sábado, 14 de septiembre de 2019

Desde la Cruz, Dios nos grita su amor

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Si tuviéramos que resumir todo el mensaje evangélico en una sola frase, yo elegiría ésta del mismo Jesús: "Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna". Ella compendia la intención salvífica universal del Padre manifestada claramente desde la creación, la entrega amorosa y voluntaria de su Hijo, la necesidad de satisfacción del pecado que tiene la humanidad, que no puede ser alcanzada sino solo por una entrega de valor infinito como la del Hijo de Dios. Es la frase más hermosa, más esperanzadora, más compensadora, más explicativa de la voluntad amorosa de Dios hacia los hombres. Él, creador del hombre por un gesto de amor infinito, no puede quedarse de brazos cruzados ante la negativa del hombre a la posibilidad de ser salvado. Prefiere poner a su Hijo brazos en cruz, entregándolo por amor. Comprende Dios que el hombre no ha sabido valorar por sí mismo el gesto creador. Y no quiere gastar el tiempo en palabras que probablemente no sean plenamente comprendidas, sino en una acción totalmente clarificadora. Contemplar a Jesús en la Cruz, muriendo sin tener culpa, sin razón lógica para pender de ella como un delincuente, revela totalmente la intención amorosa de Dios. Él no dejará de hacer todo lo que sea necesario para que el hombre entienda su amor, lo reciba admirado, lo contemple hecho concreto en la realidad del inocente asesinado por los únicos culpables. Así lo entendió San Pablo: "Me amó a mí, y se entregó a la muerte a sí mismo por mí".

Exaltar la Santa Cruz no es admirar el instrumento de muerte que ella representa. Es contemplar el altar desde el cual el Hijo de Dios grita a todos que Dios nos ama infinitamente y que no se guardará nada de lo que sea necesario para que lo aceptemos. Es entender que solo desde ella puede el corazón desgarrado del Padre decirnos que Él no quiere otra cosa para nosotros sino nuestro bien. Principalmente, que quiere procurarnos el bien mayor, que es nuestra salvación, es decir, tenernos junto a Él viviendo su amor infinito para toda la eternidad. Ninguna otra razón ha movido al Padre a crearnos, fuera del amor. Un amor que solo quiere la felicidad del amado. Es el amor realmente oblativo y benevolente, único que hay en Dios. Él no busca ni requiere de compensación. El amor de Dios es suficiente en sí mismo. Y ese es el amor más profundo y real que puede existir sobre el mundo. Por eso se entiende que realice el gesto inmenso de la entrega que no busca ningún beneficio para sí mismo. Los únicos beneficiados somos nosotros. Y eso, sin tener ningún mérito.

Cuando contemplamos la Santa Cruz, no veneramos la muerte de Jesús. En ella vemos su victoria contundente. La estrategia de Dios es impresionante. Su aparente derrota es su mayor victoria. El demonio, artífice final de esta muerte cruenta, se regodeaba contemplando su supuesta victoria en la muerte de Jesús. No se imaginaba él que estaba a las puertas de su peor derrota. Muriendo Jesús en la Cruz, moría el poder del pecado y de la misma muerte. El mal era derrotado contundentemente. Éste era el preludio de la victoria final de Cristo, refrendada por su resurrección gloriosa y su posterior ascensión a los cielos, en las cuales el Hijo de Dios recuperaba su condición original, dejada entre paréntesis durante su vida terrena. El cuerpo exánime de Jesús no era ni mucho menos signo de derrota, sino espera dichosa de la ganancia mayor.

La Cruz era un cadalso, pero para Jesús no fue simplemente eso. Para los romanos era el castigo mayor que se infligía a los peores delincuentes. Jesús se había declarado Rey, con lo cual se ponía en rebeldía contra el César. Era una falta mayor que era castigada con la muerte. Y efectivamente este es su destino. A ese destino nos lleva a todos. El mismo itinerario de Jesús tendrá que ser el itinerario de todo el que quiera ser suyo. Así como Jesús pasó por la muerte para triunfar en la resurrección, así también cada uno debe seguir la misma suerte. "¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva". La Cruz es, entonces, por Jesús, instrumento de Vida. En ella murió nuestro Redentor para vencer y darnos su victoria a cada uno de sus hermanos.

Por ello, debemos agradecer y exaltar a la Cruz. Es el signo evidente del amor del Padre al entregarnos a su Hijo para nuestra salvación. De un amor que jamás dejará de hacer lo que sea necesario para tenernos a su lado. De la entrega voluntaria de nuestro Hermano mayor para arrancarnos de las garras del pecado y de la muerte. Es el signo luminoso de la vida entregada y puesta en lo alto para que alcance para todos. De nuestra propia victoria aunque hayamos sido los causantes finales del horror de la muerte cruenta del Salvador. Del perdón, concreción de un amor que no guarda rencor ni se queda mirando la falta, sino que mira a su propio corazón y descubre en él el infinito amor que nos tiene y no tiene otra mira sino el deseo de tenernos eternamente junto a Él. La exaltación de la Cruz es fiesta del amor. "Ámense los unos a los otros como yo los he amado", es decir, hasta la muerte. En la Cruz Dios firmó su amor por nosotros. Y espera que lo amemos con la misma intensidad y la misma entrega. Y que nos amemos igual entre nosotros.

3 comentarios:

  1. Amén ,padre
    Dios nos regala ese amor tan íntegro para acogerlo en nuestro corazón y responderle con ese mismo amor ,bendiciones padre !!

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  2. Gracias Padre por ayudarnos a alimentar nuestra alma con la Palabra de Dios.

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