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lunes, 5 de julio de 2021

La carne del hermano es la carne de Cristo

 Trae tu mano y métela en mi costado (Jn 20,19-31)

Las experiencias que viven los apóstoles en la presencia del Salvador, en sus encuentros con Él, que les van dando la idea auténtica sobre quién es Él, sobre la tarea que viene a cumplir asumiendo la misión que le ha encomendado el Padre, que es nada más y nada menos que la restitución del mundo al orden original que existía, abriendo de nuevo la perspectiva de la filiación divina establecida y perdida por el pecado del hombre, pero que ha asumido con el mayor agrado, pues es el fin al que se dirige la humanidad entera por designio divino, ya que es la meta final a la que debe dirigirse. Esta experiencia, siendo paulatina en los años en los que cada uno de los apóstoles fue elegido para formar parte de ese grupo de privilegiados, necesariamente tuvo que ser así, pues era urgente que esas experiencias quedaran bien asentadas en el alma y en el corazón de cada uno de ellos. Así podían tomar en toda su profundidad esa condición de esencialidad. Por ello, Jesús toma con delicadez esta tarea, de modo que sus apóstoles fueran adquiriendo con cada vez mayor solidez también su propia elección. Con ellos había una intencionalidad muy concreta. No eran simplemente unos elegidos fortuitos, sino que sobre ellos descansaría la principal responsabilidad: la de la salvación del hombre y del mundo. No era despreciable, por tanto, todo esfuerzo que se pudiera hacer en función de esa ansiada solidez. El empeño de Jesús es totalmente razonable, pues buscaba que ellos fueran roca firme sobre la cual se asentaba el futuro de la humanidad, y concretamente, el de la Iglesia, el instrumento de salvación que fundaría para su obra salvífica del hombre y del mundo.

Esta toma de conciencia de los apóstoles, siendo paulatina y progresivamente más sólida, se da, principalmente en la convicción de la asunción, por parte del Hijo de Dios, de una carne que lo hace uno más de entre los hombres. Es Dios, y es eternamente Dios. Nunca dejará de serlo pues es su primera naturaleza, pero añade a esa condición la de hombre, lo cual es una ganancia de la experiencia de ese Hijo amado del Padre. Más que un lastre al que decide atarse, es el modo de estar tan cercano al hombre, que pasa a formar parte de él. Ya nunca más podrá separarse de eso. De ahí que en esa condición, desde esa carne humana, invita a toda la humanidad a percatarse de que esa carne sagrada asumida por el Hijo de Dios, es carne también divina que debe ser asumida como esencial en el proceso de salvación. Ese encuentro de Jesús con el apóstol Santo Tomás no es simplemente el encuentro de dos amigos, sino que es el anuncio nuevo de que toda carne, como la del Verbo encarnado, es sagrada. Por ello Jesús se acerca para dejarse tocar, como lo había exigido Tomás. Se trata de tener tanta delicadeza de espíritu que se llega a ser capaz de no quedarse solo en la evidencia de lo que está a la vista, sino en ampliar la mira para descubrir que en esa carne que se toca está cada hombre y cada mujer de la historia. La carne del hermano es la carne de Jesús que se entrega por ellos. Por ello es terreno que debe ser pisado con toda reverencia: "Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: 'Hemos visto al Señor'. Pero él les contestó: 'Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo'. A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: 'Paz a ustedes'. Luego dijo a Tomás: 'Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: '¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: '¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto'". La comprensión de esta verdad fundamental de nuestra fe, produce inmediatamente la paz en el corazón de los apóstoles, tal como el regalo de amor que da Jesús a sus creyentes. "Paz a ustedes", es la añoranza de todos los discípulos de Cristo. Es a cada uno a quien nos invita Jesús a rescatar esa paz que nos llena de amor y de serenidad.

Hacia esa meta de paz y de sosiego en Dios, debemos dirigirnos sin dudarlo un instante. Fue esta la clave de lo que vivieron los apóstoles y que supieron transmitir a todos los que se decidían a ser discípulos de Señor. Vivir en la paz y en el sosiego que se da cuando se sabe que se está en la presencia del dador de todos los bienes, el que nos promete el alivio y el consuelo en cada una de nuestras circunstancias vitales, por lo cual no debemos preocuparnos en exceso por el qué se vivirá cada día, pues "a cada día le basta su agobio", aunque sí tengamos el deber de hacer nuestra parte, pues no estamos llamados a la pasividad ni al inmovilismo, debe ser vivida en plenitud. Apuntar a mayores y no quedarnos en lo mínimo. La cantidad de beneficios con los que somos enriquecidos nos deben hacer caer en la cuenta de que nuestro destino es superior a lo que ya estamos viviendo, con toda la carga de alegría y de satisfacción que ya tiene. El crecimiento exponencial de lo bueno, es superior a lo que en ningún momento nos podemos imaginar. Dios no se deja ganar jamás en generosidad. Y nosotros ni siquiera deberíamos intentar encontrar algo mejor, pues nunca lo encontraremos, y del esfuerzo nos quedará solo el cansancio: "Hermanos: Ustedes ya no son extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios. Ustedes están edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por Él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por Él también ustedes entran con ellos en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu". Es una edificación que tiene las bases más firmes y sólidas que pueden existir. Son los elegidos del Señor, sobre los cuales Él ha hecho descansar el futuro de la humanidad hasta el fin de los tiempos. Ellos son las piedras sobre la que se funda la Iglesia.Y nos indican el camino que debemos seguir todos. Él los ha puesto como nuestro referencial, para que sepamos cuál es el camino que también a nosotros nos toca transitar. Ellos son las piedras sólidas. Nosotros somos sus seguidores, siendo seguidores de Jesús nuestro Maestro y nuestro Salvador. Unidos a ellos, estamos seguros de que estamos unidos a Jesús. Y solo allí tendremos nuestra solidez y nuestro sosiego.

viernes, 30 de octubre de 2020

Dios nos hace iguales a Él al hacernos amar como Él

 Fonte de Luz!: O PASSE.

