Cuando uno se encuentra de improviso con un personaje renombrado e importante, instintivamente se pregunta a sí mismo cómo se está presentando uno ante él. Si está bien vestido, si tiene los zapatos limpios, si está bien peinado... Uno quiere dar la mejor impresión ante esa persona, y esconder los puntos negativos, los defectos, las deficiencias que pueda tener. Es natural que uno quiera presentar la mejor imagen de sí mismo, para que a esa persona se le quede grabada. Si, por desgracia, uno está en una mala facha, más bien busca esconderse para no dar mala impresión.
La sorpresa de todos es que, habiendo ellos mismos experimentado la frustración de la noche de pesca infructuosa, por la palabra de Jesús aparecen todos los peces. "Cogieron tal cantidad de pescados, que las redes se rompían. Entonces hicieron señas a sus compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a ayudarlos. Vinieron ellos y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían". Era extraordinario lo que estaba sucediendo. Quien les había ordenado echar las redes no podía ser simplemente uno más. Era alguien con tal poder que hacía aparecer los peces casi de la nada. Era la demostración de que en Jesús residía un poder superior. Fácilmente se ataban cabos, después de haber presenciado otras maravillas. En Jesús había una presencia divina. Por ello, Pedro se llega a sentir desnudo delante de Jesús, este ser que hacía tantas maravillas. Ese era capaz de ver no solo lo exterior de su persona, sino de escrutar lo más íntimo que hubiera en su interior. "Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús y le dijo: '¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!'" Pedro sabía que estaba en evidencia ante esta persona extraordinaria. Pedro sabía muy bien quién era Jesús. Y sabía muy bien quién era él mismo. Sentía vergüenza de lo que podía descubrir Jesús en él. Pero Jesús no ha salido en busca de los perfectos. Esos no existen. Lo sabe muy bien. Jesús sale en busca de los que están dispuestos a ponerse en sus manos a dejarse moldear por Él. "No temas; desde ahora serás pescador de hombres", le dice finalmente a Pedro.
Pedro eres tú y soy yo. Esta es la historia de todos los que nos sabemos indignos de ser llamados a ser de los de Jesús. Le sucedió a Isaías, a Jeremías, a Gedeón. La pregunta primera que surge ante la elección de Jesús es "¿Por qué yo? ¿Cómo es posible que te fijes en mí, indigno como soy? ¿No es mejor que te alejes de mí, porque es posible que yo ensucie tu santidad infinita con mi suciedad?" Al fin y al cabo, ninguno de nosotros es digno de ser llamado. No son nuestros méritos de santidad los que hacen que Jesús nos llame a ser suyos, pues están generalmente ausentes. Si fuera así, ninguno de nosotros seríamos llamados. Es únicamente el amor infinito que nos tiene el que lo mueve. Y el amor infinito que tiene a todos, el que nos invita a ser pescadores de hombres para conquistar a más para que se vayan con Él.
Sentirse impuro, sucio, indigno, delante de Jesús, es casi una condición para ponerse en sus manos. Es el reconocimiento de que por nosotros mismos no valemos nada. De que el que hace que valgamos algo es Jesús. Sería una soberbia terrible el sentirse satisfecho de que Jesús nos llame por nuestras supuestas cualidades. Ante Él somos nada. Lo entendió perfectamente Pablo: "Muy a gusto presumo de mis debilidades porque entonces residirá en mí la fuerza de Cristo. Cuando soy débil, soy fuerte". Así que, ante la invitación a pescar que nos hace Jesús, tomemos nuestros aperos, no nos quedemos paralizados. Él es quien hace posible la pesca. Los hermanos están allí esperando. Vamos de pesca con Jesús, dejemos que Él dirija la barca y nos diga dónde lanzar las redes. Nosotros solo debemos hacer nuestra parte insignificante, que Él se encarga de lo demás.
Preciosa reflexión
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