En los diversos encuentros que tiene Jesús con personajes del Evangelio se da casi siempre una pugna entre dos mundos que coexisten. Por un lado, el que viene a combatir Jesús, que está lleno de egoísmo, de apariencia, de censura, de hipocresía, de falsedad... El mundo del mal. Y el otro, el que viene a promover incluso con su propia vida, el del amor, el servicio, la humildad, el arrepentimiento, el perdón, la conversión... El mundo del bien. El primero, se retuerce ante los embates del bien que ha venido a instaurar Cristo con su predicación y sus obras maravillosas. No está dispuesto de ninguna manera a dar su brazo a torcer y se empeñará en seguir reinando en el corazón de los hombres, ganando adeptos con su publicidad engañosa de prestigio, de alegría vana, de dominio, de realización personal, de reconocimiento. El segundo, callada y silenciosamente, sin aspavientos y con la mayor sencillez, va presentando lo que verdaderamente vale, lo que significa crecer desde dentro y no desde fuera, lo que satisface en cuanto se logra cimentar la propia vida en las bases sólidas del amor y del servicio, en las bases del reconocimiento de lo que se es realmente y no en espejismos ganados con disfraces falsos.
También son muchísimos los representados en la mujer pecadora que "invade" la estancia donde están Simón y Jesús, absolutamente anónima y cuya presencia es extremadamente sorprendente para todos. Inesperadamente, en medio de la celebración que había preparado Simón para Jesús, irrumpe y realiza los gestos más humillantes que se pueden realizar. Eran gestos de esclavos, con los que se denota la máxima humillación, colocándose a los pies de Jesús, ante el cual considera que es lo que debe hacer para obtener el perdón de sus pecados. "Una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que (Jesús) estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume". Ella había descubierto verdaderamente quién era Jesús. Y reconocía, a pesar de su indignidad, ante quién era el único que valía la pena postrarse. No guardaba formas. Lo importante era estar a los pies de Cristo, sin importar quién estuviera alrededor, para confesar su dolor, para decirle su propósito de cambio y para abandonarse en su misericordia. Su gesto es inmediatamente comprendido por Jesús. Ante Él no hay oculto nada. Él conoce perfectamente lo que hay en el corazón de cada persona.
Simón y la mujer quedan confrontados ante Jesús. Uno, en búsqueda de prestigio y con la intención de aumentar en fama y reconocimiento. La otra, en búsqueda de amor y de misericordia, reconociendo lo que es ella misma delante del único que puede purificarla y salvarla. La soberbia contra la humildad. La apariencia contra la realidad. La mentira contra la verdad. Es evidente de parte de quién se coloca Jesús. La mujer ha comprendido perfectamente su mensaje y ha venido a desmontar totalmente todo el entramado de su vida para que Jesús la reconstruya. Para que Él, con su amor y su misericordia, la haga de nuevo, la haga nueva criatura. "Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama".
"Porque tiene mucho amor". Es la única clave que le importa a Jesús. Por el amor demostrado la mujer pecadora queda justificada. "Tu fe te ha salvado, vete en paz", oye ella de los labios del Salvador. Es el amor que responde al amor redentor de Jesús. Es el amor que hace mirar hacia dentro para descubrir lo que se es delante de Aquél que es solo amor y misericordia. Es el amor que hace que todo lo demás pase a un plano infinitamente inferior, pues lo que importa es vivir la profunda compensación que se tiene al dejar lo que se es en las manos del único que puede transformarlo en gracia y en vida eterna. Es el amor que llena todos los vacíos del alma y que deja una sensación de plenitud que no podrá dejar jamás ninguna otra experiencia que se pueda tener. Es el cumplimiento de la promesa eterna de felicidad que hace Jesús a quienes quieran abandonarse en sus brazos para llegar a la plenitud. Ser Simón o la mujer pecadora está en nuestras manos. Sin duda, será mucho mejor ser la mujer pecadora, dejándonos arrebatar por el amor de Cristo y colocándonos a sus pies con la mayor humildad a fin de que Él nos haga lo que debemos ser para llegar al gozo pleno de ser solo suyos.
Amén!! Solo Dios reconoce la manera de perdonarnos ,el nos conoce y ve nuestro arrepentimiento sincero
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