No existe norma mayor que el amor. Más aún, podríamos afirmar que dar la categoría de norma al amor, aun cuando debe ser presentado así para una mejor comprensión, como lo hizo el mismo Jesús al ser consultado por el maestro de la ley sobre el mandamiento más importante, dada la innumerable cantidad de normas que azotaban a los judíos de la época, y por ello tuvo que hacerse eco de lo que ya había sido establecido desde el principio por Dios al presentar las leyes de sus mandamientos, en todo caso, debe ser entendido solo como una manera de hacer accesible la realidad mayor de la conducta humana. Afirmar que el amor es una norma, una ley, incluso definida así en las enseñanzas del gran maestro San Pablo que afirmó rotundamente que "Amar es cumplir la ley entera", traducido de otra manera como "La plenitud de la ley es el amor", no le da a la misma realidad del amor toda la justicia que debe tener. En primer lugar, el amor es la esencia de Dios. Y por ser su esencia, surge también desde su origen. "Todo amor viene de Dios", afirma San Juan, con lo cual queda establecido claramente que es imposible la existencia del amor fuera de Dios. No hay amor que no surja del corazón de Dios, pues Él es el origen de todo amor. Si llegara a existir el amor fuera de Dios, debe ser aceptado y afirmado que originalmente se ha dado porque ha surgido de Dios. Nadie puede amar, y tampoco puede existir el amor, fuera de Dios. La eternidad de vida de Dios se desarrolla siempre en la categoría de amor. Es una experiencia de su intimidad, en la cual se ha desarrollado eternamente y por la cual define su misma vida comunitaria. Dios se ama a sí mismo naturalmente, y así transcurre siempre su vida. Al haber creado, ese amor, siendo eterno y siempre el mismo, salió de sí hacia fuera y comenzó a ser riqueza de todo lo creado, sin dejar de ser suyo. Y dando un paso aún más dramático en esa salida, el amor divino devino en amor humano al hacerse propiedad de la humanidad. No dejó de ser amor de Dios, pues nunca dejará de ser divino, pero por esa generosidad extrema de Dios, se añadió al corazón del hombre, pasando a ser el regalo más grandioso que pudimos haber recibido jamás. Ese amor que era solo prerrogativa divina, pasó a ser prerrogativa también humana por concesión entrañable de quien es el amor, y nos lo hizo vivir como el tesoro más valioso que podemos poseer. Podríamos afirmar que la experiencia más dramática, por ser la de mayor entidad que hemos vivido, es el haber sido hechos capaces de amar como Dios ama, elevándonos así a lo más alto a lo que podemos llegar a ser. Ninguna de todas las otras cualidades que Dios ha concedido a los hombres tienen la fuerza poderosa de cambio y de riqueza del amor de Dios. El amor nos hace divinos, y nos coloca en la misma altura de la eternidad hermosa y deliciosa de Dios.

La experiencia del amor no es, por tanto, solo una norma que debe ser cumplida, sino la esencia que nos debe definir. Los cristianos no debemos amar porque sea una ley que haya que cumplir, sino porque es nuestra naturaleza. El cristiano es el hombre que ama, que existe por el amor y que sabe que mantendrá su vida solo en el amor. No amamos solo porque lo manda Dios, sino porque al ser el amor nuestra esencia vital, no podemos ni sabemos vivir de otra manera. Amar a Dios y amar a los hermanos no es una tarea que se debe cumplir, sino que es la forma natural de vida de quien se sabe viviendo en la cualidad y en la esencia más profunda de Dios. Para el cristiano no existe otra manera de vivir. Por eso amar a Dios y amar al prójimo, más que mandamientos, son vida propia. Se vive en el amor. Y ese amor da forma a todo: a la relación con Dios, con el cual vivimos su propia esencia de amor; y a la relación con los hermanos, con los cuales no tenemos otra forma de relación que la que da el amor que vivimos esencialmente. Vivir en el amor es la única manera de vivir. Por ello nos acercamos en ese amor a todos los demás: a los nuestros y a los que no son nuestros, a los que no pasan grandes necesidades y a los que sufren las más grandes penurias, a los que necesitan de nuestra cercanía y de nuestra solidaridad y a los que están bien. Es un amor que no excluye a nadie, como no lo hace el amor divino. Así lo reconoció San Pablo en aquellas primeras comunidades que empezaron a aceptar la realidad del amor divino: "Doy gracias a mi Dios cada vez que los recuerdo; siempre que rezo por todos ustedes, lo hago con gran alegría. Porque han sido colaboradores míos en la obra del Evangelio, desde el primer día hasta hoy. Esta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre ustedes esta buena obra, la llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús. Esto que siento por ustedes está plenamente justificado: los llevo en el corazón, porque, tanto en la prisión como en mi defensa y prueba del Evangelio, todos comparten mi gracia. Testigo me es Dios del amor entrañable con que los quiero, en Cristo Jesús. Y esta es mi oración: que su amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegarán al Día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, para gloria y alabanza de Dios". La vivencia del amor está por encima de toda otra experiencia posible. Y es la que dará la base para toda la vida de la fe. No entender esta forma de vida del amor equivaldría a no entender la propia vida y a lo que nos llama el ser cristiano.

