El cristianismo, desde su origen, es una religión comunitaria. En él no tiene cabida el individualismo. Podríamos decir que si todo lo creado es reflejo de lo que es Dios y en cierto modo nos descubre lo que Él es en su intimidad, como lo afirma San Pablo: "Desde la creación del mundo, sus atributos invisibles, su eterno poder y divinidad, se han visto con toda claridad, siendo entendidos por medio de lo creado", Él, que en sí mismo es comunidad de personas, ha dejado esta impronta en todo lo que existe. El universo entero tiene el sello de lo comunitario, pues Dios, en sí mismo, es comunidad, es Trinidad. La expresión original del Creador, al haber hecho existir al hombre, no es otra cosa que la constatación de lo razonable que debe ser el seguir siendo consecuente con este carácter comunitario de lo creado: "No es bueno que el hombre esté solo". No es bueno, porque no es lo natural. No es bueno, porque no responde a la intencionalidad originaria de que todo fuera reflejo de su intimidad comunitaria. Así, la vida de los hombres se desarrollará siempre en la experiencia comunitaria. La perfección de la vida humana está en una experiencia mutuamente enriquecedora, en la que cada uno aporta para los demás lo mejor de sí. Es contrario a lo esencial humano la vida individualista, egoísta, que persigue solo un beneficio personal sin la búsqueda de una riqueza integral que sea un bien para todos. Cuando Jesús inicia su vida pública de establecimiento del Reino de Dios en el mundo lo hace siendo consecuente con su intención primigenia. Que se entienda perfectamente que todos los beneficios, todo bien que se persiga, se alcanzará desde la experiencia de vida comunitaria. Estrictamente hablando, si fijamos nuestra mirada en su poder infinito y tenemos la convicción de que para ese Dios todopoderoso no hay nada imposible, podemos concluir que esa obra de anuncio de la salvación que viene a traer, de instauración del Reino en el mundo, la hubiera podido llevar a cabo sin ningún apoyo. Pero Él quiso ser consecuente con lo que había surgido de su voluntad creadora y con el carácter comunitario que quiso imprimirle a todo desde el origen. Por ello elige a un grupo de hombres para que vivieran en comunidad la experiencia íntima de ser sus compañeros de camino, testigos privilegiados de todas sus obras y de todas sus palabras. Esa comunidad existe por una voluntad clarísima suya de crearlos verdaderamente integrados, para que luego fueran también testigos comunitarios de todo lo que Él haría.
Es una voluntad absolutamente libre que elige a quienes le viene en gana: "En aquel tiempo, Jesús, mientras subía al monte, llamó a los que quiso, y se fueron con él". No hay un criterio por el cual se rige. Simplemente es su voluntad totalmente libre. Son "los que quiso". Detrás de cada uno de esos nombres hay una historia personal, una personalidad, un carácter, unos intereses particulares. Cada uno tiene sus peculiaridades, sus maneras de ser. Y cada uno lo aporta al grupo al que es integrado por Jesús. No hay un "catálogo" por el cual regirse. Basta simplemente, por un lado, la voluntad de Jesús y, por el otro, la disponibilidad para dejarse integrar a esa comunidad naciente. Es interesante el giro lingüístico que usa el evangelista: "Instituyó a doce para que estuvieran con Él". Una traducción más fiel y literal de ella sería: "Creó a doce para que existieran con Él". El grupo de apóstoles, entendido así, sería una obra de creación de Jesús que existiría en cuanto estuvieran unidos a Él. El grupo apostólico existe porque Jesús los crea, como el acto creador originario por el cual existe todo lo creado. Además, sin Él presente en medio de ellos, no serían nada, no existirían. Es un acto libre de su voluntad, como el acto de creación del universo, y está esencialmente atado a su presencia en medio de ellos. Hay una conjunción perfecta entre la libertad de Jesús creador y la libertad de quienes se dejan crear como grupo. Cada uno de los nombres de la lista apostólica y cada una de las peculiaridades que hay detrás de cada nombre, sus historias, sus riquezas personales, son el aporte de la humanidad hecho libremente, desde el mismo momento en que Jesús los llama y los integra a esa comunidad variopinta y reveladora de la diversidad de toda la humanidad. El hombre, al ser creado como parte integrante del grupo apostólico, no es anulado. La riqueza que aporta es su propia existencia, con lo que posee como carga personal desde que existe. Dios lo conoce perfectamente a cada uno. Jesús tiene presente ante sí lo que es cada uno, la identidad más profunda que los define, sus rasgos personales más íntimos y característicos. Y con eso cuenta. A ninguno lo convoca desde la perfección que tenga, pues ninguno es perfecto. Más aún podríamos preguntarnos por qué elige a estos y no a otros que quizás hubieran tenido más conocimientos, más valentía, más audacia, más fidelidad. Lo cierto es que son estos y no otros. Aunque seguramente hubieran podido ser otros. En la libertad absoluta de Jesús entraban millones de posibilidades.
En este sentido, conjugando aquella libertad absoluta de Jesús con la libertad de quien es convocado y está disponible para integrar ese grupo, se da la posibilidad de existencia del grupo en sí mismo. Nos preguntamos si alguno hubiera podido negarse ante la llamada de Jesús. Y siguiendo el orden racional de la obra de Dios desde el origen, asumiendo que es respetuoso al extremo de la libertad con la que Él mismo ha creado al hombre y lo ha enriquecido, debemos decir que sí era posible. Alguno hubiera podido negarse. Ninguno lo hizo en el momento de la convocatoria. Uno lo hizo en el momento culminante, con lo cual de alguna manera nos confirma que nunca perteneció realmente al grupo. Pero al integrarse efectivamente al grupo de los apóstoles todos asumían también la responsabilidad que acarreaba dicha integración. De alguna manera el aporte personal principal que cada uno debía hacer al grupo, aparte de sus peculiaridades naturales, era el de avanzar unido a los otros. El carro debía ser tirado por todos en la misma dirección. Y todos debían poner a girar su vida alrededor del ideal de vida que presentaba Jesús, que debían asumir para ser verdadero testimonio de unidad. Esto era imprescindible mientras estaba Jesús en medio de ellos, pero más aún en el cumplimiento de su obra posterior cuando son enviados por Cristo al mundo a anunciar el Evangelio. Era una actitud de renovación constante, indetenible, en la cual eran hechos hombres nuevos a cada instante. Es una conversión continua que los acercaba más al ideal que proponía Jesús para todos los hombres. Así como se convirtió Saúl ante la evidencia de la fidelidad de David: "Eres mejor que yo, pues tú me tratas bien, mientras que yo te trato mal. Hoy has puesto de manifiesto tu bondad para conmigo, pues el Señor me había puesto en tus manos y tú no me has matado. ¿Si uno encuentra a su enemigo, le deja seguir por las buenas el camino? Que el Señor te recompense el favor que hoy me has hecho. Ahora sé que has de reinar y que en tu mano se consolidará la realeza de Israel". David es figura de Jesús. Y Saúl es figura de cada hombre de la historia. La evidencia del Jesús que es fiel hasta el extremo, llegando incluso a entregar su vida en favor de todos los culpables, debe ser, y lo es, un aliciente para todo el que es convocado por Cristo a pertenecer al grupo de los suyos. Su amor y su salvación son los tesoros con los que nos enriquece. Y podemos gozar de ellos integrándonos libremente a ese grupo y convirtiéndonos cada uno en apóstol suyo en este mundo que reclama su amor.
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