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martes, 2 de junio de 2020

El mundo es de Dios y Él lo ha puesto en nuestras manos

Al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios ...

La Iglesia ha sido enviada por Jesús al mundo entero a anunciar la buena nueva del amor salvador de Dios. Ese amor no ha querido dejar al hombre sumido en la oscuridad del abismo en el que había caído por su propia culpa al dejarse robar el corazón por el demonio, seducido por la idea de hacerse "como dioses". "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación". El mandato es inapelable y clarísimo. No hay realidad que quede fuera de esta tarea encomendada a la Iglesia. Cuando Dios en el sexto día de la creación "vio que todo era muy bueno", estaba satisfecho, pues todo estaba en el orden que Él había pensado y diseñado. El pecado trastocó ese orden y lo subvirtió totalmente, dejando a Dios en un puesto completamente subordinado. Para Dios ya todo había dejado de ser bueno, y por ello emprende una tarea titánica en la historia de la salvación para recuperar el orden perdido, y lograr que de nuevo todo sea "muy bueno". El mundo pertenece a Dios, pues de sus manos ha salido. Pero Dios en su amor y su providencia infinitos lo ha colocado en las manos del hombre: "Dios los bendijo, diciéndoles: 'Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Tengan autoridad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra'". El hombre es hecho, así, por Dios, propietario-administrador de todo lo que ha sido creado. El mundo es una realidad que está en las manos de los hombres. Dios confía en él para que todo pueda ser conducido a la plenitud. Con ser una realidad totalmente acabada, pues salió así de las manos del Creador, el hombre ha sido capacitado por Dios para que lo haga servir mejor al mismo hombre. Él ha sido responsabilizado, de esta manera, de seguir haciendo avanzar el mundo hacia su perfección y su plenitud, logrando con su labor que todos sean beneficiarios del progreso y del orden deseado por Dios y confiado para su logro en las manos de cada hombre de la historia. Cada uno, en este sentido, tiene un compromiso: hacer del mundo un lugar mejor en el que todos tengan cabida y encaminarlo hacia el desarrollo y el progreso para el beneficio de todos. No pasamos por el mundo para simplemente ocupar un espacio en él, sino para dejar nuestra huella en el aporte que hagamos para su progreso y el beneficio de nuestros hermanos. En esto Dios es absolutamente respetuoso, pues no puede contradecirse a sí mismo. En la historia de la humanidad, todos los logros que ha habido y también todas las equivocaciones que se han cometido, se han dado por ese respeto reverente de Dios a la libertad humana que Él mismo ha promovido.

Dios nos ha enriquecido a cada uno con esa libertad que es reflejo de la que Él posee. Nuestra inteligencia y nuestra voluntad son las capacidades divinas que Dios ha copiado para nuestro ser, haciéndonos tener la misma capacidad suya de creación. Nos hace co-creadores con Él, no porque hagamos surgir algo de la nada, sino porque nos ha capacitado para que conduzcamos su creación hacia la plenitud y hacia el mejor servicio a los hermanos. Lo creado, siendo todo "muy bueno", se hace aún mejor con la obra del hombre que se asocia con Dios. Cuando se da con la ruta del orden deseado por Dios, se logra que el mundo sea un lugar siempre mejor, donde se viva la unión con su Creador, la solidaridad fraterna en el amor, el servicio de todas las cosas para su progreso. Por el contrario, cuando el empeño es seguir rutas diversas a las deseadas por Dios se logra que el mundo sea un lugar hostil para el mismo hombre, desterrando a Dios de todo, expulsando al otro de la propia capacidad de amor, colocándose él mismo en el centro en un arrebato de soberbia que hace del hermano simplemente una cosa de la cual aprovecharse para el beneficio propio. Lo hemos visto repetido muchísimas veces en la historia. Los regímenes y las ideologías que los sustentan, creados por el hombre en su capacidad de inventiva que tiene origen divino, han servido diversamente para beneficio suyo o para su destrucción. Y vemos cómo Dios es respetuoso, pues no puede negarse a sí mismo violentando la libertad que Él mismo ha donado al hombre. Dios bendice todos los esfuerzos que se hacen para avanzar en el bien común. Pero no lo hace cuando los esfuerzos son contrarios, dañando al mismo hombre. Aún así, da su beneficio respetando la subversión del orden que se ha querido establecer y dando la oportunidad de que se hagan esfuerzos para restablecer ese orden que se haya perdido. Él sigue llenando de su gracia a los hombres, iluminando sus mentes y fortaleciendo sus voluntades, pero es cada uno, en su infinita libertad, el que decide si las pone en práctica o no. El amor de Dios es en esto, también infinito. A muchos nos encantaría que Dios revirtiera el orden malo que se promueve y milagrosamente hiciera que todo cambiara, pero hay mayor milagro y mayor amor en respetar lo que Él mismo ha donado al hombre con su infinita capacidad de creatividad en la libertad. Seguramente, si llegáramos a ser capaces de colocarnos en los criterios que hay en la mente divina, Dios querría tomar el control de todo, y lo podría hacer pues es todopoderoso, pero logra el milagro de contenerse para respetar la justa autonomía que Él mismo ha deseado para la humanidad en su dominio del mundo.