No comprender que el amor no es simplemente una norma, sino la vida misma, en la cual se marca todo la existencia, y que hace del cristiano un verdadero hijo de Dios, es no comprender nada. El amor une a Dios porque nos hace realmente iguales a Él. Si amamos, lo hacemos porque Dios está desde nosotros enriqueciéndonos con lo que Él es. Es imposible amar si Dios no está de por medio. El amor nos diviniza, haciéndonos vivir la esencia más profunda de Dios. Ciertamente todo lo que se refiere a Dios es grandioso. Él es el Dios todopoderoso, creador, omnisciente, eterno, omnipresente. Pero por encima de todo, en lo que se refiere a la relación personal y entrañable con nosotros sus criaturas, es el Dios Amor, que nos ha regalado su amor, que ha hecho que ese amor sea nuestro y que nos ha hecho similares a Él en esa capacidad grandiosa y entrañable de amar. Llegando al absurdo, podemos afirmar que lo más importante para cada uno de nosotros, por encima de su poder, de su eternidad, de su sabiduría infinita, es el amor que vive esencialmente y del cual nos ha hecho partícipes, haciéndonos los seres más felices del universo. Por eso, un verdadero cristiano no puede colocar jamás por encima del amor ninguna otra realidad. Así lo enseñó Jesús a aquellos que ponían el formalismo de la ley por encima del amor debido a los hermanos. Si Dios es el Dios del amor, poco le importa que haya normas excelentes, grandes avances humanos, pasos inusitados en los logros humanos, que se alcancen inmensas riquezas personales, que haya leyes muy bien estructuradas, que las naciones vayan alcanzando importantísimos avances en el progreso de los productos internos, si nada de esto está marcado por el verdadero amor. De ese modo se pueden estar logrando ingentes avances, pero el hombre puede estar perdiendo lo que más lo caracteriza, que es su propia humanidad, la experiencia del amor a Dios y a los demás: "Entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando. Había allí, delante de él, un hombre enfermo de hidropesía y tomando la palabra, dijo a los maestros de la ley y fariseos: '¿Es lícito curar los sábados, o no?' Ellos se quedaron callados. Jesús, tocando al enfermo, lo curó y lo despidió. Y a ellos les dijo: '¿A quién de ustedes se le cae al pozo el asno o el buey y no lo saca en seguida, aunque en día de sábado?' Y no pudieron replicar a esto". Lo formal nunca podrá estar por encima del amor. Es absurdo en la categoría divina. Nadie, ningún hombre, y mucho menos el más necesitado, está por encima del amor. Si no hay amor, no hay nada. Así debemos vivir los cristianos. Por encima de formalidades, por encima de leyes, por encima de añoranzas materiales personales, estará siempre el amor. Todo lo demás es absurdo, inhumano y vacío.

jueves, 15 de octubre de 2020

En Jesús, el amor divino y el amor humano nos pertenecen y nos salvan

 Ay de vosotros, porque edificáis los sepulcros de los profetas que vuestros  padres mataron! | Radio RSD Chimbote

El principal deseo de Jesús es que todos los hombres se rindan a su amor y lleguen a ser buenos discípulos suyos, seguidores de sus indicaciones y de su deseo de salvación para todos. Esa fue la tarea que le encomendó el Padre y que Él aceptó con agrado, aun a sabiendas de que en el cumplimento de esa encomienda se le iría la vida humana que tenía que adquirir. El paso de Jesús por su periplo humano fue muy hermoso para Él. Podríamos decir sin equivocación, que a Jesús le gustó ser hombre. Haber nacido y crecido en la familia de Nazaret, bajo el cuidado de sus padres José y María, rodeado por gente cercana que lo acompañaba en su crecimiento como niño, siguiendo el itinerario común de todo niño y de todo joven de su época, seguido siempre de cerca por el cuidado y la vigilancia de los suyos, le aseguró una vida sin mayores aspavientos, como lo afirmó el Evangelista San Lucas: "El niño crecía en sabiduría, en edad y en gracia". La presencia de José para Jesús fue la del padre que lo amaba, que lo educaba, que lo formaba para la vida. No sabemos hasta cuándo estuvo presente la figura paterna, pero sí suponemos que fue una figura emblemática, definitiva para Él, por cuanto al ya no estar presente tuvo que hacerse cargo de su Madre y procurar para Ella y para Él mismo, lo necesario para vivir. Y por supuesto, la figura de la Madre fue determinante para su estilo familiar, cercano, fraterno, amoroso, cuando llegó el momento de hacerse cargo de la tarea de salvación que le tocaba cumplir, y a la que no podía faltar como la cita esencial de su vida, lo que le daba todo el sentido a lo que sería su vida del futuro. Su padre y su madre marcaron su estilo. En lo humano se encargaron de poner en su ser todos los rudimentos necesarios para su gran obra. Al emprender su misión final le tocó echar mano de todo lo que era su equipaje humano. No usó solo de lo que poseía como Dios, sino también de todo lo que había ganado en su vida humana de sus padres y de los suyos. Lo divino estaba ahí desde la eternidad. Lo humano estuvo ahí desde que sus padres lo fueron derramando sobre Él. Por ello, sintió la compasión dolorosa con la madre viuda que perdió a su único hijo; pudo sentirse feliz en el encuentro con los hermanos Lázaro, Marta y María; salió en defensa de la mujer adúltera que tenía que morir a pedradas; reconoció el amor de la prostituta que se humilló presentándose delante de Él en medio de todos aquellos que la reputaban como impura e indigna; llamó a pertenecer a su grupo al publicano proscrito como pecador público; puso como modelo de sencillez y pureza a los niños, considerados por todos como seres aún incompletos. Todo esto fue el bagaje humano que le gustó a Jesús.

