Hay quienes sostienen que la realidad cotidiana en la que desarrollamos nuestra vida no tiene nada que ver con el desarrollo de nuestra fe. Afirman que debemos deslastrarnos de ella para poder avanzar en la fidelidad a nuestro Dios, y que ella serviría más bien para distraernos del camino que debemos seguir. Hubo un tiempo en el que la misma Iglesia valoró ese camino casi como el único auténtico, en el que se consideraba la cotidianidad como un "mal menor" que había que aceptar con resignación, asumiendo incluso que era un signo de la imperfección que habíamos adquirido gracias a nuestro pecado. Depender de lo pasajero sería entonces una consecuencia de haber dado la espalda a Dios en el momento en que Adán y Eva decidieron desobedecer a Dios. "Ganarás el pan con el sudor de tu frente" y "parirás con el dolor de tu vientre" se convirtieron entonces, así, en la bandera que explicaba nuestra ruina de vivir el día a día. Existió la espiritualidad de "fuga mundi", en la cual se promulgaba la búsqueda de la perfección huyendo de la realidad cotidiana, apartándose de todos los avatares de la vida, que fue seguida por innumerables personajes que llegaron a ser santos con esta práctica: anacoretas, estilitas, peregrinos, padres del desierto... Sin embargo, no podemos caer en el anacronismo, condenando o desvalorando a priori esta espiritualidad, pues en la mentalidad de aquellas épocas tenía un sentido razonable.
Una de las bazas usadas por los hipercríticos de la religión y por los ateos tenía su fundamento en esta espiritualidad, pues entendían que las religiones invitaban a los hombres a abandonar su realidad cotidiana, a desentenderse del mundo que los rodeaba y a fijar su mirada en un futuro eterno prometido de felicidad, pues a este mundo se venía solo a sufrir y no había nada que hacer por mejorarlo y, al contrario, había que despreciarlo para demostrar que lo único que se valoraba era ese futuro. Había que asumir el sufrimiento sin desdeñarlo y casi más bien añorarlo para poder tener la seguridad de gozar de la consolación que prometía en la eternidad un Dios que estaba solo al final del peregrinar terreno. No había nada que hacer por mejorar las condiciones de los hombres, sino asumir el mal actual como condición para el disfrute del bien futuro y eterno. De allí la afirmación: "La religión es el opio del pueblo", promulgada por el marxismo rancio de la época. Había que luchar frontalmente contra esta mentalidad y por ello se justificaba la eliminación de cualquier religión que sirviera de "narcotizante" de los hombres con estas ideas.
La verdad es que no hay nada más lejano a estas concepciones que nuestra religión cristiana. Nadie ha invitado más a los hombres a inmiscuirse en su propia realidad, en su cotidianidad, que Jesús. La bandera de Jesús es la de la solidaridad real entre los hombres. Y lo afirma como necesario para esta realidad hoy, para la cotidianidad actual. Más aún, hace depender el disfrute del futuro eterno feliz, del cumplimiento aquí y ahora de un compromiso real con los hermanos, principalmente con los más necesitados, en la persona de los cuales se encuentra Él mismo: "Vengan, benditos de mi Padre, entren a gozar de la dicha de su Señor. Porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, estuve desnudo y me vistieron, estuve enfermo y me visitaron, estuve preso y vinieron a verme". Es a este mundo, a esta realidad, a la que nos envía claramente: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación". El mundo es todo el mundo, sin dejar nada por fuera.
En nuestra vida aquí y ahora debemos vivir los valores de la fidelidad, de la solidaridad, del servicio, de la caridad. Debemos enriquecernos de lo que verdaderamente vale la pena, sin perseguir solo el aprovecharnos de los demás o desdeñando la búsqueda de la justicia. Nuestro corazón debe servir exclusivamente a los valores del Reino de Dios, procurando implantarlos en nuestra realidad actual, con un corazón indiviso. Es al Dios justo y misericordioso, "que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad", al único que debemos servir. Por eso la máxima de Jesús a los hombres: "Ningún siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. Ustedes no pueden servir a Dios y al dinero".
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