En los relatos de los Evangelios nos encontramos con personajes que son retratos perfectamente logrados de lo que pudiera ser alguno de nosotros. Están los fariseos, que en defensa de sus privilegios buscaban hacer caer a Jesús en las trampas que continuamente le tendían, haciéndolo público para demostrar delante de la gente el supuesto absurdo que representaba seguir a esa especie de charlatán que sería Él, pero que los dejó siempre en ridículo, por lo cual se enardecían aún más en contra suya, decidiendo finalmente su eliminación por el peligro que representaba para sus intereses y sus privilegios sobre el pueblo. Están los hermanos Lázaro, Marta y María, los grandes y entrañables amigos de Jesús, con los cuales no perdía oportunidad de pasar temporadas sabrosas de descanso y de reposo y a los que amaba con corazón tierno y sincero, asumiendo la diversidad extraordinaria de caracteres que poseía cada uno, pero que por el amor que les tenía fue capaz de amalgamarlo todo de tal modo en su corazón que los aceptó sencillamente porque eran sus amigos del alma. Está Zaqueo, aquel jefe de publicanos que no se sentía feliz consigo mismo ni con lo que hacía, por lo cual, ante el aviso de que Jesús pasaría cerca de su lugar, no escatimó ni siquiera en hacer el ridículo para poder verlo pasar, con lo que quedaría totalmente satisfecho, siendo lo único que pretendía, pero que se llevó la gran sorpresa de que ese Jesús, al que admiraba tanto por las cosas que decía y por las obras maravillosas que realizaba, no se contentó con solo pasar y ser visto, sino que se detuvo ante él y se autoinvitó a su casa para comer y hospedarse en ella. Zaqueo vio como su vida daba un vuelco total por la presencia de Jesús en su hogar, en medio de su familia, y se dejó conquistar totalmente por Aquel al que solo quería ver pasar pero que no se contentó con eso, sino que quiso pasar y quedarse en su corazón y en el de toda su familia, alcanzando además así la salvación para él y para todos los suyos. Nos encontramos también con la mujer adúltera, a la que había que aplicar el peso de la ley mosaica que la condenaba a morir apedreada por el inmenso pecado que ciertamente había cometido, pero que es rescatada de las fauces de la muerte que enarbolaban aquellos que la acusaban y que eran como perros de presa ávidos de la sangre de la víctima, por un Jesús que no quiere la muerte de nadie sino su salvación, y que echa en cara la hipocresía de los que la acusaban, pues eran quizás poseedores de pecados peores de los que acusaban a esa mujer. Ella no fue condenada por Jesús, a pesar de que era cierta la gravedad de su pecado, sino que fue amada e invitada a no pecar más y a recuperar su dignidad como mujer casada... Podríamos enumerar muchos casos más, en los cuales cada uno de nosotros puede verse retratado: cada uno de los apóstoles, José de Arimatea, Nicodemo, Simón el Leproso, los innumerables curados, los poseídos por el demonio, la viuda de Naím, la anciana que echa las dos monedas en el cepillo del templo... Ahí, en alguno de ellos, estamos cada uno de nosotros.
Y nos encontramos con ella, con la Magdalena, famosa prostituta del pueblo, que seguramente era muy cotizada por su belleza y ampliamente conocida y deseada por todos, pero que al encontrarse con Jesús ya supo claramente en su corazón a quién se quería entregar de verdad con todo su corazón, con toda su alma y con todo su ser, dejando atrás toda su vida pasada de inmundicia y de solo placeres bien cotizados, incluso monetariamente, para cambiar la moneda física por la del pago celestial del amor y de la eternidad. De ella Jesús expulsó los demonios de la sensualidad y del hedonismo, de la lujuria y de la atracción al pecado. Y le inoculó el espíritu de pureza y de entrega dichosa, la plenitud del verdadero amor. No hubo en Jesús, como no lo hay nunca por nadie, un atisbo de rechazo a su condición. Por el contrario, seguramente fijándose en ella, afirmó que "los despreciados cobradores de impuestos y las prostitutas llegarán al reino de Dios antes que ustedes", echándole en cara a los fariseos su falso puritanismo y su rigidez en las exigencias de la ley. El corazón de María fue plenamente conquistado por Jesús y a Él exclusivamente decidió servir. No en el sentido en el que algunos vendedores de lo espectacular quieren hacer entender, según los cuales Jesús y María Magdalena se habrían llegado a entender como hombre y