Cuando Jesús es conminado a dar respuesta a los fariseos que le tienden la trampa y le preguntan por el impuesto a pagar, Él tiene este diálogo con ellos: "Le dijeron: ... ¿Es lícito pagar impuesto al César o no? ¿Pagamos o no pagamos?' Adivinando su hipocresía, les replicó: '¿Por qué me tientan? Tráiganme un denario, que lo vea'. Se lo trajeron. Y Él les preguntó: '¿De quién es esta imagen y esta inscripción?' Le contestaron: 'Del César'. Jesús les replicó: 'Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios'". Jesús confirma, de esta manera, esa autonomía entre ambos órdenes que Dios ha establecido. Él ha colocado todo el mundo en las manos de los hombres (representados en el "César"), y respetará reverentemente este decreto suyo: "Llenen la tierra y sométanla". Él lo ha creado todo y todo lo ha puesto bajo el dominio del hombre. Mal puede arrebatar de sus manos lo que en su infinita sabiduría y poder ha determinado. Pero también Él sigue siendo providente en extremo y por ello confía radicalmente en que el hombre pueda dejarse seducir también por la eterna sabiduría que lo hará conducirse por rutas cada vez mejores y plenificantes. Así lo entendió San Pedro: "Esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia, por eso, queridos míos, mientras esperan estos acontecimientos, procuren que Dios los encuentre en paz con Él, intachables e irreprochables, y consideren que la paciencia de nuestro Señor es nuestra salvación". En esa justa autonomía entre el orden divino y el humano querida y establecida por Él, Dios espera de nosotros siempre nuestro aporte para el bien. Su gracia estará siempre activa, pues nos seguirá inspirando y dando nueva vida continuamente. El Espíritu Santo sigue estando presente entre nosotros, siendo nuestra fuerza y nuestra ilusión. Y Dios siempre estará a la espera de que hagamos correctamente nuestra parte. Si Él se percata de que la hacemos y conducimos al mundo hacia la plenitud, haciéndolo a Él cada vez más presente, promoviendo una fraternidad universal en la que cada hombre sea importante y una solidaridad en la que pongamos al hermano necesitado en el primer lugar, haciendo que todo en el mundo sirva para el progreso y el desarrollo de cada hermano, nunca nos faltará su fortaleza. Nos consolará y nos aliviará en nuestras penas y en nuestros esfuerzos y nos enriquecerá con la ilusión y la esperanza de la eternidad feliz hacia la que estaríamos conduciendo al mundo entero, en la que se logrará definitivamente que Él sea "todo en todos". Mientras tanto, nos corresponde seguir trabajando con denuedo, respetando el doble orden, el divino y el humano, pero apuntando a esa eternidad en la que solo el orden divino prevalecerá. Dando al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Que Tu amor sea mi meta para ser eternamente feliz contigo

