domingo, 27 de octubre de 2013

Gracias, Dios, por los defectos de los demás

El caso del fariseo y el publicano en el templo orando, si no fuera porque Jesús lo usa para ilustrar cómo somos en realidad los hombres, haría reír muchísimo. Me imagino en un teatro, entre el público asistente, disfrutando de la escena... Un tipo delante, de pie y gritando a toda voz: "¡Gracias Dios porque soy perfecto! Es cierto que tú ayudaste alguito creándome... ¡Tremenda pérdida para el mundo si no lo hubieras hecho! Pero gracias a mi empeño, he avanzado tanto en esto de la perfección. No niego que me ha costado, pero al ver a los que están a mi alrededor, siento la satisfacción de verme reflejado en lo que yo habría sido si no me hubiera esforzado tanto en ir eliminando fallas y defectos... ¡Es la suprema compensación...!" Sin duda, me da mucha risa esa escena...

Pero luego aparece el segundo personaje, en lo más oscuro del escenario... Casi ni se ve... Allí, de rodillas, en silencio, nos deja escuchar sus pensamientos: "Señor, Dios, te lo pido con la máxima confianza en ti... ¡Ten piedad de mí que soy un pecador! Sólo veo en mí mi debilidad, sólo descubro flaquezas... Me reconozco, sin ti y sin tu misericordia, como la peor escoria... Por eso vengo a ti con humildad a implorar tu piedad. Sé que no me la negarás, pues tu amor sólo perdona y capacita para el bien... Quiero, Señor, que seas mi fortaleza, mi perdón, mi amor. Que me hagas sentir, como siempre, tus brazos a mi alrededor, abrazándome y acogiéndome como hijo tuyo amado... Y que me llenes siempre de la ilusión de seguir siendo tuyo, de seguir sirviéndote, de seguir auxiliando a mis hermanos más necesitados, de hablarles de ti a todos para que ellos añoren vivir también esta confianza tierna que yo vivo por ti..."

Y se hace, después de las carcajadas que produjo el primer personaje, un silencio majestuoso, en el que sólo se oyen las ideas que corren en la mente y en el corazón, decidiéndose por cuál de los dos personajes preferir. Los corazones se debaten entre preferir hacer el ridículo de pie delante de todos, publicando a voz en cuello las propias "maravillas", o casi pasar desapercibidos al fondo y entre las sombras, teniendo un encuentro íntimo, confiado, sabroso, con el Dios del amor y de la misericordia...

Cuando lo contemplamos desde lejos, como si fuéramos público asistente, es fácil decidirse. Preferimos no hacer el ridículo, sino abandonarnos en Dios... Y eso debe ser lo correcto. Los hombres no somos buenos sólo por el esfuerzo que hagamos nosotros mismos, con ser eso necesario. Nuestra voluntad debe apuntar siempre a ello y poner el mejor esfuerzo por adelantar en ese camino. Pero, desde el inicio de nuestra historia, al haber insuflado Dios en nuestras narices su hálito de vida, la bondad no es sólo un fruto del voluntarismo. Si fuera así, sería solo una bondad "natural", que no es que sea mala, pero sí es incompleta. La plenitud de la bondad, esa perfección a la que nos invita Jesús, es consecuencia de la Gracia que vivimos, por habitar Dios en nosotros. Es, al fin, un concurso de dos socios: Yo, con mi inteligencia y mi voluntad, que me ha regalado Dios para hacerme su imagen y su semejanza; y Dios mismo, que me anima, me da fuerzas, me llena de la ilusión de ser como Él, suprema bondad y amor... Y esa es la plenitud de la bondad, cuando se conjugan perfectamente mi naturaleza humana buena con la de Dios, infinitamente óptima...