Pero en su camino humano no solo se encontró con aquello que lo movía y lo motivaba a lo hermoso. La tarea de conquista de los hombres implicaba no solo lo agradable, sino que apuntaba también al enfrentamiento con lo que era poco atractivo. La realidad humana no es, ciertamente, para dolor del Hijo del Hombre y el de nadie, un lecho continuo de rosas, por cuanto junto a todo lo que de hermoso y cercano puede tener, se presenta con frecuencia lo que tiene de duro, horroroso y despreciable. Existen quienes no tienen como objetivo el adorno de la vida en cuanto posee de hermoso por la fraternidad, por la solidaridad, por la convivencia mutua, por la búsqueda común del bien para todos, por la cercanía a los más necesitados. Éstos apuntan más a lo feo de la vida en cuento solo buscan el aprovechamiento personal, la búsqueda de prebendas, la manipulación y dominio de las masas, la subyugación por el uso del poder religioso que ostentan. Fue una lucha frontal que tuvo que enfrentar Jesús en su tarea, pues su búsqueda del bien no iba a dejar de encontrarse con la fuerza del mal que se rebelaría al ver en peligro su poder: "¡Ay de ustedes, porque edifican los sepulcros de los profetas que los padres de ustedes mataron! Por tanto, ustedes son testigos y están de acuerdo con las obras de sus padres; porque ellos los mataron y ustedes edificaron. Por eso dijo la Sabiduría de Dios: Les enviaré profetas y apóstoles, y a algunos los matarán y perseguirán, para que se pidan cuentas a esta generación de la sangre de todos los profetas derramada desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, el que pereció entre el altar y el Santuario. Sí, les aseguro que se pedirán cuentas a esta generación. ¡Ay de ustedes, los legistas, que se han llevado la llave de la ciencia! No entraron ustedes, y a los que están entrando se lo han impedido". La formación que adquirió Jesús en lo humano contempló igualmente la posibilidad de enfrentar lo desagradable, no solo lo hermoso que pudo adquirir de los suyos. Haber asumido su tarea no le hizo perder la perspectiva de la realidad. Él venía a enfrentarse con el mal. La obra de siembra del bien que venía a realizar no le hizo ser inconsciente de aquello a lo que se iba a enfrentar. Tenía plena conciencia de que junto a todo el bien que sembraría y que sería también aceptado, se iba a presentar la posibilidad del enfrentamiento con la fuerza que venía a vencer y a tratar de anular en el corazón de los hombres. No iba a ser de ninguna manera una lucha sencilla, pues la realidad del pecado, enseñoreada por la obra del demonio que conquistaba y subyugaba a los suyos, haciéndoles creerse omnipotentes, los envalentonaba: "Cuando salió de allí, comenzaron los escribas y fariseos a acosarle implacablemente y hacerle hablar de muchas cosas,  buscando, con insidias, cazar alguna palabra de su boca".

La obra de Jesucristo, encomendada por el Padre y asumida voluntariamente con su beneplácito, haciéndose hombre como uno más entre nosotros, con el concurso de la misma humanidad en María, disponible radicalmente a la obra de Dios, por lo cual valoró al máximo lo hermoso de aquella vida humana que había adquirido, no iba a tener un desarrollo sereno y falto de sobresaltos. Pero esa belleza de origen que Él mismo había vivido en su condición de hombre lo impulsó a amar más a la misma humanidad. Para esa humanidad se había hecho hombre. Para el hombre entendió que se entregaba. Había asumido toda la dificultad que iba a representar y lo había asumido pues sabía muy bien que era parte de esa misión que debía cumplir. El final cruento que se avizoraba en su futuro no iba a ser suficiente para hacerlo desistir, pues su objetivo pasaba por el amor, y el amor lo llamaba a la entrega, por encima de todo. El amor justificaba cualquier circunstancia, pues el fin era el rescate de sus hermanos de aquello que los tenía esclavizados. No había un mal mayor que fuera suficiente para hacerlo desistir. Lo que importaba era el amor. Así lo entendió San Pablo y lo enseñó a los cristianos: "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En Él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en Él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra". Esa es su finalidad, y a eso lo mueve el amor. No habrá otra consecuencia para todos nosotros desde el amor. No existe ni existirá jamás una fuerza superior a la del amor. En Jesús, además del amor divino, eterno e inmutable en sí mismo, se añadió el amor humano, el que bebió de sus padres y de sus amigos. Es el mismo amor que sigue derramando sobre nosotros y que jamás dejará de prodigarnos.

jueves, 6 de agosto de 2020

Vivamos nuestra Transfiguración, mostrando el amor y la gloria de Dios

La transfiguración del Señor

Uno de los hechos maravillosos de la vida terrena de Jesús es el de la Transfiguración. En la carne mortal que había asumido, haciéndose uno más de entre nosotros, muestra a los tres apóstoles privilegiados, elegidos para ser testigos particulares de ello, su gloria divina, la que había dejado como entre paréntesis cuando asumió la carne humana del vientre de María. "Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con Él". Suceden en este acontecimiento varias cosas maravillosas. Aquél que había convivido con ellos ya un tiempo significativo, y que había dado muestras de ser una representación superior de Dios en medio de todos, ya no solo lo deja como una sugerencia o una conclusión que había que extraer de sus actuaciones, sino que lo demuestra rotundamente a la vista de estos tres privilegiados. Esa transfiguración, es decir, ese cambio de figura que se percibía, confirma que Aquel que está así a la vista ya no es el simple hombre que han tenido a su lado, sino que en Él hay algo más, muy superior de lo que aparece a simple vista y que es infinitamente más grande de lo que hasta ahora ha aparecido. Mostrar su gloria fue necesario, pues a pesar de que había ya dado demostraciones de su presencia divina, debía esta presencia quedar de tal modo clara que no diera lugar a ninguna duda. El refulgir como la luz era la visión de esa gloria que le correspondía como Dios, similar a la experiencia que había tenido el profeta Isaías cuando fue elegido como voz de Dios para el pueblo: "Yo, Isaías, vi a Dios sentado en un trono muy alto, y el templo quedó cubierto bajo su capa". La visión de Isaías fue la que lo convenció de su elección, y ya no tuvo duda de la misión que le había sido encomendada. En este caso, la elección de estos tres, Pedro, Santiago y Juan, confirmaba la prevalencia de ellos sobre el grupo de los apóstoles, lo cual quedó confirmado luego, en los primeros pasos que daba la Iglesia naciente. Además, fueron considerados dignos de escuchar también la voz de Dios que confirmaba la identidad profunda de Jesús: "Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escúchenlo". Jesús es el Hijo de Dios, Dios Él mismo, enviado por el Padre, por lo cual tiene plena autoridad y debe ser escuchado como la misma voz de Dios.

