Con frecuencia criticamos a los "espiritualistas" que rehuyen de su compromiso en el mundo escondiéndose en prácticas de piedad que los abstraen de toda obra social, en favor de la justicia, de la paz, de la fraternidad, de la solidaridad humana. Ciertamente su postura es equivocada, por cuanto en ningún momento la fe puede servir de "parapeto" tras el cual ocultarse, como el avestruz que entierra su cabeza para no enterarse de todo lo que está ocurriendo a su alrededor, pretendiendo con ello convencerse de que "no está pasando nada"... Pero en ocasiones, esta crítica deja de lado el otro lado de la moneda, el de los "mundanistas", que consideran que el hombre de fe sólo debe ocuparse de su entorno social, que debe ser sólo un activista que procure las mejoras sociológicas sin importar más nada... Se trata de la otra cara de la moneda en el sentido de que ambas caras presentan posiciones erradas, una por defecto y otra por exceso...
La verdad es que el hombre de fe es un hombre integral. No nos cansaremos jamás de decirlo, pues de lo contrario, corremos el riesgo de "parcelar" la vivencia de la fe en un aspecto reductivo que nada tiene que ver con ella. El hombre de fe no puede ser sólo "espiritual" o sólo "mundano". La condición humana, asumida en su integralidad, asegura que este peligro sea evitado. El hombre es cuerpo y espíritu. Es un ser ubicado en el espacio y en el tiempo propios, pisando firmemente en su realidad, pero con una condición espiritual que nunca dejará de poseer esencialmente. Es un "espíritu corpóreo", o un "cuerpo espiritual"...
Por eso es insoslayable, para asumir la integralidad de su ser, el que asuma ambas realidades esencialmente, sin dejar nada fuera. Si llegara a seguir la ruta de la sola espiritualidad, estaría cometiendo una injusticia contra sí mismo, contra su compromiso personal, contra la sociedad en la que vive, contra la justicia que debe procurar para todos, contra el bien que debe sembrar a su alrededor. Estaría poniéndose contra el mismo mandato de Jesús que dijo: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación". Sería un traidor de su corporalidad. Pero igualmente, si llegara a ocuparse sólo de lo mundano, estaría traicionando su espiritualidad, por cuanto el mismo Jesús también invita a "ser perfectos como el Padre celestial es perfecto", nos insiste invitándonos a mantenernos en contacto con Dios: "Pidan y recibirán, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá"... Para el discípulo real de Jesús es fundamental el encuentro en la intimidad con Dios. Por eso, los apóstoles pidieron a Jesús que los enseñara a orar, como Juan había enseñado a sus discípulos...
Santiago insiste en esta necesidad de orar: "Recen unos por otros, para que se curen. Mucho puede hacer la oración intensa del justo. Elías, que era un hombre de la misma condición que nosotros, oró fervorosamente para que no lloviese; y no llovió sobre la tierra durante tres años y seis meses. Luego volvió a orar, y el cielo derramó lluvia y la tierra produjo sus frutos". La vida de piedad es, sin duda, absolutamente necesaria para el hombre de fe. De ella obtiene la inspiración del mismo Dios para avanzar en su camino. Ella es fuente de ilusión para avanzar con firmeza y fortaleza. Ella da la objetividad necesaria para actuar en favor del bien propio y el de los demás. De ella se obtiene la fortaleza para no desfallecer ni sentir que lo que se hace no tiene sentido. Bajo la luz que de ella se obtiene se tiene la certeza de que la meta será la justicia y la paz que Dios quiere para el mundo, por su amor infinito...
No se puede pretender ser un buen cristiano sin oración. Sin ella, podemos caer en lo que afirmaba el Papa Pío XII: "La herejía de la acción". Cierto es que quien se compromete con el mundo, con el establecimiento de la justicia y de la paz entre los hombres, quien procura el bien para la humanidad, hace algo muy bueno. Pero puede ser un simple altruismo al cual le faltaría el fundamento más sólido que tiene la obra cristiana, que es el del amor, para que sea verdaderamente un movimiento de la caridad cristiana, y se asegure, así, la presencia de Jesús, que todo lo puede en función de la procura de la eternidad feliz a la que se debe apuntar. El bien que busca el hombre de fe no es uno que se agote con la existencia del mundo y que habría que procurar hasta que se restablezca totalmente la armonía en lo creado, sino que es el direccionamiento de todo hacia la plenitud de la eternidad en la que todo se pondrá "como escabel de los pies de Cristo". No se puede soslayar esta finalidad jamás...
Se trata de ponerse en las manos de Dios para poder mantenerse en la senda correcta. Es un abandono total en sus brazos, de modo que bajo su inspiración se pueda hacer todo para lograr el fin mejor. Como lo haría un niño en los brazos de su Padre, tal como invita Jesús: "Dejen que los niños se acerquen a mí: no se lo impidan; de los que son como ellos es el reino de Dios. Les aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él." Sólo estando confiadamente en la presencia de Dios, sabiendo que de Él únicamente pueden venir cosas buenas para sí mismo y que puede inspirar lo mejor para ponerlo en función de los demás, se logrará mantener el equilibrio. Él mismo es el que nos ha hecho seres integrales, cuerpo y alma, y por ello, sólo Él podrá inspirar el camino correcto de las acciones que debamos emprender para lograr la promoción integral del mismo hombre que ha colocado como nuestra responsabilidad...
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