El Templo de Jerusalén era el centro desde el cual se irradiaba la fe por todo Israel. Era el emblema del reinado de Dios sobre el pueblo. Israel estaba orgulloso de su templo, pues era la prenda de seguridad de la presencia y de la compañía de Yahvé al pueblo elegido. Su permanencia era la confirmación de que Dios los seguía acompañando en todo su caminar. De la misma manera, su destrucción era la debacle total, pues significaba que Dios de alguna manera había apartado su presencia de ellos, había cesado en su favor, y se encontraban sin guía y sin rumbo. El pueblo de Israel estaba a la deriva. Así sucedió con las invasiones de los imperios poderosos, luego de su entrada a la tierra prometida, cuando ya se había construido el templo como centro de la vida del pueblo. Para someter totalmente a Israel, los imperios invasores le quitaban aquello que los unificaba como roca sólida, aquello que los convocaba y que motivaba su vida como pueblo y como familia. Y eso era el templo. Sin templo, no encontraban nada que los aglutinara, y se hallaban sin motivación. Solo les quedaba la añoranza de lo que había sido gozo y peña de unidad.
Jesús, en el ámbito de la Nueva Alianza, traslada la presencia de Dios del templo a sí mismo. Ahora es su persona la que hace presente a Dios en medio del pueblo: "Destruyan este templo y en tres días yo lo reconstruiré". Se refería a sí mismo, a su resurrección. Era el restablecimiento total de esa presencia de Dios, que ya no dependía de la edificación de una estructura, sino de sí, de su gloria presente, de la realidad de su ser como Redentor y Salvador con su entrega a la muerte y su resurrección gloriosa. Es Jesús el templo mismo que asegura que ya Dios jamás abandonará a su pueblo, pues ya nada lo destruirá. Él ha vencido y se ha erigido como esa peña de seguridad de que Dios ya nunca más dejará de estar en medio de ellos. "Llega la hora cuando ni en este monte ni en Jerusalén adorarán al Padre..., cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad".
Y nosotros, pueblo de Dios, convocados a la Iglesia y puestos en medio del mundo para hacer presente a ese Dios Salvador y Redentor, somos hechos también cada uno templo en el que Dios habita para que todos vean y sientan la presencia del Dios de amor y de misericordia. "Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran tengan luz". Nosotros, hechos templos de Dios en nuestro bautismo, transformados en hijos del Padre, hermanos del Hijo y amigos del Espíritu Santo, y miembros del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, hemos sido llenados de la luz de Dios para iluminar. Hemos sido constituidos templos de Dios, desde los cuales se irradie su presencia y haga sentir su amor a cada hombre y a cada mujer del mundo. No podemos claudicar de nuestra responsabilidad de ser esos templos desde los cuales Dios quiere seguir haciendo sentir a todos su compañía y su guía, su iluminación y su amor. No podemos tapar la luz que Dios ha encendido en nosotros para no alumbrar. Sería la negación de nuestro ser y la traición a lo que Dios espera que hagamos con la luz que nos ha regalado.
Dejar de ser templos desde los cuales Dios siga acompañando a los hombres de nuestro tiempo, nos acarrea graves consecuencias: "Al que tiene se le dará, al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener". No se trata solo de no ser luz para los otros, desde nuestra condición de templos de la presencia de Dios en el mundo, sino de llegar incluso a dejar de tener a Dios en nosotros. No dejar que Dios se irradie significa la ausencia de Dios en nuestro ser. Nos quedaríamos sin el tesoro más grande que jamás podremos tener en nosotros. Dios en mi corazón, Dios en mi ser, Dios en mi plenitud. Por el contrario, transparentar a Dios, dejar que desde mí se irradie y enriquezca a mi hermano, lo hace más mío. Me afianzo más en su amor y en su salvación. Me asegura su presencia dichosa y redentora en mi corazón y en todo mi ser.
Que Dios se quede en, para irradiar a mi hermano.
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