Entonces, ¿cómo se puede entender esta afirmación de Pablo, tan erudito y maestro en las cosas de la fe? Evidentemente la pasión de Cristo es única. No tiene sentido repetirla, pues vale para siempre. Él mismo, en la Última Cena, ordenó a los apóstoles que hicieran su gesto de entrega en conmemoración suya. No en el sentido de que fuera una "repetición" de su sacrificio, sino en el de que fuera una acción que mantuviera viva la memoria de su sacrificio. Los efectos de la redención alcanzada por su entrega y el derramamiento de su sangre se actualizan en nosotros cada vez que celebramos el sacrificio de la Misa. Hacemos memoria del misterio de la muerte de Cristo y en ese recuerdo nos viene la actualización de sus efectos: el perdón de nuestros pecados, la recuperación de nuestra condición de hijos de Dios y la apertura de las puertas del cielo para nuestra entrada triunfal cuando nos corresponda estar ante el Padre.
No es, entonces, que a la pasión de Cristo le falte algo. Es a la nuestra a la que apunta Pablo. Una traducción más cercana al sentido que le quiere dar Pablo a esta afirmación sería esta: "Ahora me alegro de sufrir por ustedes, porque así completo lo que falta a la pasión de Cristo en mí, por el bien de su cuerpo, que es la Iglesia". Sería apuntar a lo que esa pasión de Cristo debe producir en mí. Soy yo el que debe procurar que su pasión se haga efectiva y produzca los efectos que debe producir. Soy yo el que debe asumir la pasión del Señor por la humanidad para que ella produzca en mí lo que desea Jesús. Soy yo el que debe asumirla como purificadora, como renovadora, como redentora. Esa pasión de Jesús es enteramente eficaz para el universo, y lo es para siempre. Solo falta que yo la concretice en mi vida.
De esa manera, todos los avatares que yo pueda experimentar en mi vida pueden ser unidos a la pasión de Cristo. Mi pasión personal puedo unirla a la de Cristo. Y con ello, la pasión de Jesús se hace mía, y la mía, de Jesús. Y, al unirse a la de Cristo, adquiere una condición sublime, pues se eleva a la categoría de redentora. Mi pasión, unida a la de Jesús, es también redentora como la de Él. No por sí misma, pues ella sola no vale nada, sino en cuanto está unida a los dolores redentores de Cristo. De esta manera, mis dolores, mis angustias, mis sufrimientos, lejos de ser destructores de mi vida, se convierten en constructores del mejor edificio posible: el del Dios que asume el dolor como propio. El dolor no me hace menos hombre. No me destruye. El dolor me eleva, me construye, me cimienta en Dios. El dolor me diviniza, pues con él participo de aquello que asumió el Dios que se hizo hombre. Desde la pasión y muerte en cruz de Cristo, el sufrimiento dejó de ser una categoría solo humana, para pasar a ser una categoría divina. Por eso, me hago igual al Dios hecho hombre cuando entro en el ámbito del dolor.
Mi pasión personal es, entonces, un tesoro que tengo en las manos y del cual puedo sacar inmenso provecho. Sería absurdo que teniendo la posibilidad de enriquecerme con mi dolor, la pierda viviendo ese dolor solo desde la queja, desde el desasosiego, desde la rebeldía, desde la exigencia a Dios de liberación de él. Si lo asumo como la pasión con la que puedo ayudar a Cristo a redimirme a mí mismo, a mis hermanos, a la Iglesia, la convierto en algo que tiene pleno sentido y que me eleva a la condición de corredentor con Cristo.
Dios nos tiene ya un camino a cada uno de nosotros y somos nosotros los que seguimos o no ese camino ,nos ama tanto que nos da muchas oportunidades ....."AMEN"
ResponderBorrarEl sufrimiento, aunque es un misterio, si es visto y vivido desde esta perspectiva, tiene sentido.
ResponderBorrarQue nuestra pasión por chiquita que sea, nos ayude a comprender el inmenso dolor que nuestro Señor tuvo que pasar por amarnos.
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