A esto se añade algo que es realmente muy significativo. En el momento de la demostración maravillosa de su gloria, aparecen dos personajes que son inmediatamente identificados por los apóstoles. Tuvo que haber sido una intuición clara proveniente del mismo Dios, por cuanto no había manera de reconocer a estos personajes que no habían sido vistos previamente por ellos. Los reconocen como Moisés y Elías. Para los judíos, ellos representaban la total revelación de Dios en el Antiguo Testamento. Éste se resumía en la ley y los profetas. Antes que a través de Jesús, Dios se reveló a través de la ley y los profetas. Moisés representa el resumen perfecto de la ley y Elías representa a todos y cada uno de los profetas del tiempo anterior. Ambos, ellos mismos, son el Antiguo Testamento. Y se hacen presentes ante quien concentra en sí el Nuevo Testamento, Jesús. Es como si le dijeran a Jesús: "Ahora te corresponde a ti llevarlo todo a la plenitud. Nosotros ya hemos hecho nuestra parte". Jesús, Nuevo Testamento, la Buena Nueva de la salvación de Dios para todos los hombres, se hace presente en la plenitud de los tiempos: "Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo". La voz del Hijo es la voz de Dios, y por ello Dios mismo nos invita a escucharlo. Podemos imaginarnos el estupor con el que vivieron los apóstoles este acontecimiento tan maravilloso. Lo vemos claramente en la reacción de Pedro: "Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Era de tal manera satisfactorio lo que estaban viviendo, que en el colmo de la felicidad, Pedro, haciéndose la voz de los tres, llega a pedir algo que es totalmente absurdo: quedarse para siempre en ese lugar viviendo esa experiencia continuamente. Es cuando se oye la voz de Dios revelando la identidad profunda de Jesús. Aquello que estaban viviendo era totalmente real, les hacía experimentar en carne propia quién era Jesús, su identidad real y más profunda. Para ellos debía quedar claro que Jesús no era solamente el hombre que habían conocido hasta ahora, sino que era el Dios que estaba mostrando su gloria en ese momento. Esto era necesario por cuanto en un tiempo posterior lo estarán viendo sufrir y hasta morir en un cruz. No se podían quedar solo con esa imagen del hombre que sufre y muere. Ese que estaba pendiendo de la cruz era el mismo que les había mostrado su gloria en la transfiguración.

Esa experiencia fue real. Absolutamente real. Y necesaria. Absolutamente necesaria. Su espíritu de apóstoles debía pasar por ella para que su futura misión fuera cumplida a cabalidad. Pero no era su realidad cotidiana. Había que volver a la normalidad. Sin duda, con una conciencia mejor de quién era Ese que los había elegido y convocado para que lo acompañaran, pero también con el claro compromiso de vivir cada uno de ellos su propia transfiguración. Los discípulos de Jesús tenían que sentir que su propio espíritu vivía su particular transformación, pasando a la convicción profunda de que seguían al Mesías, al Hijo de Dios, a Aquel que debían escuchar como la voz de Dios. Era ese que Israel había esperado ansiosamente tanto tiempo, por el que las almas de los más fieles y justos suspiraban para que viniera a liberarlos del yugo de la esclavitud del pecado. Habiendo sido presentado por el Padre, con esa voz que vino del cielo, la hacían resonar continuamente en sus mentes y en sus corazones: "Esta misma voz, transmitida desde el cielo, es la que nosotros oímos estando con Él en la montaña sagrada. Así tenemos más confirmada la palabra profética y ustedes hacen muy bien en prestarle atención como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que despunte el día y el lucero amanezca en sus corazones". La transfiguración de Cristo fue un paso previo al cumplimiento de su misión de entrega total en favor de la liberación de los hombres. Incluyendo, por supuesto, la muerte en cruz. Aquel que se había transfigurado a la vista de los tres apóstoles, demostraba también su inmenso amor y su poder en el escándalo de la cruz, altar en el que hizo alarde de su mayor poder divino, a pesar de ser la imagen de la mayor debilidad. Quien había mostrado su gloria a través del resplandor de sus vestiduras blancas como la luz, ahora la muestra en la imagen oscura y terrible de las carnes del hombre que está muriendo en la cruz, entregando su espíritu al Padre que lo había enviando a cumplir esta misión de amor. Esa gloria de su divinidad de ninguna manera lo sustrajo de la muestra de amor más grande de cualquier hombre en la historia: "Nadie tiene amor más grande que el que entrega la vida por sus amigos". Así mismo debemos vivir nuestra propia transfiguración. Que nuestro espíritu sea una continua revelación de amor de Dios al mundo, de su gloria y de su misericordia. Que nuestra propia transfiguración nos lleve a mostrar la gloria de Dios, en la entrega fiel y amorosa a Él por el bien de nuestros hermanos.