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En la vida de todo hombre deben imponerse metas para cumplir con la natural añoranza de lograr cosas mejores. El progreso de la propia vida depende de los ideales que nos vayamos trazando y de las metas que nos vayamos marcando. Evidentemente, estas metas deben indicar el deseo de progreso y de mejora en la vida personal. Deben indicar la intención de tener una vida mejor, con más sentido, con mayor provecho. No tiene sentido una vida sin metas, sin ideales, pues así, ella se vuelve una rutina insufrible, oscura, mediocre. Se convierte en algo sin atractivo que pierde todo su brillo y que elimina toda ilusión por seguir adelante. Quien así vive está procurando para sí un suicidio espiritual, en el cual la sucesión de días no es más que el adelanto inexorable hacia una especie de nada en la que se sumergirá y culminará en el sinsentido mayor de una muerte oscura y vacía. El atractivo de la vida está, en efecto, en la imposición de metas cada vez más altas, que pongan a prueba las propias capacidades y que exijan que éstas se pongan en tensión. Y mientras mayores sean la tensión y las exigencias, más atractivo será el intento por alcanzar esa meta añorada. A mayor altura del ideal, mayor satisfacción en el esfuerzo por alcanzarlo, y mayor aún el gozo al alcanzarlo. No hacerlo así es quedarse regodeándose en la mediocridad, revolcándose en el estiércol de la muerte anunciada y dejándose oscurecer por las sombras de la perplejidad absurda. La mediocridad es como el cáncer, que va consumiendo al hombre y robándole la vida. Dios ha puesto en nosotros la añoranza por alcanzar siempre metas mayores. Ha puesto para nosotros una vida que tiene sentido solo en un ascenso continuo hacia Él. Él es la meta, nos indica el camino y pone en nuestras manos las herramientas que necesitamos para avanzar hacia ella. Teniendo todo a la mano, caeríamos en el absurdo y en el sinsentido si no ponemos lo mejor de nosotros por avanzar. 

La meta de la humanidad es la llegada triunfante junto a Jesús a la eternidad feliz junto a Dios nuestro Padre. Evidentemente, Dios quiere que avancemos cada vez más firmemente hacia ella, y para ello coloca en nuestras manos absolutamente todas las herramientas que necesitaremos para ello. No nos hace falta más nada de lo que ya poseemos. Ordinariamente, nuestras capacidades naturales, aquellas que pertenecen a nuestra condición humana, son parte de ellas. Nuestra inteligencia y nuestra voluntad nos presentan los bienes mayores, aquellos que sirven para ir avanzando en la perfección a la que nos invita Jesús: "Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto". Nuestra inteligencia conoce muy bien lo que nos enriquece y lo que nos empobrece como personas y como cristianos. Y esa bondad o maldad de lo que podemos poseer, la inteligencia lo presenta a nuestra voluntad, que tomará una decisión. Lo lógico es que esa decisión, después de un discernimiento serio y responsable, sea acorde con el camino de superación que es propuesto para nuestro avance. Y luego, al tomar una decisión razonable, nuestra libertad toma las riendas y con su poder nos hace avanzar felices y esperanzados en la procura de aquel bien mayor que queremos alcanzar. A este proceso totalmente natural se suma la providencia divina que sale en auxilio de nuestra humanidad que, aun bien iluminada y con una decisión razonable, necesita del sustento de la gracia divina que nunca deja al hombre solo en su periplo. "Miren, les envío al profeta Elías, antes de que venga el Día del Señor, día grande y terrible. Él convertirá el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, para que no tenga que venir a castigar y destruir la tierra". El Señor, que nos ama infinitamente y no quiere que se pierda ni uno solo de nosotros -"Su Padre del cielo no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños"-, se asegura de que nuestro caminar sea siempre el correcto. Y habiendo procurado para nosotros en lo humano lo necesario, como padre amoroso y preocupado, se coloca en el camino con la mano tendida para seguir guiando nuestros pasos sólidamente por los caminos correctos.