mujer, magnificando su absurdo con la afirmación de que hubo incluso un fruto de ese supuesto amor marital. No es necesario ni siquiera intentar negar este absurdo, pues no existe ninguna manera de comprobarlo. De haber sido real, no hubiera habido problema para los evangelistas en haber hecho referencia a ello. Pero no es así. Se queda simplemente en un empeño más por enturbiar una relación de amor puro y total que para esas mentes enfermas de lo fabuloso y ganadas solo por la sensualidad llegaría a ser inexistente e imposible, con lo que ellas mismas se cierran a vivir la plenitud gratificante de ese amor que es el que más llena y compensa. La Magdalena llega a la experiencia más sublime del amor, por lo cual, identificada como aquella mujer que no tiene reparo en cometer el absurdo y el abuso grande de irrumpir en la casa de un renombrado fariseo, Simón el Leproso, que ofrecía un gran banquete a Jesús, seguramente no por un interés limpio y puro sino para codearse con el personaje famoso del momento y así obtener algún beneficio para sí mismo, a pesar de que las mujeres no podían hacerse presentes en la sala del banquete que era reservado solo para hombres, no hace caso de la restricción, y se lanza a los pies de Jesús, abundando en lágrimas que bañan sus pies y secándoselos con sus propios cabellos, para luego perfumarlos con perfume valioso, y así no dejar ninguna duda de su amor pleno e incondicional por Él. "Porque se le ama tanto y ha demostrado tanto amor, sus pecados quedan perdonados", dice Jesús delante de todos.
Esa radicalidad en la entrega de Magdalena al amor de Cristo la hace ser premiada como la primera testigo de las resurrección del Maestro: "'Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré'. Jesús le dice: '¡María!'. Ella se vuelve y le dice: '¡Rabbuní!', que significa: '¡Maestro!'" Y, como es lo natural, la condición de testigo de la resurrección le trae como consecuencia ser anunciadora. La Magdalena es la primera que anuncia la resurrección. Es la primera en ser la poseedora de la noticia más grandiosa de toda la historia de la humanidad, la que cambiará el curso del camino por el que transita cada hombre y cada mujer, pues le confirma a cada uno de ellos que seguirán esa misma ruta de triunfo y de plenitud hacia la eternidad en la que ya no habrá más muerte ni oscuridad. Ella es la primera que comprueba que ni la soledad del sepulcro, ni su frío, ni su oscuridad, llegaron a ser más poderosos que el Dios que se había hecho hombre y que supuestamente había sido vencido por el mal al pender inanimado de la cruz fatal y ser posado en la oscuridad del sepulcro. No era ese el final de la epopeya de Aquel al que ella amaba tanto y al que se había entregado con todo su ser. El final era el de la victoria resplandeciente de la vida y de la luz. Y eso era lo que le encargaba Jesús que anunciara a todos: "'No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: 'Subo al Padre mío y Padre de ustedes, al Dios mío y Dios de ustedes'. María la Magdalena fue y anunció a los discípulos: 'He visto al Señor y ha dicho esto'". Su dignidad había quedado tan elevada, que fue considerada idónea para anunciar la noticia más grandiosa de la historia a los apóstoles, que eran los privilegiados de Jesús. Ella quedó incluso por encima de cada uno de ellos. La mujer despreciada por todos, la execrada por prostituta, la pecadora pública, de la que Jesús llegó a expulsar hasta siete demonios, fue rescatada por Jesús, por su amor, por su misericordia, y colocada en el primer lugar por encima de cualquiera. La "cualquiera" llegó a estar sobre cualquiera. Ella es la esposa del Cantar de los Cantares que canta enamorada: "En mi lecho, por la noche, buscaba al amor de mi alma; lo buscaba, y no lo encontraba. 'Me levantaré y rondaré por la ciudad, por las calles y las plazas, buscaré al amor de mi alma'. Lo busqué y no lo encontré. Me encontraron los centinelas que hacen la ronda por la ciudad. '¿Han visto al amor de mi alma?' En cuanto los hube pasado, encontré al amor de mi alma". Es la enamorada que nos habla del amor más puro y nos invita a vivirlo también nosotros. Tengamos ese corazón enamorado de Jesús como la Magdalena y sucumbamos a Él, viviendo solo para Él.
Señor, Dios nuestro, concedenos a nosotros tus siervos,anunciar siempre a Cristo resucitado y verle un día glorioso en el reino de los cielos. Por nuestro Señor Jesucristo.Amén.
ResponderBorrar