domingo, 8 de marzo de 2020

Te transfiguras delante de mí para hacerme tu discípulo fiel

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Contemplar la gloria de Dios es lo más maravilloso que nos puede suceder. Es tan grandioso que en el Antiguo Testamento se consideraba que quien viera a Dios y contemplara su gloria tenía que estar muerto, o debía entender que tenía que morir. Se entendía así que este privilegio se daba solo al terminar el periplo terrenal de la vida del hombre. Solo quien ya hubiera transcurrido su vida terrena podía tener el privilegio de ver a Dios y de contemplar su gloria infinita. Isaías, temeroso en la presencia de Dios y de su gloria, lo afirma con enorme convicción: "¡Ay de mí, voy a morir! He visto con mis ojos al Rey, al Señor todopoderoso". No les faltaba razón a quienes así pensaban, pues ver a Dios y contemplar su gloria infinita es posible solo en la condescendencia amorosa e infinita de Dios. Así lo afirma Jesús: "Todas las cosas me han sido entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar". Y añade: "No es que alguien haya visto al Padre; sino aquel que viene de Dios, éste ha visto al Padre". La exclusividad de la visión del Padre la tiene el Hijo: "A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer". Hasta le venida del Verbo en carne humana, no existía otra posibilidad de ver a Dios que la muerte. Y si se daba antes, era por la profunda misericordia divina que se hacía presente en la vida de algún elegido para tomarlo para sí, y hacerlo totalmente suyo. Por ello, manifestando su gloria infinita, se hizo presente en la vida de Abraham, de Moisés, de Noé, de algunos profetas como Elías e Isaías y otros. Ante ese Dios que irrumpe en la vida cotidiana de sus elegidos y que muestra su gloria infinita, no cabe otra opción que la de aceptar su elección y seguir sus huellas en la misión que le quiere confiar. Esa irrupción de Dios convence y transforma, y no deja opción para la negación, como sucedió con Abraham: "'Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan, y en ti serán benditas todas las familias de la tierra'. Abrán marchó, como le había dicho el Señor". Sin conocer exactamente a quien daba esas órdenes, Abraham entendió que era el Dios todopoderoso que se estaba presentando ante él, por lo cual no dudó un instante en ponerse en camino.

Esta condescendencia divina no se hace presente solo en el Antiguo Testamento. También la encontramos en el Nuevo Testamento, en las ocasiones en que Jesús considera necesario mostrar su infinita gloria a sus discípulos. Hay una primera manifestación gloriosa en su bautismo, cuando se presenta ante Juan y se da la teofanía perfecta en la que se oye la voz del Padre y aparece la figura del Espíritu Santo en forma de paloma. También vemos a Jesús presentándose gloriosamente ante Saulo, perseguidor de los cristianos, a quien quería convertir en el apóstol de los gentiles. En el camino de Damasco se presenta Jesús glorioso y convierte a Saulo en Pablo, el gran apóstol de la gentilidad. Y en la ocasión más clara, Jesús toma a los tres principales apóstoles, Pedro, Santiago y Juan, y llevándolos a la montaña, delante de ellos se transfigura, mostrando su divinidad absoluta, en la que se resume toda la historia de la salvación, pues están presentes también en la visión majestuosa, Moisés y Elías, en los cuales se compendiaba todo el Antiguo Testamento: la Ley (Moisés) y los Profetas (Elías). Jesús es el Nuevo Testamento y delante de Él está el Antiguo Testamento, como rindiendo cuentas y entregando el testigo para que siguiera la carrera de la salvación de la humanidad que ellos habían iniciado, habiendo sido elegido portentosamente cada uno en su momento. Esos tres apóstoles privilegiados quedaban con la tarea de ser testigos de aquella divinidad que se había mostrado ante ellos. Jesús no era solo el hombre que convivía con ellos, que se cansaba al caminar con ellos, que reía, que se entristecía, que era tentado en el desierto... sino que era el Dios que se había mostrado como tal delante de ellos, al revelar su gloria infinita. Fue la demostración fulgurante para ellos de la doble naturaleza de Jesús, lo cual les sirvió, luego de la Pascua de Cristo, para ser los mejores testigos de la obra redentora del Señor. La Transfiguración de Jesús fue la transfiguración espiritual de estos apóstoles.

En cierto modo, la Transfiguración del Señor es también transfiguración de cada discípulo. Es ante cada uno de nosotros que Jesús se muestra como es. Para cada uno de sus seguidores está claro que Jesús es el Dios y hombre que realiza su obra redentora. Es el Hijo de Dios enviado por el Padre, por amor a los hombres para que, haciéndose un hombre más como nosotros, asumiendo nuestra naturaleza, satisficiera al Padre con su sacrificio de amor. Jesús es redentor porque es el hombre en el que habita toda la divinidad. Si no fuera así, su sacrificio no tendría ningún efecto. Hubiera sido una muerte muy significativa, pero sin efectos de salvación para nadie. Si hemos sido salvados es porque en aquel hombre que pendía en la cruz de redención, estaba Dios en su plenitud. Es una continua transfiguración que se presenta ante nuestros ojos. Por eso tiene sentido el que nos convirtamos en discípulos anunciadores de la salvación, pues el sacrificio de Jesús, transfiguración evidente ante nosotros, no nos deja otra opción que seguirlo por amor y presentarlo a los hermanos con nuestras vidas de fidelidad. Es la invitación que hace Pablo a Timoteo. Timoteo somos cada uno de nosotros:  "Toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios. Él nos salvó y nos llamó con una vocación santa, no por nuestras obras, sino según su designio y según la gracia que nos dio en Cristo Jesús desde antes de los siglos, la cual se ha manifestado ahora por la aparición de nuestro Salvador, Cristo Jesús, que destruyó la muerte e hizo brillar la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio". Vale la pena ser de Jesús. Vale la pena ser su discípulo. Vale la pena presentar a Jesús a cada hermano nuestro para que lo haga su Redentor. Y vale la pena porque es el Dios que se ha hecho hombre, rebajándose al máximo, despojándose de su rango, para que todos fuésemos beneficiados con su sacrificio redentor, signo de su amor y de su misericordia infinita por nosotros.

