El Domingo de Resurrección es el día más grande de la historia de la humanidad, el que le da sentido a toda nuestra confesión cristiana, el que sustenta cualquier otra celebración de la fe en Jesús. Es el día que había pronosticado la Escritura tantas veces como el triunfo total de Dios sobre el demonio, quien se cebaba en su "victoria" por la muerte de Jesús en la Cruz, pero que quedó en el más grande ridículo, pues esa muerte de Cristo era la debacle total y el final para él. El demonio y el mal, y todo su poder, quedan derrotados completamente y ya no podrá reponerse de esa caída fatal. Ya el demonio ha sido vencido y jamás podrá vencer de nuevo. Podrá tener algunas victorias, pero esas victorias las logrará solo porque los mismos hombres que aún sean conquistados por el mal, le darán el poder. Él ya no tiene poder. Solo tendrá el poder que nosotros mismos pongamos en sus manos. La victoria de Jesús sobre la muerte es absoluta. Y esa victoria es también victoria sobre el mal, sobre el pecado, sobre la injusticia y la humillación del hombre. No hay manera ya de revertir esa situación, por cuanto toda la historia de la humanidad se encaminaba hacia esa meta. La Resurrección de Jesús hace nuevas todas las cosas. Se ha dado en ella la Nueva Creación, superior a la primera, por cuanto es el restablecimiento en gloria de todo lo que estaba caído por el pecado de la humanidad. Jesús mismo había predicho su victoria, que se demostraría después de su entrega a la muerte. El sufrimiento, el dolor, la pasión, hasta la muerte, no eran sino la preparación del terreno en el cual se daría la batalla final contra el mal. La muerte de Jesús, en apariencia una derrota cruenta, se trastoca completamente en el preludio de la caída estrepitosa del reino del mal, y del establecimiento del Reino de Dios con todas sus prerrogativas de verdad, vida, santidad, gracia, justicia, amor y paz. El Príncipe de la Paz vence y establece su reinado entre los hombres. Todo el que viva la Resurrección de Jesús y la acepte como donación amorosa para que sea poseedor de la misma victoria, será, al igual que Cristo, resucitado. La victoria de Jesús sobre la muerte es la victoria de cada hombre del mundo, por el cual se ha entregado el Salvador.
Los personajes que aparecen en el relato de ese primer día de la semana son emblemáticos de lo que debemos ir comprendiendo acerca de los acontecimientos ricos que se suceden al resucitar Jesús. Después de que Jesús ha estado esos tres días oculto en el sepulcro, María Magdalena se acerca a visitar al Señor, y se encuentra con la sorpresa de que el cuerpo ya no se encontraba en el sepulcro. Y sale corriendo presurosa a dar noticia del hecho a los apóstoles. Encontrándose con Pedro y Juan ("el otro discípulo") les dice la terrible la noticia de que se habían llevado el cuerpo del Señor. Éstos van con ella a verificar lo que dice y comprueban la información: "Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos". Para ellos, la ausencia del cuerpo no era otra cosa que el cumplimiento de lo que el mismo Jesús había predicho: "Al tercer día resucitará". No era posible que el autor de la vida fuera vencido por la muerte. La Vida era la triunfadora. Aquel que había honrado a la vida de tantas maneras, favoreciendo al hombre que estaba sumido en el dolor, en la humillación, en el sufrimiento, en la enfermedad, en el mal y en el pecado, necesariamente tenía que honrar su propia vida. El que Jesús recobrara la vida fue lo que dio sentido a todo lo que hizo previamente. De no haber sido así hubiera pasado como un hombre que hizo muchas cosas buenas, pero sin mayor trascendencia. Todo cobra sentido precisamente porque el Señor resucitó. Y por ello su victoria sobre la muerte es también nuestra victoria.
La perplejidad de la Magdalena ante la ausencia del cuerpo de Jesús en el sepulcro, puede ser respondida por cada uno de nosotros: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto". No sabemos dónde lo han puesto. Jesús ya no está caminando físicamente por el mundo, ya no está sufriendo la Pasión horrorosa, ya no está muerto en la Cruz, ya no está oculto en la soledad del sepulcro. Jesús está vivo y sigue vivo para toda la eternidad. El Verbo de Dios encarnado ya no está reducido a una circunstancia de tiempo ni de espacio. Su condición de resucitado le ha dado la condición de sutileza gloriosa que le permite hacerse presente simultáneamente en la vida de cada hombre singular. Por eso, el "no sabemos dónde lo han puesto" tiene una respuesta clara: Está en cada hombre que lo acepta como su Salvador y le abre el corazón a su amor. Está en cada pobre que necesita de la ayuda y de la solidaridad de los hermanos. Está en el que ha recibido un trato injusto y humillante y que ha sido pisoteado por los poderosos. Está en los que sufren las situaciones de dolor por tragedias naturales, por enfermedades, por heridas. Está en cada niño que es abortado y en cada anciano que es asesinado aplicándole la eutanasia. Está en el que es juzgado injustamente y es acusado de culpas que no tiene. Está en el perseguido por la causa de la justicia, por la verdad, por el amor. Pero está también en quien lucha contra el mal en el mundo. En el que se hace solidario con los más necesitados y los desposeídos. En el que defiende con ahínco a los débiles y se pone de parte de la justicia en su favor. En el que crea organizaciones de ayuda humanitaria para ayudar a resolver los graves problemas materiales de la humanidad. La Resurrección de Jesús no puede dejarnos solo en una actitud de éxtasis. Tiene que movernos a llevar la resurrección a todos. "No sabemos dónde lo han puesto", debe ser una llamada para saber dónde lo debemos poner. El resucitado tiene que estar en la vida, en la lucha contra la muerte, en nuestras vidas comprometidas con llevar vida a todos. Debe ser puesto en nuestros corazones para que vivamos como resucitados y para que llevemos la resurrección a todos nuestros hermanos.
La Resurrección de Jesús no puede dejarnos sólo en una actitud de éxtasis,tomemos el hecho como un impulso que siga comunicandonos entre hermanos con valentía y gozo, para que Jesús siga vivo en cada corazón creyente.
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