Así, en el camino de la entrada del Verbo eterno de Dios al mundo, que a su vez será la meta final a la que debe encaminarse la humanidad, y en la que se debe centrar todo esfuerzo humano en medio de los avatares cotidianos, pues Él nos llevará consigo a las moradas celestiales del Padre -"En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿les habría dicho que voy a prepararles sitio? Cuando vaya y les prepare sitio, volveré y los llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estén también ustedes"-, Dios utiliza también sus mediaciones humanas que son como indicadores, señales en el camino, que nos guiarán mejor por la ruta que debemos tomar. Entre esas mediaciones, está Juan Bautista, que aparece en ese camino del Verbo hacia el hombre, y que nos llama imperiosamente a la conversión del corazón, para hacerlo morada del Dios redentor, que viene para llevarnos con Él a la vida eterna en la felicidad y en el amor de Dios. Toda su vida está rodeada por el nimbo de lo sobrenatural, de lo portentoso, pues es el instrumento que Dios utiliza para comunicarse con nosotros de modo que comprendamos que lo que Él quiere no es algo superficial, sino que es lo más importante y determinante que podrá suceder en nuestras vidas. El final de ellas está marcado por lo maravilloso. Y en ese futuro eterno, lo maravilloso será lo ordinario, pues el amor de Dios, ámbito natural de la vida eterna, será lo que viviremos ordinariamente. El nacimiento del Bautista está rodeado de portento. "Los vecinos quedaron sobrecogidos, y se comentaban todos estos hechos por toda la montaña de Judea. Y todos los que los oían reflexionaban diciendo: 'Pues ¿qué será este niño?' Porque la mano del Señor estaba con él". No es un niño cualquiera el que ha nacido. Ha nacido el que indicará el camino de la conversión, el que marcará la pauta para avanzar hacia la meta más alta que podemos añorar, el que pondrá en claro cuál es el ideal que debe robarnos todos los esfuerzos, pues es el que eliminará toda mediocridad y toda perplejidad, y nos elevará a la cuota más alta que puede alcanzar nuestra existencia: llegar a la presencia eterna del Dios del amor para lo cual hemos sido creados.

viernes, 11 de octubre de 2019

No quiero ser una bestia. Quiero ser hombre

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Es terrible la guerra. En ella no hay vencedores ni vencidos. Todos los que en ella actúan tienen pérdidas. Ni siquiera la sensación de la victoria puede calmar el desasosiego de quien ha vencido, pues a su paso lo que ha quedado es destrucción, herida, muerte, humillación. Quien vence por la fuerza ha vencido pero no ha convencido. Ha avasallado. Y sabe bien que en la primera oportunidad que tenga el derrotado, buscará la retaliación, la venganza. Cuando alguien vence por sometimiento a la fuerza, ha demostrado tener el poder bélico superior, pero es lo único que ha demostrado. Las demás razones brillan por su ausencia. Es muy sabio el refrán popular: "La violencia es el arma de los que no tienen razón". La fuerza es la única razón de los seres irracionales. Así vemos como entre las bestias salvajes domina el que es más poderoso. Es el que se hace de las hembras para poder procrear y dejar sus genes en toda su generación, mientras sea él el que domine. Pero esto le durará hasta que aparezca un rival más poderoso que lo venza y extermine a toda su progenie, hasta no dejar rastros de esos genes anteriores e imponer los suyos. Todo es cuestión de fuerza y de poder.

Muchos hombres nos dejamos llevar por esta ley de la naturaleza, llegando con ello a rebajarnos al nivel de las bestias. Perdemos así, nuestra condición de seres superiores, que están llamados también a vivir, sí, bajo la ley natural, pero sabiendo que no es la irracionalidad de la fuerza la que debe imperar, sino las razones de nuestra inteligencia y nuestra voluntad las que deben siempre brillar. La ley natural es, ciertamente, ley necesaria y vinculante para todos, pero para los seres racionales, los que hemos sido creados a imagen y semejanza del Dios eterno, omnisciente, infinitamente libre, es la base para una conducta superior, que apunte al perfeccionamiento, a la convivencia armoniosa y pacífica, al progreso y al desarrollo consensuado y solidario. No es, por lo tanto, el dominio sin más, a la fuerza, lo que hará que seamos más humanos, sino la convicción, la persuasión, la conquista de la razón, la que nos hará una sociedad más humana y fraterna. El "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" debe ser para nosotros un plan de vida. Dios es en su intimidad Uno y Trino, inmensamente poderoso en sí mismo, pero ese poder no lo utiliza para el dominio o la opresión de una de las personas sobre las otras, sino que se deja llevar por su amor, por su inteligencia, por su voluntad, para vivir en la mayor armonía imaginable, no superada por ninguna en la existencia de todas las cosas.

