La tentación de la grandilocuencia y de la magnificencia es continua en nosotros. Más aún en nuestros tiempos en los que lo grandioso nos atrapa y nos conquista. La superexaltación de los sentidos se ha hecho necesaria para llamar la atención, al punto de que lo sencillo, lo simple, se nos ha hecho poco atractivo por rutinario. La pacificación del espíritu por la contemplación de la sencillez de lo que sucede a nuestro alrededor no es un producto muy bien cotizado últimamente. Sentarse un rato a disfrutar de la lectura de un buen clásico de literatura es fastidioso y aburrido, escuchar música suave y agradable de un buen compositor o un bolero hermoso no vale la pena, acercarse a la TV para volver a ver una buena película que sea un clásico que no pasaría nunca de moda es absurdo. Si esto es así con las artes, lo es mucho más con la espiritualidad. Leer un rato la Biblia, sentarse a hacer oración callada y silenciosa, hacer una buena meditación, encerrarse en sí en compañía con Dios para hacer un buen examen de conciencia, dedicar unos minutos a unirse a la Virgen María para rezar el Rosario, son cosas que nos parecen absurdas y pasadas de moda. En todo afirmamos que los tiempos son nuevos y por ello todo eso ha sido superado. Lo que produce sosiego ya no se lleva. Se lleva lo escandaloso. Lo atractivo es lo fantástico, lo estrambótico. Las publicaciones deben ser atrevidas, retadoras. Incluso para la infancia ya no son atractivos los personajes antiguos como Mickey Mouse, el Pato Donald, Bugs Bunny. Ahora deben ser héroes maravillosos, que enfrentan males extraordinarios con lances impresionantes, magnificados con efectos especiales que exacerban a cualquiera. La moda lucha por ser cada vez más ridícula, dando la impresión que más éxito tiene quien ridiculiza más a quien se atreve a usarla. Los zapatos de moda son los más feos, la ropa de moda es la que más apariencia de trapo desgarbado tiene, los peinados de moda son los que nos dejan más despeinados. La música, lejos de ser más bonita por llenar de sosiego, es la que más ruido hace, la que más se mete en el cerebro por el continuo golpetear de instrumentos, las letras más atractivas son las más horribles que nos podemos imaginar, contrastando con un tiempo en el que se pide más el respeto a la dignidad del hombre y a sus derechos, por cuanto en esas letras se promueve solo el irrespeto de la persona en cualquiera de sus condiciones. Y esto ha contaminado también a la espiritualidad. Nos atrae solo lo maravilloso. Nos mantenemos unidos a Dios en la medida que se presente portentosamente. Esclavos de lo extraordinario, estamos pendientes de las imágenes que echan aceite, o que desprenden escarcha, o que lloran. En la liturgia estamos atrapados cuando se inventan cosas espectaculares o cuando los sermones son políticamente incorrectos o cuando la música hace que en vez de un encuentro con Dios se propicie más bien un concierto de un coro majestuoso... Las cosas sencillas ya no están de moda...
Pero Jesús sale a nuestro encuentro y nos sigue insistiendo en la necesidad de dar lugar siempre a la sencillez, que es lugar de encuentro natural con Dios. Es cierto que en su momento Dios recurrió a lo extraordinario, pues lo consideró necesario. En tiempos en lo que se hacía imprescindible clarificar quién era Él, a quiénes había elegido, del lado de quién estaba, era necesario que las acciones maravillosas acompañaran su palabra. Su presencia en medio del pueblo la confirmaba por las acciones a su favor. Por eso hizo que Israel fuera testigo de su poder al liberarlos portentosamente de la esclavitud bajo el poder del Faraón egipcio, llegando incluso a hacer morir a su ejército bajo las aguas. Por eso lo acompañó fielmente en el desierto, calmando su hambre con el maná que hacía caer del cielo y con la carne de las aves, y su sed con la fuente de agua que hizo surgir de la roca seca. Por eso hizo huir a los pobladores de la tierra prometida para que Israel pasara a tomar posesión de ella. En esos tiempos esas acciones fueron necesarias para demostrar quién era Él. Pero luego, al haber hecho la más grande demostración de amor y de poder cuando hizo contemplar a la humanidad su presencia en Jesús de Nazaret, quien dirigió la palabra en su nombre y realizó la obra de Redención que le había encomendado, mediante su entrega y su muerte en cruz, refrendándola con el portento de su resurrección, llegaba el tiempo del sosiego y de la calma, del disfrute de la vida nueva que Él nos regalaba con esos gestos de amor y de poder. Lo maravilloso no había terminado. Está en sus posibilidades seguir haciéndolo, pues es Dios y nada sigue siendo imposible para Él. Pero eso maravilloso hoy se reviste de serenidad. Lo maravilloso hay que saber descubrirlo en la cotidiano, en lo simple, en la humildad de la vida ordinaria. "'El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno toma y siembra en su campo; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un árbol hasta el punto de que vienen los pájaros del cielo a anidar en sus ramas'. Les dijo otra parábola: 'El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, hasta que todo fermenta'". El reino de los cielos está representado en lo más sencillo que nos podemos imaginar. Jesús, atendiendo a ese espíritu que añora lo extraordinario, nos hubiera podido decir: "El reino de los cielos está en los rayos y centellas que caen sobra la tierra dando un atisbo del poder inmenso que posee Dios... El reino de los cielos está en los prodigios que se dan en las imágenes que echan aceite y escarcha y que lloran... El reino de los cielos está solo cuando los enfermos se sanan milagrosamente, o cuando se resuelven los problemas económicos de la familia de manera extraordinaria, o cuando aparece inesperadamente la comida sobre la mesa..." Todas esas cosas, sí, son signos de la acción de Dios. No se pone en duda. Pero Jesús insiste en no colocar las expectativas espirituales solo en eso. Él prefiere la sencillez. El prefiere que lo encontremos en la serenidad.
