El camino de la Cuaresma está impregnado de simbología. La Iglesia pretende con ello que podamos comprender cuál es el camino por el que debemos andar. En cada uno de los Domingos que sirven de hitos en la ruta cuaresmal, hay un aspecto que debe ser acentuado, pues de esa manera nos vamos imbuyendo de la espiritualidad que debe ser asumida para crecer en el proceso de la conversión que se propone a cada cristiano...
El primer Domingo fue presentada la humanidad de Jesús, al ser tentado por el demonio en el desierto. La naturaleza humana de Jesús no fue un cuento bonito que se nos relató para que viviéramos de ilusiones. Fue una realidad plenamente asumida, al punto que sufrió, como cualquier hombre, las tentaciones. Como Dios, las venció, pues Dios no puede pecar. Pero también las venció como hombre, pues tuvo la fuerza y el deseo de mantener su fidelidad al Padre, el cual en cada tentación le sirvió como argumento. El segundo Domingo se nos reveló la divinidad sustentadora de la persona de Jesús. La Transfiguración nos mostró la gloria natural en la que vivía Jesús, la que estaba también el mundo realizando la obra redentora. Esa visión sirvió para no quedarse sólo con la imagen futura del Jesús muerto en la Cruz y oculto en el sepulcro, sino para recordar que ese que está inerme es Dios que jamás dejará su gloria y que, por lo tanto, vencerá inexorablemente. El tercer Domingo nos presentó lo que ese Jesús, Dios y Hombre verdadero, venía a traernos: su propia vida. Él es el Agua Viva que produce en el hombre que la bebe un manantial que lo hará saltar hasta la Vida eterna. Toda la obra redentora es obra vivificante, refrescante, producida por el Agua de Vida que es Jesús.
En el cuarto Domingo se nos presenta un nuevo símbolo: el de la Luz. Jesús da la vista al Ciego de nacimiento, sin que éste ni siquiera se lo solicite. Quizá no lo pide como favor, pues era ciego de nacimiento, por lo tanto, no tenía idea de qué era de lo que se estaba perdiendo. Pero Jesús sí lo sabe. Jesús le da la vista no sólo para que el Ciego pueda ver, sino para que pueda ver lo que vale la pena... Al final del texto que nos relata el milagro, en el diálogo que se establece entre los dos, se da la clave de la comprensión principal: "¿Crees tú en el Hijo del hombre?" Él contestó: "¿Y quién es, Señor, para que crea en él?" Jesús le dijo: "Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es." Él dijo: "Creo, Señor." Y se postró ante él"... "Lo estás viendo", es decir, "La capacidad de ver que te he dado es para que percibas lo que realmente importa. No basta con que veas, sino que es necesario que veas lo esencial, lo que te da la plenitud, lo que se convertirá para ti en la causa de tu salvación". La Luz que lanza Jesús sobre el alma de los hombres no es una luz que simplemente sirve para eliminar la tiniebla meteorológica, sino la del corazón, la de la mente, la del espíritu. Podemos tener los mejores faros de luz, pero permanecer en las tinieblas más oscuras...
La Luz de Dios no nos da sólo la capacidad de ver, sino la de ver como ve Dios. Ya lo dijo Yahvé a Samuel: "Porque Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el corazón". Hay una iluminación, la que da Dios, que no se queda sólo en lo superficial, en lo material, en lo exterior, sino que va más allá, más adentro, más profundo, pues lo hace a uno sumergirse en lo íntimo, en lo sustancial... Es la mirada de Dios que escruta hasta lo más profundo del hombre, y quiere que cada uno vaya a la misma profundidad. Es en eso más íntimo donde está la verdadera esencia del hombre. Lo externo, lo aparente, no es lo sustancial. Eso es simplemente la vestidura de lo que está en la base de todo...
Cuando los hombres nos dejamos invadir por esa Luz de Dios, dejamos a un lado las tinieblas en las que vivíamos: "En otro tiempo ustedes eran tinieblas, ahora son luz en el Señor. Caminen como hijos de la luz -toda bondad, justicia y verdad son fruto de luz-, buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien denunciándolas". La Luz no sólo elimina las tinieblas, sino que las rechaza y las denuncia. Con la Luz de Dios los hombres pasamos de esa oscuridad terrible de la muerte que nos produce el pecado, a la Luz maravillosa de la Gracia divina -la que nos da el Agua Viva que es Jesús, y produce en nosotros un manantial que nos hace saltar hasta la Vida eterna-, y nos hacemos activistas en la denuncia de la oscuridad. Quien ha recibido la iluminación de Dios se convierte en faro de luz para su mundo, para su entorno, para los suyos. No sólo ilumina, sino que se opone a lo que pretenda establecer de nuevo la oscuridad. Denuncia y pone en evidencia, enfrenta y lleva a la Luz... Para el que recibe la Luz de Dios se plantea, de esa manera, un reto inapelable, que es el de ser testimonio de la Luz. Cuando la oscuridad quiera enseñorearse de nuevo, después de haber sido vencida por quien es la Luz, Jesús, los llenos de esa Luz deben presentarse como un cuerpo sólido que enfrenta esa pretensión... "Pues hasta da vergüenza mencionar las cosas que ellos hacen a escondidas. Pero la luz, denunciándolas, las pone al descubierto, y todo descubierto es luz. Pero eso dice: "Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz".
Para el cristiano se plantea, en efecto, una ruta muy específica. Haberse llenado de la Luz reparadora de Jesús sirve para eliminar las propias penumbras. Sale así de su oscuridad y ve con los mismos ojos de Dios. Pero esa nueva mirada lo responsabiliza inmensamente, pues la mirada de Dios no se queda tranquila cuando percibe nuevas tinieblas o nuevas pretensiones de resurgir en la misma tiniebla. Cuando la oscuridad lucha por levantar de nuevo su espada, la espada del que ha recibido la Luz de Jesús debe estar pronta. Debe denunciar, debe iluminar, debe oponerse. Es un compromiso grave. El cristiano no puede quedarse silencioso cuando la oscuridad del pecado, de la muerte, de la injusticia, de la violencia, de la mentira, de la soberbia, del odio, de la exclusión, de la intolerancia, de la venganza..., quiera imponerse. Su ser Luz en el Señor lo llama a asumir su reto con seriedad. No puede dejar de ser luz, no puede ocultarla, no puede mirar hacia otro lado. Hacerlo sería hacerse cómplice de la oscuridad. Y el cómplice de la oscuridad es cómplice del demonio, el destructor del hombre, de la fraternidad, del Reinado de Dios. Mejor ser socios de Dios, en la iluminación del mundo y en la denuncia y el trabajo para destruir las tinieblas, que ser cómplices del demonio en su tarea de esparcir la oscuridad en el mundo...
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