La importancia de la figura de la Mujer en la historia de la Iglesia es incontestable. Desde el mismo principio de la historia de la salvación, la mujer adquiere un papel relevante, equiparado con el papel del varón: "No es bueno que el hombre esté solo. Hagámosle una ayuda adecuada". De la parte noble del hombre, surge la mujer. Podríamos afirmar que Dios da un cierto cariz de superioridad a la creación de la mujer, pues eleva la calidad de la materia de la cual es hecha. Del barro del cual ha surgido el hombre pasa a la carne extraída de él, que ya había sido enriquecida con el soplo del aire vital que Yahvé había insuflado en sus narices, para hacer existir a la mujer. Y desde ese principio es proclamada "Eva", es decir "la Madre de todos los que viven". A lo largo de esa misma historia nos encontramos con mujeres destacadas que resaltan la figura femenina, siendo algunas incluso verdaderas heroínas en la historia del pueblo elegido. En una sociedad tendiente hacia el machismo ancestral, como lo era la sociedad judía, en la cual la mujer jugaba un papel muy secundario, el hecho de que la mujer destacara como adalid de libertad, de fuerza, de esperanza, es realmente significativo. Por ello, es necesario colegir que su relevancia como personaje principal de la historia era imposible de ocultar. Así ha sido durante toda la historia, en la cual la mujer ha luchado a brazo partido por el reconocimiento de su figura. No en el sentido en que se quiere implantar casi con violencia en nuestros días, con un falso feminismo que propugna más bien una superexaltación de la figura femenina, en detrimento de la unidad de los sexos y de la humanidad. Este feminismo absurdo busca pisotear al varón en aras de una superioridad, echando por tierra la colaboración, la unión, la igualdad de derechos. Es decir, que la mujer no sea ya más la pisoteada, sino que sea ella la que ahora pisotee. Es cierto que todo movimiento que promueva la igualdad, la equiparación de derechos, el respeto a la individualidad y la promoción de la mujer, se hace necesario. Pero no que sea una reivindicación que busque ahora el dominio y el pisoteo de los otros.
La figura ideal de la Mujer la tenemos en la Virgen María. Dios mismo le da una relevancia extrema, cuando desde el primer momento de su existencia la preserva de la culpa original, pues ha sido la elegida para ser la Madre de Aquel que vendrá a rescatar a la humanidad, prometido desde el mismo momento del primer pecado. Todo los hombres que esperaban el cumplimento de esa promesa de amor, miraban esperanzados hacia la figura de esa Mujer que sería la puerta de entrada del Redentor. Yahvé la anuncia desde el primer momento: "El Señor Dios dijo a la serpiente: 'Por haber hecho eso, maldita tú entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza, cuando tú la hieras en el talón'. Adán llamó a su mujer Eva, por ser la madre de todos los que viven". El descendiente de la Mujer es Jesús, encarnado en el vientre de María. Y esa Mujer es María, la Madre del Redentor, a la cual Dios coloca en el puesto más relevante de todos, por encima de cualquier otra criatura del mundo, pues será el habitáculo del Hijo de Dios, de donde tomará la carne que ha venido a redimir. Si la Mujer tiene relevancia en toda la historia, con María llega al zenit de esa relevancia. Nadie más, ningún otro ser de la creación, llega a las alturas a las que llega María. Y en el reconocimiento de su grandeza y de su dignidad, el mismo Dios es reverente en el respeto de Ella. No la "utiliza" como una herramienta en su gesta libertaria, sino que solicita su concurso libre y voluntario en ella, para que sea un elemento esencial en la historia de la salvación de todos los hombres. La respuesta de disponibilidad de María ante la propuesta divina, la hace elevarse a la vista de todos los hombres como el personaje humano más importante de toda la historia, solo superado por su Hijo, Dios hecho hombre. Su respuesta: "Aquí está la esclava del Señor, que se cumpla en mí según tu palabra", cambia el curso de la historia, y abre las puertas del cielo para el derramamiento del amor de Dios sobre el mundo y sobre toda la humanidad, por la obra que cumplirá su Hijo.
Esa disponibilidad de la Madre de Jesús no ha tenido final. Así como Jesús ha dicho a todos los hombres "Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos", podríamos decir que la tarea encomendada por Jesús a su Madre tampoco tiene fin. Jesús no nos ha dejado huérfanos, pues se ha cuidado muy bien de dejarnos a su propia Madre como Madre nuestra: "Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: 'Mujer, ahí tienes a tu hijo'. Luego, dijo al discípulo: 'Ahí tienes a tu madre'. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio". Es el regalo póstumo, el más entrañable de todos los que nos dejó Jesús, pues implica a la Mujer que lo había dado a luz, de la que recibió los primeros cuidados amorosos, la que con la mayor ternura lo vio crecer, la que lo cuidó con auténtico amor de Madre, la que lo acompañó desde la sombra hasta el último momento de su existencia, la que lo enseñó a amar con amor realmente humano. Y es en sus manos en las que nos pone para que sea la continuación hacia nosotros de esa ternura maternal que nos cuida y nos sostiene. En Juan, al pie de la Cruz, estamos representados todos los hombres. No tenía sentido no llamarlo Juan, sino hijo, si no hubiera habido una intencionalidad de generalización de la humanidad en la persona del discípulo amado. Por ello, es Madre de la Iglesia. Una concreción en el tiempo de lo que se vivió también el día de Pentecostés, en el cual los apóstoles reciben al Espíritu Santo, con María a la cabeza, pues Ella estaba cumpliendo fielmente la tarea que amorosamente le encomendó Jesús desde la Cruz. Nace la Iglesia, y María está presente cumpliendo su papel maternal. Así como el Espíritu la invadió en la encarnación del Verbo, cabeza de la Iglesia, ahora la invade también en Pentecostés, para seguir encarnando en cada cristiano a Jesús y a su amor. Así, resuenan en nuestros oídos las palabras de nuestra Madre, que nos sigue invitando a cada uno: "Hagan lo que Él les diga".
Dios nuestro, permítenos imitar a Maria para llegar a ser unos apóstoles de tu Amor, escuchemos su llamado para semejarnos a El☺️
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