Jesús hace que este deseo de ver a Dios, de entrar en su profundo misterio, se pueda percibir como algo más a la mano. El episodio de la conversación con Felipe nos da muchas luces al respecto. Jesús dice a los discípulos: "Si me conocen a mí, conocerán también a mi Padre. Ahora ya lo conocen y lo han visto". Pero los discípulos quieren ir más allá, y por ello Felipe en nombre de ellos pide a Jesús: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta". Y es entonces cuando Jesús descubre su identidad más profunda, cuando aclara su identificación con Dios, y les revela lo que significa verlo a Él: "Hace tanto que estoy con ustedes, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: 'Muéstranos al Padre'? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí?" Jesús es la revelación definitiva de Dios, es "la imagen visible del Dios invisible". Ver a Cristo es ver a Dios. De alguna manera, muy misteriosamente, percibir esta realidad en Jesús, hace mucho más acuciante el deseo de verlo, con la esperanza de descubrir en Él esa presencia grandiosa de Dios. "Había ciertos griegos entre los que habían subido a adorar en la fiesta. Estos, pues, se acercaron a Felipe, que era de Betsaida de Galilea, y le rogaron, diciendo: Señor, quisiéramos ver a Jesús (...) Jesús les respondió diciendo: Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado”. Los prosélitos griegos habían escuchado mucho sobre Cristo y querían descubrir quién era y gustar de la presencia de Dios en Él.
Este deseo de ver a Jesús para descubrir en Él su más profunda identidad divina nos acompaña a todos los hombres. Como el mismo Herodes, que había escuchado tanto hablar de ese personaje que cada vez adquiría más fama. Por eso Lucas en su Evangelio destaca este deseo del Tetrarca: "Herodes se decía: 'A Juan lo mandé decapitar yo. ¿Quién es éste de quien oigo semejantes cosas?' Y tenía ganas de ver a Jesús". Ciertamente su motivación estaba muy lejos de ser la de encontrarse delante de Cristo con un espíritu limpio, sin ambivalencias, para contemplarlo con pureza de intención. Su interés estaba muy lejos de alguna necesidad espiritual. Su finalidad era simplemente satisfacer su curiosidad y codearse con quien estaba adquiriendo tanta fama. Cuando al fin tiene la oportunidad, al ser sometido Jesús al juicio definitivo antes de su Pasión, queda clara su verdadera intención: "Cuando Herodes vio a Jesús se alegró mucho, pues hacía largo tiempo que deseaba verle, por las cosas que oía de él, y esperaba presenciar algún milagro que él hiciera". Lo que lo movía era su sed de espectáculo. Para él ver a Jesús era simplemente como asistir a una presentación de un gran artista famoso.
Todos debemos preguntarnos en lo más íntimo cuál sería nuestra motivación cuando deseamos ver a Jesús. Podemos ser como Herodes, que solo buscaba satisfacer sus ansias de espectacularidad. Probablemente nuestra disposición de ver a Jesús se reduce solo a las ocasiones en las que lo vemos triunfador, un gran orador, dominador de la naturaleza, hacedor de milagros. Cuando lo vemos curando enfermos, multiplicando panes, calmando tempestades, resucitando muertos, transfigurándose delante de los apóstoles. Ver a Jesús así es maravilloso. Ver a Jesús así nos muestra que su poder es infinito y que ese poder puede estar de nuestra parte y servirnos de sustento. No es una falsa percepción. Sin embargo, sí puede ser incompleta. Nos muestra al Jesús dominador y triunfador. No nos muestra al Jesús débil y entregado. No es la imagen del Cristo vencido y sufriente, que nos descubre una faceta que ya no es tan atractiva.
Junto a ese Jesús triunfante, y nunca sin Él, está también el Jesús débil. Es una unidad indisoluble. "Ya conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a ustedes se hizo pobre, siendo rico, para que ustedes con su pobreza fuesen enriquecidos". Él mismo nos lo dice: "Cada vez que lo hicieron con uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron". Nuestros ojos deben ser capaces también de querer ver a Jesús en el hermano que sufre, en el que está desamparado, en el que ha sido apaleado en el camino y burlado por todos los hombres. Debemos ser capaces de descubrirlo no solo en el gran sanador de enfermos que hace caminar a los paralíticos, ver a los ciegos y que cura a los leprosos, sino en el mismo paralítico, en el mismo ciego y en el mismo leproso rechazado y excluido. No solo debemos ser capaces de ver a Jesús que demuestra su ser profundo en la Transfiguración, que resucita glorioso y asciende a los cielos con todo su esplendor de gloria recuperado, sino también en el escupido, humillado y golpeado de la Pasión, en el aplastado por el peso de la Cruz, en el clavado en esa Cruz como cadalso final, en el inánime que pende muerto en ese patíbulo. El Jesús que debemos querer ver es el Jesús total. Triunfante y vencido, glorioso y humillado, resucitado y muerto, poderoso y débil. Y aceptar que en nuestra vida esa totalidad necesariamente debe estar siempre presente. Nuestra debilidad es como la de Jesús, y debemos asumirla. Pero nuestra fuerza es también la de Cristo, y debemos aprovecharla. "Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque entonces residirá en mí la fuerza de Cristo. Cuando soy débil, soy fuerte". Como Jesús.
Infinitamente hermoso....
ResponderBorrarEn mi debilidad, hazme fuerte, Señor!!
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