Nuestra vida no es un espectáculo al que asistimos como espectadores...En ella somos nosotros los actores principales. En cierto modo, somos nosotros los que la escribimos y los que la actuamos... Somos libretistas y protagonistas. Es, en efecto, un producto de lo que nosotros mismos hacemos, y no de lo "quisiéramos hacer". Seguramente muchos quisiéramos ser como el publicano humilde, confiado, implorando la misericordia y la fuerza divinas... Pero en nuestra vida real la verdad es que en muy frecuentes ocasiones estamos muy lejos de ese ideal...

¡Cuántas veces no nos consideramos mejor que los demás! Basta percibir las veces en las que nos ponemos nosotros mismos como ejemplos ideales... "¡No entiendo por qué hacen las cosas así, y no como yo las hago...!" ¡Deberían pensar todos como yo, para que estén en el camino correcto...!" "¡Este método que yo uso es fabuloso y jamás lo cambiaré porque me ha dado resultados excelentes. Deberían todos hacer lo mismo que yo...!" "¡La opinión correcta es la mía, no la que unos ignorantes como ustedes tienen...!" "Padre, vengo a confesarme, pero la verdad es que no tengo pecados..." ¡Casi que habría que encendernos una vela y montarnos en la peana principal del templo para que todos nos veneren...!

Eso, más que bien, nos hace un daño terrible. Nos hacemos inaguantables para los demás... Y, lo más importante, también para Dios. Él no nos dice lo que cualquiera diría, porque nos ama infinitamente y quiere y nos posibilita la conversión... Pero cualquiera diría: "Váyanse tú y tus ínfulas a la m...isma quinta paila"... Hay quien llega al extremo de decir, excusándose cobardemente: "¡Así soy yo, y el que no me quiera aceptar así, que no me acepte y listo!" Hacemos extorsión con eso... Y la verdad es que nadie, absolutamente nadie, está obligado a aceptarte como eres, si eso que eres no está bien, si hace daño, si no es bueno para la convivencia, si humilla a los demás... Lo malo, sea como sea, hay que cambiarlo. No estamos inexorablemente destinados a permanecer malos... Para algo está Dios junto a nosotros. Para auxiliarnos, para ayudarnos, para ilusionarnos, para animarnos a ser mejores cada vez, en función del bienestar de los demás...

Nuestra actitud debe ser enriquecedora. En primer lugar para nosotros mismos. Debemos deshacernos del yugo del voluntarismo, que nos "obliga" a aparentar perfección donde no la hay, escondiendo nuestros defectos a como dé lugar, creyéndonos mejores que los demás. En segundo lugar, para nuestra relación con Dios, tratando de colocar en Él toda nuestra confianza, implorándole su auxilio en nuestro empeño por ser mejores, pidiéndole que nos llene de su gracia, de su perdón y de su amor para poder avanzar en la santidad, sabiendo que sin Él todo será más complicado y que nuestro camino de perfección será adelantado únicamente cuando reconozcamos que todas nuestras debilidades se resuelven en sus infinitas fortalezas. Y en tercer lugar, para nuestra relación con los demás, sabiéndonos servidores de todos, reconociendo en ellos riquezas evidentes y poniéndonos a su disposición como hermanos para ejercer la solidaridad que nos exige nuestra fe...

Tengamos, entonces, la actitud del publicano... Delante de Dios no podemos sino ser humildes, reconociendo su grandeza y su amor, su poder y su misericordia. Sólo así, seremos dignos de estar con Él y de abrir ante Él nuestro corazón débil y lleno de fallas...

2 comentarios:

  1. Gracias Monse por esta reflexión. Muchas veces aunque quisiera parecerme mas al publicano y ser humilde ante Dios y los demás, termino siendo una farisea. Lo unico q me alienta es pensar quee Dios hace su trabajo en mi.

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  2. Nos pasa a todos, Raquel... En todo caso, la actitud es dejar a Dios hacer su parte, haciendo nosotros la nuestra, que es vaciarnos cada vez más de nosotros mismos, llenándonos de Él... Saludos a Carluchín y las chamas. Un beso. Dios te bendiga

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