En la voluntad todopoderosa e infinitamente sabia de Dios, nunca estuvo el dar al hombre una compañía que desembocara en el enfrentamiento y el conflicto interhumano. "No es bueno que el hombre esté solo. Hagámosle una ayuda adecuada". Este designio de Dios apuntaba al apoyo solidario, a la ayuda mutua,  al progreso consensuado. Más aún, elevándolo a la categoría divina, su deseo era la unión fraterna, basada en el amor mutuo, en la caridad que buscara el bien del otro, por ser amado desde un corazón que fuera semejante al de Dios. Así lo comprendió el mismo hombre salido de las manos de Dios, cuando vio a la mujer a su lado: "Ésta sí es carne de mi carne y sangre de mi sangre". Es decir, "Soy yo mismo, prolongado en ella. Nuestra unidad es tan íntima que somos uno solo, somos el mismo ser en dos". La noche oscura de la humanidad, que cayó sobre el hombre por el pecado, tiene como consecuencia la rotura total de esta unidad hasta ese momento inquebrantable. "Esa que me diste por compañera", es la expresión de quien ya no se siente carne de la misma carne ni sangre de la misma sangre, sino un extraño, distanciado de aquella que había sido él mismo. El demonio había logrado lo que buscaba. Su lema preferido, "divide y vencerás", se había hecho trágicamente real. La humanidad vivía su peor desgracia, pues comenzaba así un camino de rotura, de enfrentamiento, de odio criminal. Caín mata a Abel, su hermano. La desolación se ciñe sobre los hombres y el odio empieza a dar sus funestos frutos: "¿Qué tengo yo que ver con mi hermano?", es la expresión de quien se siente totalmente distanciado de los suyos.

Pero Jesús viene a restañar esa herida profunda y mortal. No está perdido el designio de fraternidad y de amor mutuo, pues ese designio está en la esencia del hombre creado. Es una semilla que puede esconderse en ocasiones, pero que en algún momento resurgirá triunfante. "Si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el Reino de Dios ha llegado a ustedes", afirma Jesús. Ante el poder irracional del demonio, Jesús demuestra su poder mayor, y va más allá. No solo logra la derrota del adversario mayor, Satanás, sino el establecimiento de un orden restaurado, el que se había perdido por el pecado. El Reino de Dios que instaura Jesús viene con los valores de la Verdad, la Vida, la Santidad, la Gracia, la Justicia, el Amor y la Paz. Es el restablecimiento de la búsqueda de la armonía no por la humillación del vencido o por su anulación total, sino por tender la mano para que venga conmigo, para que sea uno conmigo, para que avancemos juntos por las sendas del progreso y del desarrollo, para que aporte de su riqueza personal al gran depósito en el que todos aportamos algo. Se basa en el amor, no entendido como un romanticismo vago y sin cuerpo, sino como el mirar juntos hacia la misma meta y procurar por todos los medios que el camino sea más expedito y de provecho para todos para alcanzar bienes superiores. Por ello, hay que deslastrarse de todo lo que pueda estorbar el avance más fluido hacia la meta. "Vístanse de luto y hagan duelo, sacerdotes; lloren, ministros del altar; vengan a dormir en esteras, ministros de Dios, porque faltan en el templo del Señor ofrenda y libación. Proclamen el ayuno, congreguen la asamblea, reúnan a los ancianos, a todos los habitantes de la tierra, en el templo del Señor, nuestro Dios, y clamad al Señor. ¡Ay de este día! Que está cerca el día del Señor". Es una actitud de conversión total, en la cual se dejan atrás todos los obstáculos que ha logrado poner el pecado.

La guerra nos destruye a todos. Nos deshumaniza y nos saca del corazón de Dios. La búsqueda de la unión, de la solidaridad, de la justicia y de la paz, nos humaniza. Nuestra vida humana es caracterizada por lo comunitario, basado en el amor mutuo. Nunca estar aislados o enfrentados nos hará más humanos. Al contrario, nos hará mas bestias. Cristo quiere que todos miremos a la misma meta, la de la unidad perfecta, la de la solidaridad, la del progreso y el desarrollo comunitario. Quiere que vivamos como hermanos, con un solo corazón. "Que todos sean uno", es la oración sentida que hace ante el Padre. Y es la invitación que hace San Pablo a los primeros cristianos: "Mantengan entre ustedes lazos de paz y permanezcan unidos en el mismo espíritu. Un solo cuerpo y un mismo espíritu, pues ustedes han sido llamados a una misma vocación y una misma esperanza. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está por encima de todos, que actúa por todos y está en todos." Nuestra condición de cristianos nos llama a la unidad en el amor. La guerra es la contradicción total a este llamado de Jesús. Que nunca en nuestros corazones demos lugar al demonio que nos quiere destruir, implantando el odio en nuestros corazones, haciéndonos bestias. Que reine el amor mutuo, para ser verdaderamente hombres, hijos del Dios de la Paz.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Todo pasará... Menos Dios

