A medida que va avanzando la obra de Jesús, en la cual progresivamente se va revelando Él mismo y va revelando su obra de salvación y de liberación, su fama se va extendiendo y va aumentando inmensamente el número de sus seguidores. Cada uno va experimentando en sí mismo o siendo testigo de las maravillas que Jesús va realizando, con lo cual se cumple lo anunciado antiguamente por el profeta Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar un año de gracia del Señor, un día de venganza de nuestro Dios, para consolar a los afligidos, para dar a los afligidos de Sión una diadema en lugar de cenizas, perfume de fiesta en lugar de duelo, un vestido de alabanza en lugar de un espíritu abatido". Es la maravilla de la llegada del Mesías que el pueblo experimenta en sí. No puede existir mayor gozo, por cuanto es el cumplimiento perfecto de la promesa de Dios, que no deja abandonado a su pueblo. Dios no ha olvidado su promesa, no se ha olvidado de su pueblo, y ese pueblo fiel, sencillo, confiado y humilde, vive la alegría del favor de Dios. "Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, Jerusalén, Idumea, Transjordania y cercanías de Tiro y Sidón... Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo". Era el año de gracia del Señor que ya se había iniciado. La persona de Jesús y su obra eran la concreción del cumplimento de la promesa divina. Ciertamente la obra de Jesús en este nivel era una obra material. Curación, sanación, limpieza. Pero era preludio de lo que vendría más adelante. No iba a ser solo una obra de sanación externa, corporal o material. Todo apuntaba a algo más profundo. Y lo intuía ya el mismo demonio, que reconocía a Jesús en su identidad más concreta y profunda: "Los espíritus inmundos, cuando lo veían, se postraban ante él y gritaban: 'Tú eres el Hijo de Dios'". ¡Hasta el mismo diablo confesaba quién era Jesús!
Es interesante fijarse en el itinerario que sigue todo este episodio de reconocimiento de Jesús como Aquel que viene a cumplir la promesa que Dios había realizado desde antiguo. Jesús es el Mesías prometido que viene a pisar la cabeza de la serpiente. La misma serpiente, es decir, el demonio, lo reconoce y, de cierta manera, anticipa y avizora el tiempo de su derrota definitiva. El reconocimiento de Jesús, de su persona, de su obra y de su mensaje, es el primer paso para poder disfrutar de la gracia que Dios va a derramar por su intermedio. De parte de Jesús, cumplir la voluntad del Padre significa asumir el ser instrumento privilegiado para que esa gracia de amor y de misericordia se derrame plenamente sobre cada hombre de la historia. "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad". Es este el primer paso de la llegada del año de gracia del Señor. Jesús asume su instrumentalidad, con la conciencia clara de que su integración voluntariamente aceptada y llevada adelante inaugura el tiempo de la nueva creación. Y así, cada persona que sea beneficiada por la obra de liberación de Cristo debe también reconocer que la mano de Dios está en Él, para que esa misma obra sea eficaz. Es necesario hacer la confesión de fe como lo hizo Marta, hermana de Lázaro: "Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir al mundo". Aún así, no es suficiente este reconocimiento. Debe darse una limpieza de corazón absoluta para que esta confesión de fe haga mella en uno y se haga profunda y transformadora. Puede darse un reconocimiento que no llegue a comprometer y, al contrario, produzca frutos negativos. Fue lo que sucedió entre Saúl y David. La obra grandiosa de David, enviado por Dios, habiendo sido reconocida por Saúl, produjo en este envidia y desazón, por lo cual decidió matar a David para que no le quitara protagonismo. "Las mujeres cantaban y repetían al bailar: 'Saúl mató a mil, David a diez mil'. A Saúl lo enojó mucho aquella copla, y le pareció mal, pues pensaba: 'Han asignado diez mil a David, y mil a mí. No le falta más que la realeza'. Desde aquel día Saúl vio con malos ojos a David. Saúl manifestó a su hijo Jonatán y de sus servidores la intención de matar a David". El reconocimiento del enviado de Dios debe ser un paso previo a la asunción de un compromiso posterior.
En efecto, hasta el demonio reconoce a Jesús como el Hijo de Dios, pero no por ello deja de ser el demonio. No por eso deja de estar en contra del amor. Continúa obstinadamente en su obra de destrucción del orden de amor y de salvación que quiere establecer Dios entre los hombres. Por ello, el itinerario debe seguir un íter muy claro: Disfrutar o ser testigo de la obra grandiosa que confirma la llegada del año de gracia del Señor al mundo a través de sus obras maravillosas y de sus mensajes de amor y de conversión; confesión y reconocimiento de Jesús como el enviado de Dios, como el Hijo de Dios que viene salvar a la humanidad; y transformación o conversión de la propia vida para asumir la voluntad de Dios como la propia, comenzado a vivir como verdadero discípulo de Cristo, como hijo de Dios, como hombre nuevo redimido en el amor y en la gracia que viene a traer Jesús. De esta manera, la obra de Jesús se completa perfectamente solo en la ocasión de que, habiendo sido aceptado y reconocido como el Mesías redentor, enviado a Dios desde su corazón de amor para el rescate de la humanidad, entra en el corazón del hombre y logra una transformación radical de la vida del favorecido, que empezará a vivir como verdadero hombre nuevo y como hermano de todos los hombres a los cuales querrá conducir también a ser beneficiarios de los regalos de amor del Dios redentor. El mismo Jesús pone este cambio radical como condición para el disfrute pleno de la redención: "Mira, estás curado; no peques más para que no te ocurra algo peor". Si cada uno de nosotros es beneficiario de la obra de salvación de Jesús, comencemos por reconocerlo entonces como nuestro Dios y Señor, aquel que viene a anunciar el año de gracia del Señor, y terminemos por hacerlo nuestro dueño, quien conduce nuestra vida y llena completamente nuestro corazón de su amor para seguirlo con alegría e ilusión plenas.
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