La debilidad del hombre es la puerta de entrada para la fuerza de Dios. Es una paradoja que se resuelve de la manera más sorprendente. Cuando los hombres tenemos el exceso de confianza en nosotros mismos, en nuestras propias fuerzas, en nuestras ideas y conductas, y dejamos a un lado a Dios, nos dejamos a un lado lo que nos puede hacer más fuertes. "Porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres", afirma San Pablo, quien tuvo la experiencia concreta de ese abandono de su propia debilidad en la fuerza divina, por lo que pudo salir siempre vencedor, siendo, según él, el hombre más débil de todos. Si nos empeñamos en enfrentar al mundo con nuestras solas fuerzas y no damos espacio ni cabida al apoyo que Dios nos puede prestar, quizá estamos intentando algo bueno, pero podemos estar cayendo en una actitud de soberbia inaceptable para quien debe tener la experiencia de la acción de Dios en su vida. Dejar que Dios haga su parte, haciendo cada uno la suya, puede llegar a ser la experiencia más compensadora que podemos tener, pues es la plena confirmación de la presencia de Dios en la vida propia, y la confirmación absoluta del cumplimiento de la promesa de Jesús, que nos ha dicho que estará con nosotros hasta el fin del mundo. Esa compañía de Jesús no es algo utópico, poético, irreal. Es una realidad concreta que se traduce en experiencias reales y vividas. Nosotros solos no podremos lograr las metas que nos exige el ser un auténtico seguidor de Jesús. Muchas de las cosas que se nos ponen como metas son humanamente inalcanzables. Ciertamente lo son si nos empeñamos obstinadamente en lograrlas con nuestras solas fuerzas. Por ello es necesario que dejemos entrar en nosotros esa fuerza de Cristo que nos ha sido ofrecida y que está ahí a la espera de ser invocada para actuar. San Pablo, impresionantemente, nos lo pone muy claro: "(El Señor) me ha respondido: 'Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad.' Por eso, muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Por eso, vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte".
Quiere decir entonces que el primer paso para que esa fuerza de Cristo actúe desde mí, es la convicción personal de ser débil. Parece un absurdo, pero no lo es. Para poder alcanzar la victoria ante el mal, ante las fuerzas del mundo que me quieren destruir espiritualmente, ante la fuerza demoníaca que me quiere hacer sucumbir continuamente, debo estar convencido de que jamás podré vencer. De que yo no seré nunca capaz de hacerle frente victoriosamente. De que yo solo no valgo nada. Es tener la convicción de que solo con la fuerza de Cristo mi victoria será posible. Decía San Agustín: "Que te conozca, Señor, para que te ame. Que me conozca para que me desprecie". En ese mismo sentido, se trata de estar consciente de las propias limitaciones y de lo infinitas que son las posibilidades cuando tenemos a Jesús de nuestra parte. Cuando se da esta convicción en cada uno y se da pie para que las experiencias nos confirmen en ella, se empieza a ser realmente invencibles: "Cuando soy débil, soy fuerte", se convierte de una afirmación absurda o contradictoria a una realidad sólida y firme. Es una afirmación absolutamente real. Es la experiencia que han tenido quienes se saben débiles en sí mismos, pero fuertes en Dios. Fue la experiencia de David delante del gran Goliat, el campeón de los filisteos: "Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina. En cambio, yo voy contra ti en nombre del Señor del universo, Dios de los escuadrones de Israel al que has insultado. El Señor te va a entregar hoy en mis manos, te mataré, te arrancaré la cabeza y hoy mismo entregaré tu cadáver y los del ejército filisteo a las aves del cielo y a las fieras de la tierra. Y toda la tierra sabrá que hay un Dios de Israel. Todos los aquí reunidos sabrán que el Señor no salva con espada ni lanzas, porque la guerra es del Señor y los va a entregar en nuestras manos". La fuerza de David era la fuerza de Dios. Por eso fue invencible. Por eso derrotó al más fuerte de los filisteos, venciendo la última barrera para entrar a la tierra prometida.
Para ese Dios que se pone del lado del débil no hay otra prioridad que hacerlos vencer. Por eso el anuncio de su llegada al mundo, de la llegada del Reino de Dios a los hombres, tiene siempre esa referencia al apoyo que recibirán los débiles, los oprimidos, los desplazados. "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado para llevar a los pobres la buena noticia de la salvación; me ha enviado a anunciar la libertad a los presos y a dar vista a los ciegos; a liberar a los oprimidos". Son los más débiles quienes, confiando la debilidad de sus vidas a la fuerza del Dios que viene a ponerse de su lado, los que recibirán con mayor potencia su favor. Por ello, lo vemos enfrentado a los poderosos, a los que confían en sus fuerzas para oprimir a los más débiles. Ya ellos no serán los débiles del mundo, pues la fuerza del Dios todopoderoso se ha puesto de su lado. En la lógica del amor todopoderoso que se pone en favor de los débiles del mundo, en favor de los más necesitados de un amor activo de parte del Dios de amor, se enfrenta con aquellos que confían más en sus fuerzas para seguir oprimiendo a los más débiles y rechazados de la sociedad: "'¿Qué está permitido en sábado?, ¿hacer lo bueno o lo malo?, ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?' Ellos callaban. Echando en torno una mirada de ira y dolido por la dureza de su corazón, dice al hombre: 'Extiende la mano'. La extendió y su mano quedó restablecida". Para aquellos era preferible seguir dominando a estos débiles basados en una ley inhumana y absurda que podía llegar incluso a impedir la acción en favor de ellos. No era el hombre el centro de sus atenciones. No era Dios quien los motivaba a ser "buenos". Eran ellos mismos los que querían ser el centro de atención, quienes dominaran la situación, con tal de no perder el poder de dominio sobre aquellos, lo que les aseguraba un estilo de vida cómodo, manipulador, dominante. Su poder se basaba no en el amor, sino en la opresión. Pero apareció Jesús, quien trastocaba toda su pretensión. Por eso, era necesario quitarlo de en medio: "Los fariseos se confabularon con los herodianos para acabar con él". Ese Dios que venía a ponerse a favor de los débiles ponía en peligro el dominio de quienes se consideraban los poderosos. Ese poder era nada al lado del poder que Jesús vino a derramar con su amor en favor de los más pequeños. Y es el poder de ese amor el que se pone a nuestro favor cuando nos confesamos absolutamente débiles y desvalidos. Si decimos que no podemos nada, que nuestra debilidad es extrema, que nunca venceremos solos, y abrimos nuestro corazón a la fuerza infinita del amor de Dios, seremos los hombres más poderosos del universo. Venceremos siempre, pues tendremos a nuestro favor la fuerza infinita del amor de Dios que nunca será vencido.
Gracias por sus enseñanzas. Desde Puerto La Cruz, en Comunión. Bendición!
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