Cuando lo hacemos así, estamos dando paso a evitar la frustración de nuestra fe cuando hay ausencia de portentos. Dios no está solo para hacer lo extraordinario. La misma palabra lo define perfectamente: Es lo extraordinario. Lo ordinario es lo cotidiano, lo que vivimos en nuestro día a día. Y es allí donde debemos tener agudizado el sentido espiritual, para no dejar nunca de vivir la alegría de la presencia de Él en nuestras vidas, siendo capaces de descubrirlo segundo a segundo actuando en nuestro favor. Su providencia amorosa se ocupa continuamente de nosotros y eso tenemos que saber valorarlo. Es en lo sencillo que lo vivimos, no solo para recibir sus favores, sino para ser nosotros también portadores de sus favores para nuestros hermanos. No debemos pensar que debemos hacer siempre cosas extraordinarias para convencer a los hermanos de que Dios los ama. Como decía Santa Teresa de Calcuta: "No se trata de hacer cosas extraordinarias, sino de poner en todo lo ordinario lo extraordinario del amor". No echar en saco roto el saludo matinal a los vecinos, la sonrisa resplandeciente que rompe los muros más duros, la ayuda a cargar las bolsas de la compra, el abrir la puerta a quien se acerca, el ceder el puesto a la persona mayor o a la mujer más aún si está embarazada, el dar los buenos días al llegar a un sitio, el agradecer oportunamente el favor que se nos hace, el cumplir perfectamente la tarea que se nos encomienda, el tender la mano a quien vemos en problema, el ofrecer nuestro hombro para que se desahogue quien está sufriendo, el ayudar a cruzar la calle a quien vemos que tiene problemas para hacerlo... No hay que ser un superhéroe para hacer estas cosas. Simplemente hay que aprender del mismo Dios que sigue actuando en las cosas sencillas. Así mismo debemos hacerlo presente nosotros en nuestro día a día. Eso es lo que Dios quiere ordinariamente de nosotros. Ojalá nunca se sienta frustrado porque nosotros no lo hayamos entendido: "Del mismo modo que se ajusta el cinturón a la cintura del hombre, así hice yo que se ajustaran a mí la casa de Judá y la casa de Israel —oráculo del Señor— para que fueran mi pueblo, mi fama, mi alabanza y mi honor. Pero no me escucharon". Quiere que vivamos la sencillez del grano de mostaza que es la semilla más pequeña, y la de la levadura en las tres medidas de harina para fermentarla. Esa simpleza logrará lo máximo. La semilla se convertirá en árbol que alberga a las aves del cielo y la harina se convertirá en la hogaza de pan que alimentará a unos cuantos. Hagamos que la obra de Dios en la sencillez se convierta en la demostración más grande de su amor y de su poder, que no necesita de la magnificencia para ser real y convincente. Que lo sencillo de Dios sea lo que más nos convenza para acercarnos a Él y vivir su amor con la máxima intensidad.
Lo extraordinario resplandece y puede enceguecer. Lo ordinario nunca enceguece.
ResponderBorrarCon qué sencillez nos habla D. Ramon Viloria del Reino del cielo, partiendo de la sencillez de las parábolas.
Así llega la doctrina a los senvillos, a los que tienen.deseos de aprender.
Gracias D. Ramon por presentar la doctrina de manera asequible como lo hacía Jesús. Y además hablaba con autoridad y no como los letrados. Gracias por tu cercanía.
Franja.
Me pareció muy sublime la forma de explicarnos la importancia de amar al.Amor Infinito en lo sencillo. Ejemplo de ello fue inclusive donde nació el Rey de Reyes, en un establo de Belen. La escogencia de la cabeza de la Iglesia, Pedro un sencilo pescador. Si valoráramos cada detalle sencillo, que diferente fuera el mundo. Que el Señor nos estremezca el corazón para rogarle que nos haga crecer la fe como un granito de mostaza.
ResponderBorrarEso es lo que Dios quiere ordinariamente de nosotros, que en nuestras manos estén el riego y el abono para que tu reino Señor, crezca en nosotros.
ResponderBorrarEso es lo que Dios quiere ordinariamente de nosotros, que en nuestras manos estén el riego y el abono para que tu reino Señor, crezca en nosotros.
ResponderBorrarEso es lo que Dios quiere ordinariamente de nosotros, que en nuestras manos estén el riego y el abono para que tu reino Señor, crezca en nosotros.
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