mi pueblo Israel; ellos reconstruirán ciudades derruidas y las habitarán, plantarán viñas y beberán su vino, cultivarán huertos y comerán sus frutos. Yo los plantaré en su tierra, que Yo les había dado, y ya no serán arrancados de ella —dice el Señor, tu Dios—". Aunque Israel, en el tiempo del destierro, sufra las amarguras de la situación que él mismo se ha provocado, deberá tener la capacidad de guardar la esperanza en lo más íntimo de su corazón, pues el Dios que lo ha elegido no se ha olvidado de él. Su amor y su predilección es tal que prefiere echar mano de lo bueno que existe en su propio corazón y no seguir dando rienda suelta al escarmiento que la mala conducta de Israel se mereció y que, siendo lo más razonable posible, es lo que le correspondía por haber despreciado la vida en el amor de Dios. En la mente de Dios el razonamiento hecho para actuar no es el de la venganza sino el de la misericordia. Como lo dice el salmista: "La misericordia vence sobre la justicia". Dios, antes de mirar al pecado o a la traición, se mira a sí mismo, y descubre el amor infinito y eterno que lo movió a crear al hombre y a elegir a su pueblo, y deja que su motor sea su corazón y no lo que el hombre se merece. El corazón de Dios nunca queda vacío de amor y jamás deja espacio para el odio. Y hace la promesa de lo que sucederá en ese futuro, que de este modo, enciende la ilusión esperanzada y la añoranza de habitar y de ser actor en el idilio futuro con Dios, que tendrá un nuevo comienzo, pero que ya jamás finalizará: "Aquel día levantaré la cabaña caída de David, repararé sus brechas, restauraré sus ruinas y la reconstruiré como antaño, para que posean el resto de Edón y todas las naciones sobre las cuales fue invocado mi nombre —oráculo del Señor que hace todo esto—". Dios se ofrece como el reconstructor de Israel, de su grandiosidad, de su estancia divina. Se convierte en el arquitecto, en el obrero, en el albañil, que reconstruirá ese pueblo que está postrado. Y evidentemente, esperará de ese pueblo una respuesta de amor comprometido en el cual se dé ya no la falta de vigilancia, sino el gozo infinito que procurará ya jamás volver a perderlo.

La segunda actitud es la del gozo cumplido al haber alcanzado la meta. Todo lo prometido por Dios, aquello por lo cual se suspiró y que se deseó ardientemente, llega a su cumplimiento. Es el arribo a ese tiempo de utopía que se hace totalmente real y vivencial. Es la entrada en el triunfo de Jesús que es regalado a los hombres. Es ese tiempo que tuvo su adelanto en la experiencia que vivieron los apóstoles junto al Jesús de la historia que les hizo saborear la dulzura de aquello que se vivirá en plenitud en el futuro, por lo cual entendieron que será de ausencia de sufrimientos y penurias y presencia del absoluto gozo pleno, y que llamó la atención a los discípulos del Bautista, por lo que se acercaron a Jesús a preguntarle extrañados: "Los discípulos de Juan se acercan a Jesús, preguntándole: '¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?' Jesús les dijo: '¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos?'" Quedaba claro entonces que ese tiempo para los apóstoles fue el adelanto de la gloria final. No tiene sentido asumir dolores cuando la razón de la felicidad absoluta está en medio de ellos. Esa será la experiencia que se vivirá en el futuro. Será la dicha inacabada para la cual debemos disponernos. Por ello se nos invita a hacernos hombres nuevos para poder ser capaces de vivir una felicidad de la cual jamás antes hemos tenido experiencia: "Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto y deja un roto peor. Tampoco se echa vino nuevo en odres viejos; porque revientan los odres: se derrama el vino y los odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos y así las dos cosas se conservan". Necesitamos adelantar esta experiencia en la unión aquí y ahora, cotidiana, con Jesús y su amor. Si no lo hacemos así, la experiencia futura podrá hacernos reventar, pues no nos hemos hecho hombres nuevos aún. El hombre nuevo es quien ha dejado atrás sus actitudes de muerte y de odio, de egoísmo y de violencia, de irrespeto y de desamor, y se ha hecho a sí mismo odre nuevo y vacío para ser llenado solo del amor de Dios. Un odre hecho de amor podrá ser llenado con amor. Nos corresponde a nosotros esa parte. No lo podrá hacer todo solo Dios. Él quiere que nuestro amor nos lleve a añorar ese futuro de ilusión total, de utopía cumplida, de idilio sin fin, y que cada uno tome el barro de su propio ser y se reconstruya en el amor, quitando todas las adherencias indeseables, para poder albergar eternamente el amor infinito de Dios y ser eternamente felices en Él.

6 comentarios:

  1. Hermosa letras de amor a Jesús y a nuestro creador dios o jeova

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  2. Bello llamado al ciego e ilimitado amor a Dios. Gracias Monseñor

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  3. Jesús es nuestro modelo a seguir, como nos orienta la escritura el quiere hombres y mujeres nuevos abierto a su misericordia, dispuestos a cambiar, bajo la luz del evangelio...

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