Pero aún así, con lo resaltante que podría resultar esta consideración en la memoria de la gente, no era completa. Jesús estaba interesado en saber lo que pensaban los suyos, los que estaban con Él, los que habían sido convocados para ser sus compañeros de camino. "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?" Era un examen previo para ver si ellos iban comprendiendo lo que estaban viviendo junto a Jesús. Pedro, cabeza del grupo, toma la palabra y afirma de manera clara: "Tú eres el Mesías de Dios". La afirmación no es algo dicho de memoria. No es una lección aprendida en alguna sesión de enseñanza. Es una frase que denota mucha profundidad y que requiere de una inspiración superior. Quien la pronuncia, Pedro, no es ningún gran teólogo ni un erudito en historia de la salvación. El Mesías es un personaje único, central, en la fe judía. Es el que está esperando el pueblo desde la promesa del Protoevangelio, pronunciado desde el mismo inicio de la historia, luego del pecado del hombre: "Pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Y un descendiente de ella, te pisará la cabeza, mientras tú le hieres el talón". Para Israel, el Mesías de Dios era el personaje que enviaría Yavéh para su liberación. Era el libertador, quien rompería las cadenas del yugo opresor, quien vendría a restablecer el orden que había sido roto por el pecado. Con su venida, llegarían todas las bendiciones de Dios sobre el hombre, a pesar de haberse puesto de espaldas a Dios en aquel momento funesto de la historia humana. Afirmar que Jesús es el Mesías es atinar en el blanco perfectamente. Y viniendo de Pedro, era muy sorprendente.
A Jesús no le queda más remedio que reconocer la obra de Dios en él. "Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie". A Pedro le reconoce: "Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre del cielo". Era imposible que aquellos que lo acompañaban tuvieran ya tan clara su identidad. Eso era evidentemente obra de Dios. Jesús había dado ya atisbos de lo que era. Pero aún quedaba un largo trecho por delante para que esa identidad fuera totalmente aclarada. En Pedro y los apóstoles, en este sentido, se descubre una disponibilidad a dejarse iluminar. Sus corazones no quieren dejarse llevar solo por las evidencias o las opiniones de otros, sino que quieren ser dóciles a la inspiración divina para que sea Dios mismo quien los vaya puliendo. Ellos habían sido elegidos para ser discípulos, y como discípulos debían ser dóciles.
Esta disponibilidad de los apóstoles es la misma que debe haber en todo el que quiera ser buen seguidor de Cristo. Un corazón bien dispuesto debe tener la suficiente humildad para no seguir solo las evidencias que se presenten o las opiniones de la mayoría. En las cosas del espíritu, quien inspira es el mismo Dios. No es uno mismo ni los otros, aunque Dios pueda en ocasiones valerse de las mediaciones humanas para darse a conocer. Un discípulo del Señor tiene contacto con los hermanos para saber qué es lo que están viviendo y lo que piensan de Jesús. Se "baña" con la misma agua con la que se bañan ellos. Sabe cuál es su sentir y lo conoce naturalmente para, desde ese conocimiento, acercarle la Verdad. Y sabe deponer sus propios criterios para enriquecerse de los de Dios y avanzar en la ruta de la perfección. Se deja inspirar por Dios, para saber quién de verdad es Jesús, para integrarlo en su propia vida y para darlo a conocer a los demás.
Es por ello que ante la pregunta de Jesús debemos mirarnos hacia dentro. ¿Quién digo yo que es Jesús? ¿Es para mí el Mesías de Dios? Si lo afirmo, debo asumir el compromiso que ello implica. El Mesías es el enviado de Dios para la renovación del mundo, para la renovación del hombre. Es el que llama a acercarse a los hermanos para saber qué viven y qué intereses tienen. Es el libertador de todas las ataduras. Es el adalid del nuevo camino que debe emprender la humanidad para avanzar hacia la plenitud del amor y de la felicidad. Es quien marca la pauta de una nueva vida que debe ser asumida con toda responsabilidad. Si es mi Mesías, debe ser todo eso para mí. Y debe producir en mí una renovación radical, una transformación total, un nuevo ser integral. No puedo ser el mismo después de dejarme inspirar por el Padre del cielo acerca de la identidad de Jesús. Debo ser el hombre nuevo que viene a hacer Jesús de mí.
Felicidades por este post, medio por donde puede profesar la fe en Dios.
ResponderBorrarJesús es nuestra fortaleza y en él,el amor de su padre ,Dios,tenemos la dicha de estar en su presencia siempre ,participando en su eucaristía,Dios nos bendiga siempre!!
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