martes, 17 de diciembre de 2019

Mi historia está en Tus manos para que la redimas

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La historia del desarrollo teológico está plagada de accidentes. La comprensión del misterio divino se ha presentado siempre tan atractiva que se ha considerado por muchos como un verdadero reto al que hay que responder con audacia, con valentía, con creatividad. En esa historia encontramos diversos personajes estelares que han echado luces valiosísimas para entrar con buen pie en el umbral de la comprensión de quién es Dios, de cómo es su obrar, de cuál es su pensamiento y su actitud ante las criaturas surgidas de su mano todopoderosa, de cuál es su esencia más íntima. Muchos han atinado maravillosa y sorprendentemente, por cuanto la posibilidad de que sean tomadas rutas erradas se multiplica ante lo que es misterioso y absolutamente novedoso. La teología no se trata solo de razonamientos lógicos y ordenados, aunque como ciencia necesite de este desarrollo, sino que es, ante todo, un itinerario en el que hay que buscar y dejarse llenar de la luz que el mismo Dios quiere derramar para que sea comprendido su propio misterio. En efecto, el teólogo es, ante todo, un hombre de fe. No es necesariamente teólogo el conocedor de Dios como objeto de estudio, si no se ha dejado conquistar el corazón. Puede ser un "experto en Dios", pero no un teólogo. Por ello, en ese mismo itinerario que ha llevado la teología en la historia han surgido también personajes siniestros que han equivocado la ruta de sus razonamientos y que, por no dejarse llevar por la iluminación divina y la indicación sabia de la Iglesia como madre y maestra, han hecho que su camino sea erróneo, arrastrando incluso en ocasiones a muchos en sus desvaríos. Es lo que se conoce como herejes. La Iglesia ha reaccionado ante ellos y, en la urgente necesidad que se presentaba de aclarar las ideas, ha asumido esos esfuerzos y ha hecho que la misma teología avanzara y fuera más sólida en sus criterios.

Una de esas herejías más fuertes y que llegó a tener una tremenda difusión, fue la de la negación de la verdadera humanidad de Cristo. Según ésta, Jesús sería solo en apariencia hombre, por cuanto en la infinita pureza y supremacía del Dios que es en sí, sería imposible un rebajamiento tan absurdo y bastardo para hacerse uno más como nosotros. Aquel que aparecía como hombre no lo sería realmente. Y por ello, teniendo Dios todo el poder y viviendo todo el amor posible por sus criaturas, simplemente aparentó acercarse a nosotros, apareciendo en un cuerpo humano irreal y así realizó la redención añorada por el hombre. En su consecuencia más trágica la realidad hubiera sido que la redención entonces sería un sueño irrealizado. En una iluminación extraordinaria, los teólogos de la época dictaminaron que "lo que no es asumido, no es redimido". Esta sentencia declaraba la conclusión de la diatriba, por cuanto ponía la absoluta necesidad de la verdadera humanización de Dios para poder satisfacer la ofensa infinita que había realizado el hombre contra Dios con su pecado. A una ofensa infinita se requería una satisfacción infinita. Y esta satisfacción solo podía alcanzarla el que es infinito en su esencia, Dios mismo. Y debía ser hecha desde la condición en la cual se había ofendido a Dios, es decir desde la misma humanidad. Una humanidad aparente solo habría ofrecido una satisfacción aparente, y por ello, totalmente inexistente. Solo el hombre que es Dios podía ofrecer una satisfacción plena.

Por eso, nos encontramos a un Jesús que es verdaderamente Dios y que se hace verdaderamente hombre. Es el Dios que asume a la humanidad plenamente para satisfacer también plenamente ante el Padre. La genealogía de Cristo nos habla de un Jesús profundamente arraigado en la humanidad, no solo en su naturaleza sino en lo más estricto de su historia terrena. Él no asume solo una realidad corporal que lo incrusta como un miembro más de nuestra raza y de nuestra naturaleza, sino que asume concretamente la historia personal de cada uno. La asunción de la humanidad se da en plenitud y con todas las consecuencias. La inmensa variedad de personajes que conforman la historia ancestral de Jesús abarca un  abanico sorprendente. En ella hay santos y pecadores, fieles e infieles, judíos y paganos. Hay en ella quienes hacen tener razones para sentirse orgullosos de la estirpe humana y los hay también quienes llenan de vergüenza una historia que debería ser toda santa por ser la del Redentor. Esto nos dice que no existirá jamás una razón suficiente en Jesús para dejar de asumir la historia de cada uno de nosotros, pues en su misma historia antecesora hay manchas y razones suficientes de un desprecio que nunca se dio. Es esta la historia de cada hombre y de cada mujer que Él viene a redimir. Las manchas de nuestras historias personales no son razones suficientes para que el amor de Jesús nos deje a un lado. Al contrario, son las razones últimas para ser asumidas por Él. "Feliz culpa la que nos mereció tal Redentor", dijo el gran San Agustín, no por sentir algún orgullo por ser pecador, sino por la alegría de saber que mi pecado es la razón última de aquel movimiento de amor de Dios que acerca a su Hijo para ser mío, mi Redentor y mi Señor. Jesús asume toda mi historia, la que tiene visos de belleza y la que tiene visos de horror, la bonita y la fea, la santa y la pecadora. Viene a purificarla desde el abajamiento asumiendo mi misma humanidad, limpiando mi pecado y dejando para la eternidad feliz junto al Padre todo lo que de bello, de santo y de puro hay en mi historia personal que está en sus manos amorosas y redentoras. Por ello, ni debo desconfiar ni debo huir de su amor. Con la vergüenza del hijo que ha fallado y que tiene sombras en su historia, me dejo arrepentido en sus manos de amor con confianza para que todo mi ser y toda mi historia sean llenos de su gracia, de su amor, de su perdón y de su misericordia.

domingo, 29 de septiembre de 2019

El egoísmo es el cáncer de tu humanidad

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El rico epulón y el pobre Lázaro representan a la humanidad entera. El primero, es la parte de la sociedad que busca solo satisfacer su hedonismo, dándose grandes banquetes, adquiriendo todos los bienes que le ofrecen aunque no le haga falta, esclavizándose ante el último grito de la moda, imaginándose que su status se eleva mientras más cosas tenga, luchando por mantener un prestigio y un nombre sin importar los medios que pueda utilizar para lograrlo, probando todo lo que la mayoría de la masa humana considera que da altura, despersonalizándose ante la turba que sigue enceguecida los gritos de la publicidad, haciendo lo indecible para procurarse placer, gritando a los cuatro vientos que es libre y por eso hace con su vida lo que le viene en gana. El segundo, es la otra parte de la humanidad que sufre la miseria, que no tiene lo básico para vivir, que busca su comida en los basureros, que debe emprender caminos que lo lleven a un destino desconocido con la esperanza de conseguir aunque sea lo mínimo para satisfacer sus necesidades mínimas, que contempla humillado a esa otra parte que banquetea y se da la buena vida, añorando aunque sea que los desperdicios de ellos le sirvan para calmar su hambre y su sed y la de sus hijos, que vive enfermo, hambriento, abandonado, desplazado, refugiado, en tierras que no son las suyas, que está tirado en el camino a la espera de una mano amiga que por lo menos le haga sentir una empatía mínima en medio del dolor y del rechazo. El rico epulón y el pobre Lázaro están entre nosotros. O quizá uno de ellos seamos nosotros mismos.