Al finalizar el apocalipsis de San Lucas, las palabras de Jesús son tajantes: "El cielo y la tierra pasarán... Mis palabras no pasarán"... Es la declaración definitiva de la única realidad absoluta que permanecerá... Quiere decir que todo lo demás, hasta el hombre mismo, es relativo. Vale la pena tomar en cuenta, muy en serio, estas palabras, por cuanto tendemos fácilmente a colocar el acento en las cosas que creemos esenciales, cuando no lo son. A lo sumo, pueden ser importantes, pero jamás llegarán a tener la condición de "necesarias", como sí la tiene Dios. El único ser plenamente necesario es Dios. Nada más. Sólo Dios puede ser colocado como fundamento de los deseos, de las añoranzas, de las seguridades, del hombre. De ser colocado otro fundamento siempre se correrá el riesgo de recibir grandes frustraciones, pues lo no absoluto tiende naturalmente a su desaparición...

No se trata de que vivamos como si esta vida no fuera importante. Todo lo contrario... De la actitud con la que asumamos nuestra vida cotidiana, dependerá el que el futuro absoluto sea bueno o malo para nosotros. Es en esta vida donde echaremos las semillas que nos servirán para la cosecha de eternidad que tendremos. Y esa eternidad  tendrá signo bueno, si hemos sembrado semillas buenas. Y tendrá signo malo, si la semilla sembrada ha sido mala... Lo importante, por lo tanto, no será lo que hayamos obtenido, sino la actitud con la que lo hemos hecho... Es posible que nuestra vida haya sido de holgura material por las cosas que hayamos obtenido con nuestro propio esfuerzo... No puede Dios estar en desacuerdo con que los hombres apliquemos al máximo nuestra inteligencia y voluntad para alcanzarnos un bienestar material que es siempre lícito. Quien lo haya hecho honestamente, haciendo siempre su mejor esfuerzo, con conciencia de servicio a los demás, viviendo la solidaridad con el que menos tiene y está impedido de acceder a los bienes que se deben disfrutar, jamás podrá ser reconvenido por Dios. Por el contrario, esa actitud será convenientemente premiada. Una persona así ha intentado con su esfuerzo personal hacer un mundo mejor, más fraterno y más solidario... No vale la pena que se eleven contra ella las lanzas de la discordia "porque es rico". Si su logro se debe a su esfuerzo honesto y solidario, nada tiene de reprochable...

Hay quienes simplemente buscan el conflicto social contra los que han avanzado en la calidad de su vida con esfuerzo loable, solo porque la han alcanzado. Presuponen que todo el que alcanza una buena posición lo hace de manera fraudulenta y aprovechándose de los "débiles", y crean un clima de retaliación contra ellos que no es nada sano. No es falso que algunas de esas riquezas dejan un sabor extraño en la boca, pues a veces son súbitas y se han construido sobre el sudor y el sufrimiento de humildes y sencillos... A esos sí hay que reclamarles socialmente una responsabilidad. Pero hay quienes lo han hecho con actitudes totalmente distintas. Exacerbar los ánimos contra quien con esfuerzo propio y su trabajo denodado ha logrado lo que es absolutamente lícito y deseable, es una injusticia de marca mayor. No se puede reclamar una supuesta injusticia con otra injusticia. Quien es injusto en un reclamo, ya hace su reclamo ilícito...

