Mi vocación sacerdotal tiene muchos "cultores". Haber nacido y crecido en una familia profundamente cristiana, con unos padres que nos llevaron a todos los hijos por los caminos de la fe es, sin duda, el primero de ellos. Puedo decir que soy privilegiado por haber tenido los padres que tuve, que nos enseñaron a amar a Dios, a la Iglesia, a los hermanos, con amor tierno y profundo. De ellos recibí la semilla que luego germinó en el deseo de entregarme a servir sin más... En mi familia tuve y sigo teniendo a mis hermanos que son un llamado constante a ser bueno, acicateado por la conducta de ellos. Son testimonio de entrega, de responsabilidad, de amor a sus familias, de vivencia consciente y sentida de su fe. Ellos me invitan a ser cada día mejor, pues soy "el cura" de la familia y no puedo "quedarme atrás". Por lo menos, aunque con mucho esfuerzo, tengo que equiparar su ritmo... Y, entre muchos otros actores, destaca sobre todos el P. Cesáreo Gil... Desde niño ha sido una presencia constante en mi vida. En un primer momento, imponente y hasta atemorizador, con su sotana negra, que no se quitaba jamás -supongo que sí para dormir-, y precedido de su fama de cura gallego intransigente y duro, de mal carácter y férrea voluntad ultraexigente... Era buen amigo de mis padres, y mis padres de él... Una vez nos visitó en nuestra casa e hizo una de las suyas. Nos puso a mi hermano y a mí de espaldas uno contra el otro, supuestamente para ver cual de los dos era más alto... En una "gamberrada" -gallegada, diría yo-, tomó nuestras dos cabezas y las golpeó durísimo. Allí comprobé que eso de ver estrellitas era absolutamente cierto...
Luego, la Providencia quiso que fuera mi Director Espiritual, y desde allí comenzó un relación tremendamente cercana. Me trataba como un verdadero hijo -más bien. nieto, pues sus hijos eran mi padres-, y empecé a conocer al Sacerdote santo, dulce, tierno, amante de Dios y de la Iglesia, que estaba escondido bajo esa sombra negra de su sotana... Mis confesiones con él empezaban con un temor reverencial por desnudar ante esa figura imponente mis fallas, pero en minutos se convertían en un baño de gracia, de misericordia, de perdón. Me sentía abrazado y abrasado por Dios y por su amor. Si no fuera una herejía, diría que el P. Gil lo hacía a uno sentirse casi "privilegiado" de haber pecado, pues merecía el abrazo amoroso y perdonador de Dios. Allí experimenté en carne propia la frase de San Agustín: "¡Feliz culpa la que nos mereció tal Redentor!"... Si de lejos el P. Gil parecía "una suegra", de cerca era "una madre", y en la intimidad era "una abuela"... Por supuesto, en las largas conversaciones que teníamos, me enseñaba, me animaba, me invitaba a ser mejor. Sus enseñanzas calaron muy hondamente en mí. Y son muchísimas, de las cuales aún saco mucho provecho y siguen siendo para mí referencias constantes...
Una de esas enseñanzas es la frase que ha servido de título a este escrito. Hablando de todas las cosas con las que el Señor me había enriquecido, con las que me había demostrado que me amaba con amor sólido y paternal, sin absolutamente ningún merecimiento de mi parte, pues casi lo único que había en mí era debilidad e infidelidad hacia su amor, me dijo: "En mi pueblo se dice: 'Es de bien nacidos, ser agradecidos', porque no podemos ser descorteses con Dios". Y esa frase se me quedó grabada como con un hierro candente... No podía yo seguir recibiendo de Dios tantas bendiciones, tantos regalos de amor, tantas manifestaciones de su preferencia, y quedarme tan tranquilo... Esos regalos amorosos de Dios me comprometían, y yo, responsablemente, debía actuar en consecuencia con ellos...
