Entre las cosas que más nos cuesta entender a los cristianos de la doctrina que Jesús nos enseña es la de la compaginación del cumplimiento de la ley y la convicción que debe haber en el corazón. Muchos defendemos que ya es suficiente con de vez en cuando hacer algo bueno para que se nos tenga en cuenta en nuestra página de balance personal. Pretendemos que una acción considerada buena sirva para borrar todas las otras que no son tan buenas en las que también estamos involucrados. Da la impresión, incluso, de que pretendemos que Dios nos aplauda cuando hacemos algo bueno, a pesar de que quizá estamos sumergidos en la maldad. ¡Cuántas veces se escucha decir: "Yo estudié en un colegio de curas o de monjas", "Yo di una limosna una vez", "Yo fui a la misa de difunto de un gran amigo mío", "Yo estuve presente en la boda de unos amigos", "Yo fui al bautizo del hijo de fulanita", "Yo todos los días me hago la señal de la cruz y rezo un padrenuestro al levantarme"! Y lo dicen con una convicción total de que eso ya sería suficiente para que Dios los aplauda y les diga: "¡Ya no hagas más. Has hecho demasiado. Que no se te pase la mano!" Es como una especie de chantaje a Dios, en el cual Él debe estar agradecido de que yo haga tales acciones "heroicas". Sería realmente trágico para Dios que en algún momento de mi vida yo me decidiera a dejar de hacerlas. Súmese a esto el que por realizarlas nos creemos con el derecho de exigirle a Dios cualquier cosa. Como alguna vez recé un padrenuestro, Dios debería hacer todas las cosas que yo le pido. Y si no la cumple, pues sencillamente lo castigo, no rezándole más. Él se lo gana. Muchos entendemos nuestra vida de fe casi como un intercambio mercantil entre Dios y yo. Yo doy, pero también Dios debe darme. Si no me da, se rompe el contrato. De este modo, dejamos nuestra vida de fe solo en el ámbito externo del cumplimiento de unas obras basadas, sí, en algo bueno como es el cumplimiento de la ley, pero que se queda y permanece siempre en lo exterior, sin que nuestro corazón esté realmente involucrado en nuestras acciones. Seré bueno en la medida en que haga algunas buenas acciones. Y si en algún caso hago algo malo, o cometo algún pecado, o hago algo que pueda disgustar a Dios, ya alguna buena acción mía borrará todo eso.
Jesús es muy insistente en la necesidad de que en nuestra fe esté involucrado todo nuestro ser. Que haya una confesión de fe de nuestros labios, pero que esa confesión surja desde lo profundo de un corazón conquistado por el amor. Asumiendo la expresión del profeta Isaías, le echa en cara a quienes así actúan: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres. Dejando el precepto de Dios, ustedes se aferran a la tradición de los hombres". No se opone a que le rindan el culto debido a Dios, sino a que sea un culto vacío que no está sustentado en una convicción de vida, en un corazón que está lleno del amor de Dios. No es lo exterior lo que vale. Es lo de dentro, lo del corazón. Desde siempre fue así. Dios elige por lo que hay en el corazón del hombre no por lo que aparenta. En la elección del gran rey David, su criterio difirió precisamente en eso del de Samuel: "El Señor dijo a Samuel: 'No te fijes en su apariencia ni en lo elevado de su estatura, porque lo he descartado. No se trata de lo que vea el hombre. Pues el hombre mira a los ojos, mas el Señor mira el corazón'". La mirada del Señor es profunda, descubre lo que hay dentro de cada uno. No se queda en lo superficial, como lo haríamos nosotros. En Dios lo esencial es la transparencia, la humildad, la sencillez de corazón, la rendición a su voluntad. No le importan las apariencias, ni las obras ocasionales, ni aquellas que pretendan manipular o disfrazar de bien al que es malo. Por eso, su mirada, que descubre todo lo más íntimo, jamás se dejará engañar. Elige con un criterio único, basado en su amor: David "era rubio, de hermosos ojos y buena presencia. El Señor dijo a Samuel: 'Levántate y úngelo de parte del Señor, pues es este'. Samuel cogió el cuerno de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. Y el espíritu del Señor vino sobre David desde aquel día en adelante". La elección del Señor hace que el elegido cambie. Pasa a ser pertenencia de Dios, lo cual, en definitiva, solo sería una confirmación de lo que ya se vivía, pues el corazón del elegido ya estaba rendido a Dios.
Para Dios lo que más importa es el hombre. Y por ello, su vida la entrega absolutamente toda sin dejar nada para sí, con tal de conquistar al hombre, de rescatarlo del abismo, y de elevarlo de nuevo a la condición de hijo de Dios, abriéndole nuevamente las puertas del cielo. El hombre es quien revela la gloria de Dios por cuanto por él es que Jesús deja entre paréntesis su ser glorioso para hacerse uno más entre los hombres y caminar junto a él para llevarlo de nuevo al Padre. "La gloria de Dios consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios", afirma el gran San Ireneo. Por ello, todo lo que obstaculice que esa gloria de Dios se manifieste y que el hombre obtenga la vida que Jesús quiere transmitirle, será echado a un lado y desechado. Incluso si fuera algo bueno. Porque lo que importa es el hombre. El hombre está en el centro, e incluso si la ley pretendiera dañarlo, será puesta a un lado. Cuando los fariseos le reclaman el incumplimiento de la ley de parte de los apóstoles, el diálogo deja muy claro lo que está en el corazón de Cristo: "'¿Por qué hacen en sábado lo que no está permitido?' Él les responde: '¿No han leído nunca lo que hizo David, cuando él y sus hombres se vieron faltos y con hambre, como entró en la casa de Dios, en tiempo del sumo sacerdote Abiatar, comió de los panes de la proposición, que sólo está permitido comer a los sacerdotes, y se los dio también a los que estaban con él?'. Y les decía: 'El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado; así que el Hijo del hombre es señor también del sábado'". Poco importa la ley si va en contra del hombre. Ninguna ley puede estar por encima de la vida del hombre, que es la gloria de Dios. Lo externo jamás podrá estar por encima de lo interno. Las formas nunca podrán sustituir el fondo. La conducta nunca será más importante que la vivencia profunda de lo que hay en el corazón. "El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo: porque de la abundancia del corazón habla su boca". Así es la conducta delante de Dios. Solo de lo bueno que hay en el corazón es que Dios sacará provecho para el mismo hombre. No pretendamos engañar a Dios con algunos gestos buenos. A Dios nunca podremos "comprarlo". Tengamos un corazón conquistado por su amor, y desde ese corazón saquemos todo lo bueno que puede haber para manifestar a Jesús nuestro amor, poniendo en evidencia que Él está en el centro de nuestras vidas y que somos exclusivamente suyos.