La llamada de Jesús, en todo caso, es a la solidaridad, al servicio, a la justicia y al amor... Y en eso no debe darse el brazo a torcer... Todos, más o menos favorecidos, pobres y ricos, de cualquier clase o cualquier condición, debemos poner nuestro granito de arena en construir una sociedad más justa, más humana, más fraterna... Es una gran herida que infligen a la sociedad y a la vida en armonía alimentar la zozobra social, sembrando el odio entre clases que no hace sino fracturar más una situación que puede ser de por sí ya frágilmente equilibrada... Alimentar el resentimiento levantando los ánimos contra quienes más tienen no es el camino. El camino es el de promover de tal manera al que menos tiene para que también, por sus propios medios, con la ayuda que necesite, se encamine a su promoción humana, a la par que la vigilancia sobre las grandes riquezas para asegurar que siempre vengan por caminos de esfuerzo y de honestidad. El paternalismo interesado que quiera proveer de absolutamente todo y que promueva el "saqueo" de los bienes para obtener, bajo cualquier circunstancia, sin importar las formas legales y honestas es, por decir lo mínimo, destructor de la sociedad... No pasa jamás de moda la palabra de Jesús en la que, por un lado, invita a la solidaridad con los más pequeños: "Cada vez que lo hicieron con uno de estos más pequeños, a mí me lo hicieron", pero que también por el otro, invita a la superación, como cuando alaba al que ha multiplicado sus talentos: "Siervo bueno y fiel. Has sido fiel en lo poco... Pasa a gozar de la dicha de tu Señor"...

Está claro que en esta vida sembraremos lo que cosecharemos... Es por ello que es tan importante. Que nadie piense que lo que hace acá no tendrá repercusión en su eternidad... La invitación que hace Jesús es a poner el acento en lo que realmente importa. Es en la vivencia continua del amor, de la solidaridad, de la fidelidad a Él y a su amor, en el progreso honesto y responsable, en el dominio y mejoramiento de lo creado con sentido de compromiso real y social, donde está el acento... Todo pasará... Pero dependiendo de cómo hemos actuado ante esa realidad pasajera, será nuestra eternidad. Será de felicidad y de amor si lo hemos vivido con sentido de añoranza de la eternidad... Será triste si lo hemos vivido como realidad absoluta, sin apuntar a la trascendencia.... En nuestras manos está construir ese futuro...

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Nos anima a tener Fe en Jesús y a vivir en el Amor mutuo, la Esperanza de la eternidad feliz

La vivencia cristiana es profundamente comprometedora con la realidad que vivimos. La esperanza que sostiene la ilusión cristiana de obtener la salvación está muy lejos de ser paralizante. Existe una equivocación gravísima en los promotores del materialismo dialéctico, que han calificado a la religión, en nuestro caso sería la cristiana, de "opio del pueblo", acusándola supuestamente de hacer de los creyentes hombres y mujeres que sólo miran a la eternidad celestial, desapegándose de toda la realidad circundante y, como consecuencia, no sintiéndose comprometida con ella y con su mejor marcha. Nada más lejos de la realidad...

Los cristianos hemos sido enviados al mundo por Jesús a anunciar el "Evangelio a toda la creación". Y el Evangelio, como Él mismo lo asumió, debe ser predicado, en primer lugar, a los pobres, debe iluminar los ojos de los ciegos, debe anunciar la liberación a los oprimidos, debe llevar el consuelo a los afligidos. Es imposible llevar la Buena Nueva de la Salvación, si no se asume la realidad en la que vive cada hombre y cada mujer de la historia. La obra de Cristo engloba al hombre en toda su integralidad. No es salvación sólo del espíritu o sólo del cuerpo. Así no fue la actuación de Cristo. El Evangelio nos relata toda la obra que Jesús realizó, y en ella podemos destacar siempre su preocupación tanto por la situación espiritual como por la material de los hombres a los que se encontró en el camino.

Cristo perdonó pecados, liberó de demonios, predicó el amor entre los hombres, invitó a asumir la persecución a la que serían sometidos sus seguidores, pidió a todos que devolviéramos bien por mal, bendición por maldición, oración por daño... Nos invitó a elevarnos, y nos elevó Él mismo, en nuestro espíritu, sobreponiéndonos a todo conflicto íntimo o social. Con su labor Cristo logró limpiar totalmente el alma de cada hombre, la hizo pura y bien dispuesta para aceptar su presencia en ellas. Desde la obra de Jesús, los corazones de los hombres pasaron a ser morada natural de Dios. Es el misterio de la Gracia santificante, que es la inhabitación de Dios en el hombre...

Pero también Cristo resucitó muertos, curó enfermedades, multiplicó los panes, hizo posible la pesca milagrosa, rescató a Pedro de las aguas... Se ocupó del hombre concreto, en sus necesidades, y como Dios providente puso remedio a sus carencias. Está claro que para Jesús el bienestar no está reñido con el Evangelio. Se opuso a todo tipo de opresión del hombre contra el mismo hombre, azuzó a las autoridades que maltrataban a sus súbditos y no se ponían al servicio de ellos, exigió el pago de los impuestos como obligación ciudadana, pidió la sumisión a las autoridades... El mundo, en su realidad material recibió de Jesús también un llamado a ser un buen lugar para vivir, un sitio que ofreciera a todos por igual sus buenas posibilidades.

