El Evangelio es un mensaje vivo, actual, adaptado a la realidad. Se equivocan quienes afirman que las palabras de Jesús ya están pasadas de moda. Su enseñanza es eterna y universal, y Él mismo procura que cada hombre, en cada época y circunstancia, pueda extraer una enseñanza válida. Por ello, basta leerlo, no como un investigador cauto y crítico, sino como un creyente confiado y abierto, a la espera humilde y esperanzada de hacer manar de él una enseñanza para la experiencia personal de vida. Cuando dejamos que hable el Señor por su propia cuenta, sin prejuicios dañinos y programáticos, realmente podemos sorprendernos con lo que nos quiere dejar como tesoro Jesús y su palabra.
Por eso es tan válido acudir a la lectura humilde y sosegada, meditada y enriquecedora, del Evangelio. Desde él, Jesús se dirige a nosotros para hacer de nuestras alegrías gozos más profundos y ricos, para hacer de nuestros dolores y sufrimientos ocasiones de recibir su consuelo y su fortaleza, para iluminar los momentos en los que nos podemos encontrar perplejos e indecisos sobre el camino o la decisión que debemos tomar. El Evangelio, pozo de la sabiduría infinita de Jesús, palabra que salva y que acoge, mensaje que revela su amor por cada uno de nosotros, es el mejor vademécum que nos ha dejado como herencia quien nos ama con amor eterno e indestructible. Es palabra que alegra, que consuela, que ilumina, que señala caminos. Es el manual perfecto para encaminarnos por el camino correcto. Si en la oración tenemos la oportunidad de dirigirnos a nuestro Señor en un diálogo de amor y de consuelo, en el Evangelio podemos afinar el oído y el corazón para recibir su palabra que nos ilumina y que nos confiesa cuánto nos ama.
Nada es desechable al leer con amor lo que nos dice Jesús en el Evangelio. Ni siquiera lo que podría resultar menos agradable para nuestro parecer. Cuando los criterios de Cristo son distintos de los nuestros, cuando nos pide algo que nos parece fuera de lugar, cuando el camino que propone nos parece casi suicida o descabellado, debemos echar mano del arma mejor con la cual nunca se debe dejar de leer el Evangelio: la humildad. Hay que tener siempre presente que Jesús es el Dios que nos ha demostrado su amor infinito, que la imagen que lo describe más perfectamente en su relación con cada uno de nosotros es la del crucificado que se ha entregado con un amor sin discusión para rescatarnos de la tragedia personal que hemos vivido con nuestro pecado. Que ese Dios que se ha hecho hombre mantiene sus prerrogativas divinas eternamente, y que por tanto, tiene ante sí un eterno presente. Que nuestro futuro es ya presente para Él, y sabe muy bien que las rutas que nos propone son las mejores y las más convenientes para cada uno. Que Él tiene ante su vista la meta a la que nos quiere dirigir, y que la ruta que nos propone seguir es la que nos conducirá a ella. Que en esa ruta propuesta lo que importa es evitar escollos, tomar desvíos, borrar estorbos, eliminar pesos que pueden hacernos perder del camino que nos conduce a la meta de la felicidad plena.
La libertad con la cual nos ha creado Dios es inviolable. Ni siquiera Él mismo, que es quien nos la ha procurado, la violentará jamás. Por eso sus propuestas son eso: propuestas. No son imposiciones. De allí que esa libertad, que es nuestro tesoro, debe estar impregnada de humildad. El misterio de Dios es infinitamente superior a lo que podemos comprender. "Los caminos de ustedes no son mis caminos", nos dice el Señor. Pablo lo expresa de manera más englobante en medio de nuestra realidad: "Grande es el misterio que veneramos: Manifestado en la carne, justificado en el Espíritu, contemplado por los ángeles, predicado a los paganos, creído en el mundo, llevado a la gloria." Por más inteligentes que pensemos ser, la inteligencia de Dios es superior. Sus caminos son los mejores. Nunca querrá nada malo para nosotros. Por eso sus propuestas siempre serán las mejores. Su deseo es que seamos siempre felices en Él, y que lleguemos a la felicidad plena en la que estaremos eternamente frente a quien será la causa de esa felicidad.
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