La enfermedad de nuestra sociedad no hay que buscarla solo mirando los efectos. Estos son evidentes. Están en la corrupción, en el ventajismo, en el aprovechamiento en todos los sentidos de los bienes ajenos, en el enriquecimiento ilícito a costa del empobrecimiento de la mayoría, en el desfalco a naciones y sociedades, en las muertes por abuso de drogas, de licor y de placeres, en la promoción de la guerra para obtener las ganancias jugosas de una carrera armamentista absurda y fratricida, en la venta de drogas a costa de la destrucción de la vida de los jóvenes que son el futuro de la humanidad, en la anticultura de la muerte que promueve el aborto y la eutanasia, y la destrucción de la familia sólida que es el seguro para el futuro sano de esa humanidad. Son los efectos funestos de una enfermedad mortal bajo cuyo peligro de contaminación nos encontramos todos. Son los síntomas que descubren y hacen entrever un cáncer que nos está corroyendo y ante el cual debemos reaccionar si no queremos desaparecer.

Lo que produce todos estos síntomas hay que buscarlo dentro del hombre. Es una pérdida de humanidad creciente, que avanza peligrosamente, y que nos va consumiendo a todos. Nos consumirá si no apuntamos a un combate necesario para detenerla. Es urgente que echemos la mirada a lo que está en el sustrato más profundo de nuestro ser, lo que nos hace verdaderamente humanos, lo que ha colocado Dios y que ha sido potenciado por la naturaleza, y que ha demostrado desde siempre que cuando falta, perdemos nuestra esencia. Desde el mismo principio de nuestra existencia está allí e ignorarlo nos deshumaniza: "No es bueno que el hombre esté solo". Dios insufló en nuestras narices el hálito de vida, y luego nos dijo: "Crezcan y multiplíquense". Fue su decreto para una sociedad que ponía en nuestras manos. Cuando lo vivimos con intensidad, Dios mismo lo hace potenciarse y lo hace más sólido. Y, al contrario, cuando lo desechamos, Dios nos echa en cara nuestra falta para que caigamos en la cuenta de lo que estamos perdiendo: "¿Dónde está tu hermano?" Desentenderse de este aspecto esencial de nuestra condición humana nos hace los no-hombres. Nuestra unión mutua, nuestra fraternidad, nuestra solidaridad son coesenciales a nuestra naturaleza. Los hombres hemos sido creados en sociedad, para la fraternidad, para la solidaridad, para el amor mutuo. Es el mandamiento principal, junto con el de amar a Dios con todo nuestro ser: "Amarás al prójimo como a ti mismo". Jesús lo perfeccionó y lo elevó: "Ámense los unos a los otros como yo los he amado."

Jesús, en la parábola, no condena la riqueza ni exalta la pobreza. Condena la falta de humanidad del rico y exalta la humildad y la esperanza del pobre. El rico epulón es la síntesis del no-hombre. Es la personificación de la deshumanización, que no mira a su alrededor, sino que solo se mira a sí mismo y está desesperado por autosatisfacerse, sin importar nada más. Su preocupación por sí mismo, su egoísmo, su hedonismo, su vanidad, son tales, que ni siquiera le pasa por la mente elevar su mirada para percibir lo que pasa a su alrededor, con las personas que le están rodeando y que están muriendo por la falta de lo que a él le sobra. La consecuencia es la debacle de los otros. Los egoístas son los peores asesinos de la humanidad, aunque no empuñen armas físicas. No les hace falta un cañón para matar. Matan con su indiferencia ante el hermano pobre y desamparado. Matan al negarse a ser lo que Dios quiere que sean. Matan y se matan a sí mismos, pues dejan de ser los hombres que el Señor ha pensado. Desaparecen de la lista de los que son verdaderamente hombres.

Podemos ser el rico epulón. Pero podemos darle un cariz distinto. Podemos hacer que nuestros bienes sirvan a los más desposeídos. Hay muchos ricos que no son egoístas y que ayudan a los más pobres. Que son solidarios y se duelen de las necesidad de aquellos a los que consideran sus hermanos. Que son capaces de elevar su mirada y escuchan a Jesús que se identifica con ellos. "Cada vez que lo hicieron con uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron". En esto todos somos ricos. Siempre podremos tener la posibilidad de ayudar al otro. Siempre habrá uno más pobre que nosotros. Y podemos ser el pobre Lázaro, llenos de humildad y de sólida esperanza en Dios. Sintiéndonos absolutamente indigentes delante de Dios, sabiendo que ninguno de los bienes que podamos poseer serán la causa de nuestra salvación, sino el ser los hombres que Dios espera que seamos: solidarios, humildes, esperanzados, llenos de amor por Él y por los hermanos. Pongamos remedio al cáncer que nos puede consumir. Seamos los hombres solidarios y fraternos que Dios quiere de nosotros. No permitamos que el mundo sea peor de lo que ya es. Más bien procuremos darle a nuestro mundo el color del amor, de la caridad, de la solidaridad, de la fraternidad, de la esperanza en Dios. Está en nuestras manos y vamos a lograrlo, si ponemos manos a la obra.