Buscar a Jesús es el movimiento natural que debe darse en el corazón del cristiano. La vida de fe se sustenta solo en la experiencia que se pueda tener del encuentro vivo, eficaz y transformador con el Dios Redentor, que ha venido a hacer nuevas todas las cosas, y que, por supuesto, ha venido a hacer nuevo a cada hombre que busca encontrarse con Él. Solo quien se encuentra con Jesús y tiene la experiencia del intercambio de amor con Él, dejándose arrebatar el corazón al experimentar la vivencia de la renovación total de sí por ese amor que todo lo transforma, puede vivir la realidad de la conversión del corazón. Esta experiencia del amor renovador no es una experiencia romántica, bobalicona, paralizante, sino que apunta al deseo de inscribirse entre los que quieren unirse a Jesús para trasformar al hombre y al mundo. El amor renovador de Cristo compromete a amar. Y ese amor es un amor también renovador que lanza a la búsqueda de la renovación de cada hombre con el que compartimos vida. Esa transformación apunta a hacer de cada uno de ellos un hombre nuevo, que deja atrás la vida de pecado, que busca activamente el bien, que renuncia a las actitudes antiguas a las que lo lanzaba el mal, que busca vivir con intensidad las actitudes del hombre nuevo. Apunta a hacer de nuestra sociedad una sociedad también nueva en la que se viva la paz y la justicia, en la que se defienda la vida y su dignidad, en la que se busque implantar la verdad y excluir la mentira y la manipulación. La experiencia del amor transformador es profundamente comprometedor y llama al cumplimiento de las responsabilidades del cristiano en su vida cotidiana y social. Está muy lejos de sacar al cristiano de su realidad y de llevarlo a un nivel de idealismo absurdo y desencarnado. Lo incrusta sólidamente en ella y lo lanza a buscar esa transformación radical. El encuentro con Jesús, con su Palabra, con su mensaje y con su obra de salvación produce en el cristiano la alegría de saberse unido a Él en esa acción de transformación del mundo. En efecto, el cristiano que tiene el encuentro frontal con Jesús y su amor, y que en ese encuentro emprende el camino de la conversión personal, tiene además la plena convicción de que no lo emprende en soledad, sino que va acompañado por el mismo Jesús que, al enviarlo, se compromete a estar con él "hasta el fin del mundo". No lo envía mar adentro solo, sino que Él se monta en la barca para guiarlo, para apoyarlo, para calmar todas las tormentas. La asociación a la obra de Jesús es la manera más segura de estar con Él, de tener su compañía, de ir tomado de su mano en el camino de la vida.
Por eso el encuentro con la Palabra de Jesús produce un gozo insuperable. En él, el cristiano vive el amor transformador de Cristo, inicia su camino de conversión, se asegura de su compañía al ser enviado. Tiene la experiencia novedosa del amor que lo compromete. Y por ello asume su responsabilidad de hacer presente esa Palabra en toda circunstancia y de celebrar con alegría la convicción de esa presencia. Es lo que vivió David junto al pueblo de Israel, convencido de que la presencia de la Palabra de Dios los había hecho vencedores y que seguía acompañándolos en todo su periplo de conquista de la tierra prometida. Esa Palabra de Dios presente era la transformación del pueblo, lo que lo llamaba a mantenerla en medio de ellos para seguir adelante triunfadores. "David iba danzando ante el Señor con todas sus fuerzas, ceñido de un efod de lino. Él y toda la casa de Israel iban subiendo el Arca del Señor entre aclamaciones y al son de trompetas. Trajeron el Arca del Señor y la instalaron en su lugar, en medio de la tienda que había desplegado David". Colocar el Arca de la Alianza, en la cual habitaba la Palabra de Dios, en el sitio privilegiado, era el signo de que David y el pueblo querían mantener esa Palabra en el centro de sus vidas, con lo cual asumían el compromiso de tenerla siempre presente y de dejarse guiar por ella. No podía haber un encuentro con la Palabra de Dios y no sentirse transformados y comprometidos con ella. Se debía asumir el compromiso de mantenerla siempre en medio y de sentirse lanzados a la tarea de hacerla presente en todas las circunstancias de la vida.
Todo hombre y toda mujer que tiene ese encuentro frontal y auténtico con Jesús y con su Palabra, experimenta la renovación total de su vida. Por eso el Evangelio acentúa lo que sucedía con la gente que escuchaba hablar de Jesús y del nuevo tiempo que estaba siendo instaurado por la obra que estaba realizando: "Todo el mundo te busca". Era demasiado atractivo todo lo que hacía Jesús, y todos se sentían convocados por Cristo a encontrarse con Él, a experimentar su amor, a vivir la transformación radical que Él producía, a caminar según su voluntad para tener la seguridad de avanzar tomados de su mano. Estar con Jesús era gratificante. Encontrarse con Él era tener la experiencia auténtica del amor transformador y renovador. Y tener ese encuentro con Él era la añoranza suprema. Hasta María, la Madre de Jesús, extrañaba ese encuentro. Y sale a buscar a su Hijo: "Mira, tu madre y tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan". Ella sale al encuentro de su Hijo para seguir experimentando ese amor que para Ella no era nada extraño. Ella lo había vivido siempre. La Palabra de Dios, el Verbo eterno que se había hecho carne en su vientre, era su vida. Jesús lo reconoce en las palabras que dice: "'¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?'. Y mirando a los que estaban sentados alrededor, dice: 'Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre'". Él, que era la Palabra de Dios, había nacido del vientre de María, que se había dejado invadir desde siempre por ella, y que cumplió siempre radicalmente la voluntad del Padre. Prestó su ser para ser la puerta de entrada del Redentor. Lejos de ser una palabra que la desacreditaba, la elevaba como modelo. Ella es la nueva Arca de la Alianza, y Jesús, como David, la coloca en medio de todos. El prototipo de quien escucha la Palabra y la cumple es María. De tal manera la escuchó, que tomó carne de su vientre, cumpliendo estrictamente la voluntad de Dios. Jesús nos dice que para ser su familia, hermano, hermana o madre, había que ser como María. Estar disponible totalmente para encontrarse con Él, con su Palabra, hacerla encarnarse en el corazón y dejarse conducir siempre y en todo por ella. Exactamente lo mismo que hizo María.
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