Para el cumplimiento del objetivo final de salvación de los hombres que ha establecido Dios, el Señor pone en manos de ellos todos los elementos que se necesitan. Desde el mismo principio de la historia de la salvación, cuando el arrebato grandioso del amor lo llevó a crear todo lo que existe fuera de Él, puso en manos de aquel que había colocado en el zenit y en el centro de lo creado, todo lo que necesitaba para llevar una vida centrada solo en la experiencia del amor divino. Ese primer paso ya denotaba lo que estaba dispuesto a hacer en favor de sus criaturas. No les iba a negar nada que los favoreciera y, al contrario, en su providencia amorosa, estaba bien dispuesto a hacer lo que fuera necesario para tenerlas junto a Él. Incluso, cuando empieza la historia del pecado, Dios mismo se compromete a resarcir el daño que el hombre se había procurado. No condena, aun cuando da el escarmiento necesario, pues el amor lo único que exige es una respuesta adecuada de cercanía. El amor nunca condena. Si alguien alcanza esa condenación es porque por su propia voluntad se acercó a ella, rechazando al amor. En el ámbito del amor en el que actúa Dios, es absurdo pensar que ha creado al hombre para condenarlo. Al contrario, desde el mismo principio hizo vivir al hombre como salvado, disfrutando de la plenitud de su presencia y de su amor. Fue el hombre el que se puso de espaldas a la intención divina, rechazando la mejor oferta que podía recibir, en la pretensión absurda de creer que lo que él mismo se procuraba era mejor que lo que Dios ponía en sus manos. En esa avalancha de favores que caían sobre los hombres está, por un lado la entrega del Hijo al sacrificio satisfactorio para lograr el rescate del hombre perdido. Pero se encuentra también, luego de cumplido el acto redentor, un paso fundamental para la estabilidad de esa salvación alcanzada, que es la compañía ofrecida hasta el fin de los tiempos del mismo Hijo que no deja solos a sus discípulos, y la presencia, como alma de la Iglesia naciente, de su propio Espíritu, que será el compañero de camino y el amigo que guiará los caminos que seguirá cada discípulo y que dará las luces, las fuerzas y la valentía necesarias para el anuncio de la Verdad y de la salvación.
Esa presencia del Espíritu la veían los discípulos con toda naturalidad. El Espíritu Santo actuaba con toda libertad, y guiaba a la Iglesia, tal como lo había prometido Jesús. De nuevo, tenían frente a sí la demostración de que Dios es un Dios fiel que cumple con sus promesas: "En aquellos días, la palabra de Dios iba creciendo y se multiplicaba. Cuando cumplieron su servicio, Bernabé y Saulo se volvieron de Jerusalén, llevándose con ellos a Juan, por sobrenombre Marcos. En la Iglesia que estaba en Antioquía había profetas y maestros: Bernabé, Simeón, llamado Níger; Lucio, el de Cirene; Manahén, hermano de leche del tetrarca Herodes, y Saulo. Un día que estaban celebrando el culto al Señor y ayunaban, dijo el Espíritu Santo: 'Apártenme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado'. Entonces, después de ayunar y orar, les impusieron las manos y los enviaron. Con esta misión del Espíritu Santo, bajaron a Seleucia y de allí zarparon para Chipre. Llegados a Salamina, anunciaron la palabra de Dios en las sinagogas de los judíos". Es impresionante constatar cómo los discípulos del Señor, enviados a anunciar la Buena Nueva a todos los hombres, no oponen absolutamente ninguna resistencia, sino que al contrario, toman como natural y aceptan con toda normalidad las indicaciones del Espíritu que les indicaba lo que tenían que ir haciendo. Es un ejercicio de docilidad a las inspiraciones de Dios y de obediencia y humildad a Él, con la conciencia clara de que la obra de evangelización tenía como único protagonista al Espíritu y de que ellos eran instrumentos dóciles a esas indicaciones que sin duda eran las correctas, pues provenían del mismo Dios que los enviaba. Es una buena ocasión para respondernos a nosotros mismos el por qué la obra de la Iglesia hoy no tiene esos visos extraordinarios que tuvo en aquellos inicios. Sin duda nos falta la conciencia de ser elegidos y enviados, y la docilidad y obediencia de aquellos que lograron que ese mundo fuera conociendo la Verdad y fuera aceptando el amor del Redentor que se había entregado por todos los hombres.
En este sentido, quien da el primer testimonio a rajatabla de docilidad y obediencia y de disponibilidad a las indicaciones del Padre, es Jesús. Nunca se atribuyó a sí mismo los honores de la obra que realizaba, sino que en todo momento dejó claro que Él era un enviado que cumplía radicalmente la orden que había recibido. Y si tuvo éxito en su misión no fue por su esfuerzo personal, aun cuando lo puso, y en extremo, sino al fin que se perseguía con ella, al que apuntaba el Padre al enviarlo. La salvación es obra de Dios y el Hijo es un enviado que ha servido como mediador dócil en las manos del Todopoderoso: "En aquel tiempo, Jesús gritó diciendo: 'El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas. Al que oiga mis palabras y no las cumpla, yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, esa lo juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo, lo hablo como me ha encargado el Padre". Esta conciencia de instrumentalidad es clave para lograr la salvación. En el misterio profundo de lo que es la Verdad absoluta, puede ser incomprensible que el Hijo, siendo Dios Él también, no haga esto por propia iniciativa o por su propia virtud, sino que necesite de la palabra del Padre para lograrlo. Ciertamente en Dios hay unanimidad de criterios, pues Él no puede negarse a sí mismo ni entrar en contradicción consigo mismo. Y más aún, necesita de esa unanimidad para acordar la salvación de la humanidad mediante la entrega de una de las Personas de la Trinidad, el Hijo. Guiado por su amor y apoyado en la obediencia del Hijo, se lleva a cabo esa obra dramática de rescate. Tenemos que aprender mucho del Hijo y de aquellos primeros discípulos de Cristo. Por la manera de actuar de ellos el mundo ha conocido a Jesús. Por su convicción de fe, por la certeza con la que vivieron, por su obediencia a las indicaciones de Dios, por su docilidad a las inspiraciones del Espíritu, este mundo nuestro conoce a Jesús. También nosotros debemos asumir nuestra tarea con las mismas características con las que ellos, incluyendo a Jesús, la asumieron. Es la única manera de cumplir con la misión que Dios pone en nuestras manos.
Señor, creemos en tu palabra, ayuda que la luz de tu palabra ilumine siempre nuestra conciencia ☺️
ResponderBorrarBien dijo Jesús, yo enseño lo que ha ordenado el Padre, sus mandamientos contienen vida eterna. Yo soy el verbo hecho carne y el objetivo de la misión, es tener fe en él, es lo que salva, yo soy el enviado para lograr la salvación.
ResponderBorrarBien dijo Jesús, yo enseño lo que ha ordenado el Padre, sus mandamientos contienen vida eterna. Yo soy el verbo hecho carne y el objetivo de la misión, es tener fe en él, es lo que salva, yo soy el enviado para lograr la salvación.
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