Jesús es muy insistente en la necesidad de que en nuestra fe esté involucrado todo nuestro ser. Que haya una confesión de fe de nuestros labios, pero que esa confesión surja desde lo profundo de un corazón conquistado por el amor. Asumiendo la expresión del profeta Isaías, le echa en cara a quienes así actúan: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres. Dejando el precepto de Dios, ustedes se aferran a la tradición de los hombres". No se opone a que le rindan el culto debido a Dios, sino a que sea un culto vacío que no está sustentado en una convicción de vida, en un corazón que está lleno del amor de Dios. No es lo exterior lo que vale. Es lo de dentro, lo del corazón. Desde siempre fue así. Dios elige por lo que hay en el corazón del hombre no por lo que aparenta. En la elección del gran rey David, su criterio difirió precisamente en eso del de Samuel: "El Señor dijo a Samuel: 'No te fijes en su apariencia ni en lo elevado de su estatura, porque lo he descartado. No se trata de lo que vea el hombre. Pues el hombre mira a los ojos, mas el Señor mira el corazón'". La mirada del Señor es profunda, descubre lo que hay dentro de cada uno. No se queda en lo superficial, como lo haríamos nosotros. En Dios lo esencial es la transparencia, la humildad, la sencillez de corazón, la rendición a su voluntad. No le importan las apariencias, ni las obras ocasionales, ni aquellas que pretendan manipular o disfrazar de bien al que es malo. Por eso, su mirada, que descubre todo lo más íntimo, jamás se dejará engañar. Elige con un criterio único, basado en su amor: David "era rubio, de hermosos ojos y buena presencia. El Señor dijo a Samuel: 'Levántate y úngelo de parte del Señor, pues es este'. Samuel cogió el cuerno de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. Y el espíritu del Señor vino sobre David desde aquel día en adelante". La elección del Señor hace que el elegido cambie. Pasa a ser pertenencia de Dios, lo cual, en definitiva, solo sería una confirmación de lo que ya se vivía, pues el corazón del elegido ya estaba rendido a Dios.
Para Dios lo que más importa es el hombre. Y por ello, su vida la entrega absolutamente toda sin dejar nada para sí, con tal de conquistar al hombre, de rescatarlo del abismo, y de elevarlo de nuevo a la condición de hijo de Dios, abriéndole nuevamente las puertas del cielo. El hombre es quien revela la gloria de Dios por cuanto por él es que Jesús deja entre paréntesis su ser glorioso para hacerse uno más entre los hombres y caminar junto a él para llevarlo de nuevo al Padre. "La gloria de Dios consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios", afirma el gran San Ireneo. Por ello, todo lo que obstaculice que esa gloria de Dios se manifieste y que el hombre obtenga la vida que Jesús quiere transmitirle, será echado a un lado y desechado. Incluso si fuera algo bueno. Porque lo que importa es el hombre. El hombre está en el centro, e incluso si la ley pretendiera dañarlo, será puesta a un lado. Cuando los fariseos le reclaman el incumplimiento de la ley de parte de los apóstoles, el diálogo deja muy claro lo que está en el corazón de Cristo: "'¿Por qué hacen en sábado lo que no está permitido?' Él les responde: '¿No han leído nunca lo que hizo David, cuando él y sus hombres se vieron faltos y con hambre, como entró en la casa de Dios, en tiempo del sumo sacerdote Abiatar, comió de los panes de la proposición, que sólo está permitido comer a los sacerdotes, y se los dio también a los que estaban con él?'. Y les decía: 'El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado; así que el Hijo del hombre es señor también del sábado'". Poco importa la ley si va en contra del hombre. Ninguna ley puede estar por encima de la vida del hombre, que es la gloria de Dios. Lo externo jamás podrá estar por encima de lo interno. Las formas nunca podrán sustituir el fondo. La conducta nunca será más importante que la vivencia profunda de lo que hay en el corazón. "El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo: porque de la abundancia del corazón habla su boca". Así es la conducta delante de Dios. Solo de lo bueno que hay en el corazón es que Dios sacará provecho para el mismo hombre. No pretendamos engañar a Dios con algunos gestos buenos. A Dios nunca podremos "comprarlo". Tengamos un corazón conquistado por su amor, y desde ese corazón saquemos todo lo bueno que puede haber para manifestar a Jesús nuestro amor, poniendo en evidencia que Él está en el centro de nuestras vidas y que somos exclusivamente suyos.
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