Por eso los cristianos no podemos desentendernos de nuestro compromiso temporal. Más aún, cumpliéndolo es que estaremos sembrando la semilla que dará buen fruto como cosecha de eternidad. Si no asumimos ese compromiso, estaremos traicionando a Jesús que nos envía a la realidad entera para transformarla. El buen cristiano tiene que ser un hombre justo, que busca que la justicia sea signo en todo lo que hace y que brille en todo su alrededor. Se opone a las injusticias que puedan darse en su entorno, y las denuncia valientemente, dando la alternativa de la verdadera justicia. Rechaza firmemente la explotación de los hermanos por parte de los inescrupulosos, que se aprovechan de cualquier circunstancia, aunque signifique la nueva esclavitud de algunos, para obtener buenas ganancias sea como sea. Trata de cumplir honestamente con su trabajo, sin buscar como hacer "trampas" y siendo buen testimonio de honestidad para los compañeros. Es un buen ciudadano, pues busca siempre ser cumplidor de las leyes justas, cumpliendo sus deberes y ejerciendo objetivamente sus derechos. Es sensible a las necesidades de los que están a su alrededor o de los que se cruzan en su camino, sin "mirar para otro lado" cuando ve la carencia de alguno, haciéndose solidario, material o espiritualmente, en la medida de sus posibilidades, tratando siempre de que sea la medida del amor cristiano...

El cristiano es, por su vocación integral, el hombre que puede transformar verdaderamente el mundo, en más humano, más cristiano, más justo, más solidario. Esa tarea la ha puesto Cristo en sus manos. Su fe no lo encierra en las paredes de la sacristía, como han pretendido también algunos. La fe no lo paraliza, sino que lo lanza con mayor responsabilidad al mundo que hay que cambiar. Toda la realidad lo cuestiona y lo compromete. Comprende muy bien que el anuncio de la salvación pasará sólo como creíble si va acompañado de una vida profundamente comprometida con el hombre y todas sus circunstancias. No basta la palabra de serenidad y de paz que quiere Jesús hacerle llegar a todos. Es necesaria la acción que implante la justicia y promueva el bien para todos, tal como lo hizo Jesús. Jesús habló del amor necesario, y a la vez invitó a la solidaridad. Perdonó el pecado, y a la vez invitó a vivir en la justicia. Liberó de los demonios, y a la vez pidió que nos comprometiéramos con la mejor marcha de la sociedad.

Los cristianos creemos en un solo Dios, Uno y Trino. Creemos en la Iglesia. Creemos en la Redención. Creemos en el perdón de los pecados. Y creemos en que Jesús nos ha puesto como tarea al mundo. Creemos que lo podemos hacer más justo y más humano. Creemos que todos los hombres somos hermanos y que estamos misteriosamente unidos unos a otros, por lo que no podemos desentendernos de ninguno. Creemos que el mal de uno es el de todos y que el bien de uno es el de todos. Creemos que debemos promover en el hombre su bienestar, su progreso, su mejor vivir.

Los cristianos vivimos en el amor. Y es un amor que no es bobalicón, sino que asume responsablemente su compromiso. Es una amor que nos lleva a dolernos del mal de los otros, y que nos empuja vivamente a ayudar a resolverlo y a darles consuelo. Si no se expresa así, el amor pasa a ser simplemente un idealismo vacío y sin sentido.

Y por eso, sólo así, podremos apuntar a tener esperanza en el cielo. Nuestro cielo lo construimos ayudando a construir el cielo de los demás aquí en la tierra. No pensemos que tendremos cielo si no se lo hemos procurado a los demás. Si así lo hacemos, sólo tendremos vacío y lejanía de Dios, es decir, infierno. La esperanza nos motiva a mirar con añoranza a la eternidad feliz junto a Dios, pero nos dice que eso será la cosecha que se hará realidad sólo en la medida en que hayamos sembrado las semillas del bien, del amor y de la justicia, aquí y ahora...