Yo debía hacer como el único leproso de los diez que Jesús curó milagrosamente, que se regresó feliz por el favor que había recibido. Los otros nueve no dejaron de recibir también su regalo de curación. El haber sido "malagradecidos" no les retiró el favor de Jesús, pero sí los dejó muy mal parados a ellos. Y yo no quiero quedar mal parado como ellos. "Es de bien nacidos, ser agradecidos", y yo soy un bien nacido, un privilegiado, uno que ha experimentado de manera inimaginable el favor de Dios... ¡Cuantas lepras no ha limpiado Jesús en mí! ¡Cuántas infidelidades no han sido borradas con su plumazo de amor! Imposible no ser agradecido con Jesús, cuando lo único que he experimentado de Él es amor, perdón, misericordia infinita. Cuando en mi vida realmente me he sentido solo un bendecido...
Es impresionante como los hombres, en muchas ocasiones, nos sentimos casi como "con derecho" de recibir todos los regalos de amor que Dios nos da cotidianamente. Ni siquiera pensamos en la inmensa riqueza que representa el estar vivos por un expreso deseo de Dios. Que si Dios decretara nuestra desaparición, eso sucedería instantáneamente. Que es un regalo de su amor el que hace que sigamos existiendo, que se sigan dando las condiciones para que nuestra vida biológica sea posible. Jamás pensamos que el designio de Dios sigue haciendo posible que tengamos el regalo maravilloso del sol cotidiano que se eleva todas las mañanas, que nos alumbra y nos calienta; que por las noches tengamos la presencia sugerente de la luna y las estrellas, apasionadas por nosotros, dándonos su luz nocturna para que no estemos en la absoluta penumbra; que en los laboratorios científicamente imposibles de las plantas se siga laborando sin descanso para que podamos tener el oxígeno que nos permite seguir respirando y se siga purificando el aire de los gases con los que nosotros mismos lo hacemos impuro; que siga haciendo nacer cada uno de los animalitos que nos rodean y que nos hacen feliz la vida, pues el perro que ladra y nos menea el rabo, el gato que ronronea y se acaricia a sí mismo con nuestra pierna, el pájaro que canta feliz en la mañana y nos llena de música el día, son signos del Dios que se ocupa de cada uno de ellos, pero que se ocupa de nosotros con más amor que el que usa para ellos; que cada planta que nos regala su verdor, sus bellas flores, sus frutos sabrosos, salen de esa mano de Dios que los viste, que les da sabor y belleza, para que seamos nosotros los que lo disfrutemos; que siga permitiendo que para nosotros la vida de los hermanos sea una compañía insuperable, pues son ellos, esposos, esposas, hijos, hijas, familiares, amigos, compañeros de trabajo y de diversiones, vecinos, los que nos dicen que la vida sigue bullendo, que un saludo de ellos es, en cierto modo, una bendición que Dios nos da, pues cada uno nos dice: "Aquí sigo estando para ti, para que sigas seguro de que vives, para que puedas hacerme el bien que necesito..." Todos, son regalos del amor de Dios, que nos convencen de que nos ama infinitamente, de que todo lo ha hecho de tal manera que no nos falte nada, que seamos realmente privilegiados...
Y por si fuera poco, es un Dios que se desprendió de su más preciado tesoro, su propio Hijo, para darlo en rescate de quienes no le somos agradecidos, para que le seamos agradecidos... "Es de bien nacidos, ser agradecidos..." No podemos seguir siendo descorteses con el Dios que lo da todo, sin dejarse nada para sí. No nos exige mucho, pues es infinitamente más lo que recibimos. Si lo hacemos, no quedaremos "malparados" como los nueve leprosos curados que no se volvieron a agradecer. Y seremos reconocidos como el único extranjero curado, el leproso samaritano, que se devolvió a agradecer el milagro de su curación, al cual Jesús le dijo: "Vete en paz. Tu fe te ha salvado". Agradecer a Dios es nuestra salvación. ¡Tremenda ganancia, sólo por ser agradecidos! No nos cuesta nada, y lo ganamos todo...
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